Antonio Muñoz Molina, en voz baja

Antonio Muñoz Molina, en voz baja

"Hay una gran parte del trabajo literario que no es deliberado. Cuanto más trabajas en esto, más cuenta te das de lo poco que sirve la experiencia. Si no tienes una iluminación, una ocurrencia, una música que te lleve, no tienes nada. Y eso puede venir o no venir".

"No ganar el Cervantes fue un alivio".

Mientras espero junto a la puerta de su casa observo la bicicleta con la que Antonio Muñoz Molina (Úbeda, 1956) va de un sitio a otro por Madrid. Faltan apenas tres días para que acabe el año 2012 y hace un frío helador en la ciudad. Ya dentro, mientras aguardo a que venga el escritor, ojeo lo que hay en el salón confortablemente amueblado: un cuadro con un waterpolista de Miguel Macaya, uno de los pintores de los que habla en su último libro, El atrevimiento de mirar (Galaxia Gutenberg), una figura de un llamativo Mickey Mouse, unos cuantos libros en una estantería cercana donde reposa una máquina de escribir Underwood que fue propiedad de Arturo Barea, y una mesa de centro donde hay libros de arte, una edición en inglés del Ulises de James Joyce, una edición de bolsillo de Madame Bovary y un número reciente de The Economist.

Al cabo de un minuto aparece. Lleva pantalón gris, camisa azul y una chaqueta de punto marrón, con unos puños largos que avanzan más allá de las muñecas y que hacen resaltar las manos delicadas, de finos dedos largos como de pianista. Tiene una mirada afable, bonachona, enmarcada por unas cejas densas y una barba entrecana recién repasada. Habla en voz baja, con mucho sentido común y sin ningún tipo de prisas, un remoto acento andaluz modula sus palabras. A medida que va pasando el tiempo, el salón se llena de una calidez invernal propia de la luz de ese sol de Madrid de diciembre que se cuela crudamente por las ventanas. Empezamos.

 

El escritor en el salón de su casa. Foto: S.V.

En la introducción del libro dices que has aprendido a escribir sobre arte gracias a Proust, Baudelaire y Robert Hughes. De este último en concreto has dicho que tiene la rara virtud de escribir sobre arte y que además se le entienda todo. ¿Por qué es tan difícil encontrar autores que reflexionen sobre arte con tanta claridad?

Sobre el arte hay muchos malentendidos que todo el mundo acepta, y en la mayor parte de los casos los responsables son las personas que forman parte del mundo del arte. Muchas veces se quejan de que lo que ellos hacen no interesa mucho, pero por otra parte se enfadan si mucha gente se interesa por ellos. Es una cosa muy paradójica. El arte tiende a quedarse en círculos cerrados, y eso hace que las galerías no sean sitios muy simpáticos en los que entrar. Y muchas veces lo que ocurre es que el lenguaje que utilizan los críticos de arte es muy críptico, y no veo por qué tienen que hacerlo así.

Bueno, en tu libro hay un ensayo, La vocación de Juan Genovés, que parece más un relato.

Sí, ese y el de Miguel Macaya son distintos, porque proceden de encuentros con los artistas y eso implica otro tipo de cercanía y de escritura. No hay nada en el mundo del arte que no pueda ser explicado con claridad y compartido por mucha gente. Estoy convencido de que el arte, al ser el resultado de una pulsión humana muy fuerte, al igual que la literatura, puede ser comprendido y explicado y puede ser contagiado. Para ello hay que usar la escritura como una lupa.

En un mundo como el actual, donde las imágenes predominan sobre la palabra, en esta cultura del espectáculo como la ha definido Vargas Llosa, ¿qué papel puede desempeñar la pintura, que es un arte que parece estar abocado a un elitismo de galería y gente entendida?

Lo que no comprendo es que Vargas Llosa esté denunciando la trivialización de la cultura y al mismo tiempo sea un apasionado de los toros, ¿no? Esos discursos apocalípticos no me los creo. No creo que ahora estemos peor que hace un siglo. En España hace cien años había cerca de un 60% de analfabetismo, ¿había más interés entonces que ahora por la cultura? No me lo creo. Respecto al papel que la pintura puede desempeñar, yo creo que tiene un lugar cada vez más relevante. En un mundo en el que es tan fácil estar en contacto con cualquier reproducción, el encuentro con la obra de arte, en vivo, es más chocante, es algo único. Ver una obra en vivo exige una cosa muy importante: la atención contenida y enfocada.

De todos los artistas de los que hablas en el libro, ¿con cuál de ellos te quedarías?

El libro es fruto de varios encargos en el tiempo y ahí no están todos lo que más me gustan. No está, por ejemplo, Mark Rothko, que a mí me gusta muchísimo. Pero yo creo que podría ser Goya, ya que resume muchas cosas. En el curso del arte moderno, Goya es probablemente un eje fundamental. Tiene una cosa que es universal: su manera de mirar, su atrevimiento, su innovación, y no hay forma de escapar de esa mirada. Además, Goya representa la figura del ilustrado español que es deportado por la barbarie, que acaba en el exilio y que se encuentra perdido entre dos mundos. Y tiene esa cosa extraordinaria del viejo fértil, del viejo temerario, que es lo que tiene el último Tiziano o el último Monet o el último Beethoven. Esa libertad absoluta de creación de la ancianidad.

Tú conociste a Philip Roth y le hiciste una entrevista para El País Semanal, ¿qué te llamó la atención de él?

Yo estaba demasiado nervioso en esa entrevista. Publiqué un librito en Seix Barral, en una edición que se llama Únicos, un texto que partía de unos diarios que me pidieron en la revista Eñe, y ahí cuento la parte que no contaba en la entrevista que publiqué. Fue un encuentro en Nueva York, donde yo no estaba muy suelto, se me atascaba el inglés, él es un hombre imponente y muy serio, y estaba distante aunque fue amable, pero es que además se juntó con que a mí la novela que había originado la entrevista, La conjura contra América, no me gustó. Creo que fue una oportunidad perdida para tener una verdadera conversación con él, y hablar de literatura y de autores, pero en fin...

¿Qué opinas de su anuncio de que no va a escribir más novelas?

Uno no sabe nunca si va a escribir más novelas. Si escribes honradamente, no tienes garantizada la próxima novela, porque no sabes si se te va a ocurrir una historia. Hay casos, como te decía antes, en que en la vejez tienes un momento de producción exaltada. Piensa en Monet que, ya anciano, en los años 20 cuando su pintura no interesaba, seguía pintando a pesar de tener los ojos con cataratas. Y luego hay casos contrarios. Por ejemplo, Faulkner se encalló con Una fábula, una novela pomposa y desastrosa. Le pasó a Falla con la Atlántida. Mi pregunta es: Philip Roth decide que no va a escribir nunca más, pero qué pasaría si a Philip Roth le surge una historia extraordinaria, ¿no la va a escribir? Yo creo que sí. Decir lo contrario es un acto de soberbia extraordinaria.

¿Piensas que a ti te podría pasar eso, quedarte sin ideas, sentir que estás agotado?

No lo sé. Lo que sí sé es que durante largos periodos no tengo necesidad de escribir ficción. Necesitas un reposo. Hay una gran parte del trabajo literario que no es deliberado. Cuanto más trabajas en esto, más cuenta te das de lo poco que sirve la experiencia. Si no tienes una iluminación, una ocurrencia, una música que te lleve, no tienes nada. Y eso puede venir o no venir. Es algo que no lo sabe nadie, ni siquiera Philip Roth.

En tu caso, ¿tardas mucho en concebir una novela?

Sí. Generalmente, las novelas tardan mucho en fraguarse, y muchas veces hay un primer impulso pero luego hay otros muchos materiales que llevan tiempo en la cabeza. Lo decisivo es la parte anterior a la escritura. La escritura es el desenlace.

¿Eso significa que antes de ponerte a escribir ya tienes todo en la cabeza?

No, para nada. Lo que tengo es un punto de partida poderoso, una serie de fulgores distintos. Y dejo margen siempre a la improvisación. Escribir te sirve para averiguar más que para transmitir lo que ya sabes.

A veces has comentado que eres capaz de escribir en cualquier sitio: una cafetería, un parque, un hotel... ¿También con las novelas puedes escribir en cualquier lugar o necesitas un espacio concreto?

Sí, lo que puedo escribir en la cafetería es el arrebato, el momento en que se me ocurre algo con lo que no contaba y entonces tengo que escribirlo. Es el material de base para luego reelaborarlo. En realidad, es una mezcla de todo. Trabajo con cuaderno y con portátil. Las pequeñas ocurrencias nunca sabes cuándo te van a venir. Hay otra parte que requiere una rutina, un reposo. Yo recuerdo que muchas ocurrencias fundamentales para La noche de los tiempos las tuve cuando no estaba escribiendo. Por ejemplo, yendo por un mercadillo en Nueva York me encontré con una máquina de escribir Smith Corona, y entonces pensé que esa máquina la tenía que tener ella, porque ella tiene una ambición literaria. Eso me permite intuir e imaginar con mucha más fuerza. Lo mismo me ocurrió con unas maletas de los años 30 en un mercadillo de Portobello Road, en Londres, adonde me llevó mi hija. Y recuerdo que estaba escribiendo esta novela y era verano en Madrid, y me dijo Elvira (Elvira Lindo, su mujer): "Vámonos a la playa. Aquí hace mucho calor". A mí me gusta estar en Madrid en agosto, la ciudad está muy tranquila, y además yo estaba en un momento de la novela en que la historia avanzaba rápidamente. Y nos fuimos a Conil, y allí pensé: "¿Y si a esta pareja le doy una semana en la playa? Esta pareja que está encontrándose clandestinamente en habitaciones de hoteles...", y así se me ocurrió darles un asueto verdadero para su relación, aunque pensé mezquinamente: "Esto me va a suponer trabajar más" (se ríe).

¿Qué queda de aquel Muñoz Molina que empezó a escribir en los 80?

Creo que queda el amor apasionado por la literatura, por el oficio, por el trabajo, por la lectura y por estar observando las cosas y querer contarlas. La única diferencia es que cuando publiqué mi primera novela, Beatus Ille, pensaba que aquello resultaba tan laborioso y tan difícil porque precisamente era la primera novela, y resulta que no. Yo pensaba entonces que aquello era muy complejo porque estaba haciendo dos cosas al mismo tiempo: escribir la primera novela y aprender a escribir novelas. Después me di cuenta de que no se aprende a escribir novelas, se aprende a escribir una novela mientras la estás escribiendo y cuando la acabas ya no sirve de nada, tienes que volver a empezar de cero en la próxima. Philip Roth decía una cosa muy certera: "Cada vez que empiezo una novela me veo enfrentado con el amateur que hay en mí".

El jinete polaco lo publicaste con 35 años, ¿cómo fue aquel periodo de escritura?

Fue una época dura. La gestación del libro fue muy complicada porque era el resultado de varios fracasos sucesivos. Empecé a escribir una novela y no me salía, empecé otra y tampoco y luego otra, y tampoco. Y de pronto surgió algo que es lo que justifica la vida como escritor. Un día, en mi casa de Granada, vi con un destello de lucidez que esas tres novelas habían fracasado porque eran la misma novela. Tuve que reelaborar y reajustar todo: la historia del militar, la historia de la familia en la posguerra y la historia del fugitivo por Europa y Estados Unidos. Y con todo aquello empezaron a saltar chispas.

 

Muñoz Molina en 1987 cuando publicó El invierno en Lisboa. Fuente: web del autor.

Cuando empezaste a publicar en 1984, con apenas 28 años, ¿pensaste que podrías ganarte la vida escribiendo?

Nadie que ame de verdad la literatura puede hacer ningún proyecto en este sentido. Tú aspiras a terminar algo, tienes que superar el maleficio de lo inacabado, eso es lo primero. Después aspiras a que lo lea alguien y después a que se publique. ¿A qué aspiraba yo? Yo quería publicar y ser leído, pero si soy sincero, no aspiraba a dejar de trabajar en la oficina del Ayuntamiento en que estaba porque organizaba conciertos y actividades culturales que me gustaban, y realmente a lo que aspiraba era a tener una mejor posición y un mejor salario, supongo que eran unas expectativas lógicas dada mi situación. A mí tardaron mucho en pasarme las cosas, teniendo en cuenta mi afición y el tiempo que yo le dedicaba a escribir. Pero cuando empezaron a pasarme, todo ocurrió muy rápido. En 1985 Gimferrer me dice que va a publicar mi primera novela y tres años después me dan el Premio Nacional de Literatura por El invierno en Lisboa, imagínate. No me dio tiempo a amargarme, es todo tan azaroso...

Cuando estabas escribiendo Beatus Ille, antes de esa llamada de Gimferrer, ¿tenías expectativas de publicación?

En esa época yo escribía a máquina y cuando ahora veo todos esos folios me quedo asombrado al pensar de dónde sacaba tanto tiempo para escribir todo aquello. Me quedo asombrado y no lo sé... Es como una necesidad, como una fatalidad. Otra cosa es que yo hubiese acabado la novela y no se hubiera publicado. ¿Habría escrito más novelas? ¿Habría tenido el coraje para seguir llenando los cajones con novelas inéditas? Pues no lo sé, la verdad. No se trata sólo de tener constancia, sino de que si no publicas difícilmente te libras de lo que has escrito, difícilmente das pasos adelante, estéticamente hablando. En todo proyecto estético hay un empeño de constancia y de tiempo.

Tu nombre suena a menudo como posible Premio Nobel, ¿te ves ganando este premio en algún momento de tu vida?

Me interesa ser muy claro en este sentido: eso es una cosa muy corruptora. Los seres humanos tenemos la tendencia de colocar nuestras expectativas un poco por encima de aquello que tenemos, con objeto de jodernos la vida, ¿no? Lo he visto en otras personas y lo he visto en mí mismo, y me ha parecido muy triste. Lo he visto en gente, no sólo en escritores, que tienen más de lo que jamás habrían llegado a soñar y aún siguen teniendo un poso de amargura porque todavía les falta algo que les impide saborear y disfrutar de lo ya logrado. El ejemplo más claro que tuvimos en España fue el de Camilo José Cela. Había conseguido el Premio Nobel y estaba empeñado en ganar el Premio Cervantes, ¿para qué?

¿Y te ves ganando el Cervantes?

Yo escribí en mi blog que no ganar el Cervantes había sido un alivio. Fue una cosa sincera, porque es una cosa muy solemne, que te quita mucho tiempo, que tienes que dar muchísimas entrevistas y en verdad fue un alivio, y me alegré mucho de que se lo dieran a Caballero Bonald y no a mí. Uno no puede estar pensando en eso.

Yo creo que el Cervantes te llegará más tarde o temprano...

Bueno, pues que llegue, pero lo que creo es que un escritor tiene que establecer (o al menos esa es mi idea) una relación en voz baja con cada lector. No puedes ser un escritor de púlpito, icónico. Yo tengo una idea más privada, más anglosajona, de lo que tiene que ser el escritor y la literatura. Lo que no quiero es tener 70 años y estar entristecido cada mes de octubre. Me parece patético, pero es que a la larga te acostumbran a eso, porque las personas somos así.

¿Qué piensas de aquella recomendación que daba Hemingway a los escritores jóvenes que decía: "Frecuenta a los autores consagrados"?

No creo en eso, yo recomendaría mejor que leyeran a los autores consagrados. Pero sí, claro, tratar a escritores te puede servir. A mí, por ejemplo, tratar a escritores latinoamericanos del boom me ha servido para reforzar mi idea de que el escritor no puede ser una especie de procónsul de su país. Hace unos años fui a Cartagena de Indias y vi la apoteosis de García Márquez y no me gustó: el presidente, los discursos, la patria, la rimbombancia, todo eso. Esa experiencia me dejó muy marcado y tuve claro que yo eso no lo quería para mí.

¿Algún día escribirás tus memorias?

Yo he usado a menudo mi propia vida como material narrativo, y escribir unas memorias no lo descarto, pero en todo caso me gustaría hacer un libro muy corto, aunque nunca se sabe.

Ha pasado hora y media, y cuando nos vamos a despedir, ya en el pequeño vestíbulo de la casa, donde hay una estantería con libros, Muñoz Molina me enseña los dos tomos de la biografía de Faulkner escrita por Joseph Blotner que eran propiedad de Onetti. Uno de ellos, se lo regaló el propio Onetti en una visita que le hizo en su piso de la avenida de América hace 22 años, y el otro, tiempo después de su muerte, la mujer de aquel, Dolly. Son dos libros gruesos, grandes, de tapas duras, y Muñoz Molina pasa sus dedos por las hojas envejecidas de los tomos. "La pena que tengo es haber sido tan tímido y no haber vuelto a su casa por miedo a importunarlo", me dice.