El regreso al hogar de un hombre sin hogar

El regreso al hogar de un hombre sin hogar 

"Creo que, por fortuna para ambos, ni él ni yo tenemos hogar, pero regresamos".

El regreso al hogarCarlos AlejÁndrez 'Otto'

Así describió José Luis Garci Centauros del desierto, la obra maestra absoluta. Es una frase que recuerdo cada vez que atravieso la puerta de la cocina en que paso las jornadas esquivando acreedores y ollas como Ethan Edwards sortea enemigos y rocosos oteros.

Ahora que se anuncian ya los primeros melocotones, no puedo por menos que recordar la noche en que Garci se presentó acompañado por el mejor conversador al que jamás he conocido (escoltado en el podio por Cela y Pepe Hierro): Manuel Alcántara, poeta, columnista, cronista de boxeo y, por encima de todo, malagueño militante. Mientras el director de cine se entregaba al bellini, el cóctel en que el fresco aroma del zumo de melocotón blanco se malea entre burbujas de champagne, Manolo (permítanmelo, ya que tanto lo quise) pedía un dry martini elaborado con ginebra Larios, para sentirse lejos de casa y cerca de sí mismo.

-Pues que sea con Larios.

-No sabe cuánto se lo agradezco, Abraham. Ayer mismo, al filo de la noche (“beber de día es de amateurs”) pedí Larios para mi gin-tonic en un bar de pompa y circunstancia y el camarero me respondió que ellos usaban esa ginebra para limpiar la barra. Le felicité por el brillo de la madera, di media vuelta y me marché.

Les aseguro que solo mi rala memoria me impide dar el nombre de aquel nido de imbéciles.

-No olvidaré —y vi en sus ojos una incómoda tristeza— cuando una bestia masacró a su rival. Desde esa noche aciaga, colgué los guantes.

Me hubiera gustado verle en la zona de prensa del Congreso la tarde en que el pesado (y muy pesado) Tamames subió al cadalso encordado para no fintar ni a su sombra, y oírle gritar desde las alturas: “¡La toalla! ¡Tirad la toalla!”.

Me gusta leer a Garci; creo que es uno de los más grandes críticos y estudiosos que el cine nos ha dado. También he disfrutado con sus películas, aunque reconozco, y él lo sabe, que algunos primores de la cámara (no me miren con esa inquina, la expresión es de Azorín) y ciertas líneas de diálogo empeñadas en explicar lo que se intuye, me hacen removerme en ocasiones en mi asiento (no tiene mayor importancia. Yo también me repito, salvo en el ajo, al que tengo tanto respeto que, descorazonado, lo uso asado para que no sea de sesión continua). A cambio, me ha regalado planos de verdad destilada, noches en la ciudad desierta, réplicas inolvidables (el maravilloso minuto de María Casanova en que le espeta a un atribulado José Sacristán “no digas nada, si tú también eres un gilipollas”) y actuaciones inesperadas e imprescindibles: el mismo Sacristán, convertido en conciencia de una generación echada a perder; Landa, por supuesto, al que nadie ofreció tanta profundidad como Garci; Fiorella Faltoyano, tan injustamente tratada, el inmenso Rellán, quinqui de verbo desbocado…

En su haber, qué menos que anotar el erotismo que exudaba Elsa Pataky en Ninette; carnal, tierno e insinuante. Nadie ha recogido con igual intensidad la belleza de Elsa, ni ha encontrado de tal modo sus posibilidades como actriz.

Rodar en un interior claustrofóbico como aquel y que el espectador no se sienta perturbado es un logro que muy pocos alcanzan. Claro que, escrutando ese cuerpo con las manos de los ojos, yo no habría reparado ni en los cuadros colgados al revés.

No sé hasta qué punto es un mito la habilidad de los franceses para hacer brillar los asuntos de dormitorio (la parisina Ninette lo encarna sin fisuras), pero sorprende que ahora se escandalicen porque el ministro de Economía haya publicado una novela con algunos párrafos eróticos.

(Coherentemente, en España, se hubiera hecho cargo de la tarea el correspondiente de Hacienda, especialista en follarnos vivos)

También le debemos a Garci el reencuentro con Bódalo.

De mi admirado José Bódalo puede decirse que era un animal de teatro o, directamente, que era un animal. Me contaba un actor que, en sus tiempos de estudiante de Arte Dramático, él y todos sus compañeros iban al teatro a verlo para seguir aprendiendo interpretación. Nadie como él ha dominado el ritmo que bulle en el escenario y el que marca la entonación de la voz.

Ignoraban los cachorros de actor que, cuando jugaba el Madrid, Pepe salía a tablas con una radio conectada a un pinganillo, y que un “repente” genial e imprevisto podía tener su origen en un gol pírrico de Pirri o en una parada de García Remón (me dicen que el pianista Tete Montoliu tenía la misma costumbre, aunque sus acordes respondían a los desatados pies de Cruyff).

Tuve que preguntarle si la leyenda era cierta.

-Naturalmente. ¿Cómo iba a soportar si no los ladrillos que nos largaba Antonio Gala?

Ahí lo interrumpí.

-A mí me encantaron Los verdes campos del Edén y Las cítaras colgadas de los árboles.

-Ya, pero a mí me colgó la Tizona.

No era, por decirlo con suavidad, de trato cordial. Reservaba sus emociones y su cercanía para la escena. Dos veces tuve la oportunidad de charlar con él, y considero que ambas ocasiones supusieron un honor para mí.

Era, por lo demás, y como diría un castizo, más de derechas que el agua fría. Al parecer, se negó a protagonizar El concierto de san Ovidio porque no quería darle cancha al rojo Buero, aunque no hubiera sido la primera pieza de este que subiera al tablado, y no le tembló la mano cuando se puso la mordaza del colérico Sastre.

Tampoco quiso ser el invidente que presidiría la sacrílega cena fotografiada por Lola Gaos (¡casi nadie!) al levantar el diafragma de su falda.

Puede que intuyera que la ceguera a la que estaba destinado aún no había llegado. Almudena, el mendigo imaginado por Galdós, ya solo puede tener su abotargado rostro y su hablar ladino y asustado.

Lo mismo le daba Arniches que Ibsen, Muñoz Seca que Nieva. Sabía entendérselas con la revista musical y con el montaje experimental. No tenía esa superstición, absurda, que premia la comedia sobre el drama o viceversa.

Y supo ser Azaña, aunque en el elenco apareciera con el nombre de Garcés, para discutir con Agustín González sobre el pasado de un país que se quedaba, bomba a bomba, sin futuro. La velada en Benicarló fue el hito teatral de 1981 y de todos los años que vendrían después. Cuento con los dedos, y me sobran para sostener el puro, los milagros teatrales a los que he asistido desde entonces.

Cuando Garci lo reclamó para encarnar a un comisario de policía bonachón, chuleta y oscuro hasta lo demoniaco, sabía que sobraba cualquier indicación, cualquier matiz. A Bódalo se le entregaba el personaje para que lo moldeara, lo quebrara y lo recompusiera según su criterio.

-Rodando El crack II, exactamente la escena de la conversación nocturna con Landa, me quedé tan embebido en la furia contenida con

que decía sus frases que hasta me olvidé de gritar “Corten”. Él mismo tuvo que dar el aviso a cámara.

Garci, que sabe de boxeo más que toda la Federación, es capaz de fintar en la pantalla como pocos; sus planos y contraplanos, sus travellings que dibujan secuencias de melancolía, son el juego de piernas con el que el estilista vence a sus rivales adueñándose del espacio del ring.

Pero, en mi opinión, sus mejores ganchos se los guarda para la máquina de escribir (no me lo imagino ante la pantalla del ordenador, en una mesa pulcra y una habitación sin humo). En cuanto termine de pergeñar esta torpeza, me encerraré con Beber de cine, homenaje a las copas que tanto deseamos por verlas en la pantalla, para emborracharme con palabras destiladas.

Aunque me guardo para el final la frase de José Luis Garci en que se encierra toda la verdad que necesito:

“El Naranco de Bulnes, esa varada Moby Dick”

Creo que, por fortuna para ambos, ni él ni yo tenemos hogar, pero regresamos.

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He repetido hasta la extremaunción que soy cocinero porque mi primera palabra fue “ajo”. Menos afortunado, un primo mío dijo “teta”, y hoy trabaja en Pascual. En sesenta años al pie del fogón (Viridiana ya ha soplado cuarenta velas) he presenciado los grandes cambios, no siempre a mejor, de la hoy imparable cocina española. Incluso malician que he propiciado alguno. En otros campos, he perpetrado cuatro libros de los que no me arrepiento (el improbable lector lo hará por mí). Fatigué también a los caballos de carreras retransmitiendo éstas durante varios años por el galopante mundo. He desperdigado una reata de artículos de variado pelaje y escasa fortuna. También he prestado mi careto para media docena de cameos, de Berlanga a Almodóvar, hasta que comprendí que mi máxima aspiración como actor podría ser suplantar al hombre invisible. En mi lejano ayer quise ser jockey, pero la impertinente báscula me disuadió. Y por mi parte basta que, como sentenciaba un colega, “es incómodo escribir sobre uno mismo. Mejor sobre la mesa.”