Thomas Mann: el artista, el burgués y los jovencitos

Thomas Mann: el artista, el burgués y los jovencitos

Pomposo y pagado de sí mismo, ancho de espaldas, viciosamente perfecto en su escritura del alemán, siempre serio, la nariz prominente, puntiagudas las orejas y las cejas, con unos ojos escrutadores de mirar implacable.

Pomposo y pagado de sí mismo, ancho de espaldas, viciosamente perfecto en su escritura del alemán, siempre serio, la nariz prominente, puntiagudas las orejas y las cejas, con unos ojos escrutadores de mirar implacable, más que un escritor merecedor del Nobel, Thomas Mann, con la colilla de un cigarrillo en el extremo de los dedos y la pluma siempre presta a garabatear, parecía uno de esos funcionarios antiguos de aduanas o un inspector de policía a punto de tomar declaración.

Quienes lo divisaban en las neblinosas mañanas de Múnich, junto a su mujer Katia, podían ver en él su procedencia altoburguesa, su refinamiento y su cultura, su elegancia, pulcramente atildada. Tocado de sombrero, solía vestir oscuros trajes de anchas solapas, con riguroso pocket square, cubiertos por largos abrigos de paño, y lustrosos botines de piqué.

 

Thomas Mann nació en 1875 en Lübeck. Fue el segundo hijo de un rico comerciante alemán, respetado senador de su ciudad, y una brasileña, de físico netamente latino y de origen criollo-portugués, dotada del encanto y el exotismo de una tierra cálida y apasionada. Una pareja llena de contrastes que llevarían al joven a fluctuar entre los rígidos principios del padre, y sus deseos de que el joven Mann prosiguiese la tradición familiar del comercio, y la sensibilidad melancólica y apasionada de la madre, quien fomentaba su imaginación a través de la música y los ensueños de mundos fabulosos.

Sin embargo, el padre de Thomas murió relativamente joven, a causa de una septicemia, cuando él contaba quince años. Esto le permitió la posibilidad de realizar sus sueños, ya que la escuela y todo lo relacionado con la empresa le aborrecía. Pero antes tuvo que trabajar y, entre otras labores, estuvo empleado como meritorio en una compañía de seguros, copiando a mano los formularios de las pólizas mientras, volcado en su pupitre, iba escribiendo su primer relato, Caída, que le proporcionó el primer éxito literario.

Al poco tiempo le dijo a su madre que quería hacerse periodista, "esa profesión un tanto imprecisa", y durante un tiempo estuvo asistiendo a la universidad. En 1896 dejó todo para irse a vivir con su hermano Heinrich a Italia, donde permaneció un año y medio viviendo entre Roma (en invierno) y Palestrina (en verano). Este hecho fue decisivo en su vida, pues allí fue donde empezó a escribir Los Buddenbrook, con la intención de que fuera una historia familiar íntima. En casa de la madre, y en presencia de los hermanos y de sus amigos, a veces les leía fragmentos del manuscrito, y todos reían y aplaudían lo que consideraban un esparcimiento y un prolongado ejercicio de virtuosismo artístico del indolente Mann. Poco podían imaginar, sin embargo, los allí reunidos que esa obra, por sí sola, sería merecedora algún día del más alto galardón literario...

En 1901 el libro apareció, con una tirada de 1.500 ejemplares, en dos tomos, con cubierta amarilla, al precio de doce marcos en total. Pese a las reticencias del editor y a la negativa de Thomas de acortar la novela, el recorrido de ésta fue lento: nadie quería gastarse tanto dinero en el "hosco producto" de un autor joven y desconocido. La crítica llegó a protestar malhumorada si "de nuevo iban a ponerse de moda los mamotretos en dos volúmenes". Sin embargo, la edición se agotó en un año y la editorial decidió lanzarla esta vez en un único tomo, al precio de cinco marcos, después de lo cual el éxito fue imparable.

Antes de embarcarse en la redacción de una novela, Mann hacía minuciosos preparativos y luego la escribía lentamente, con una morosidad que, sin duda, se nota en la lectura de sus obras, no tenía prisas, porque sabía que en el arte son malas consejeras. Solo unos ejemplos: Los Buddenbrook tardó en escribirla casi cuatro años (la publicó cuando tenía 25), La montaña mágica, doce, y Confesiones del estafador Félix Krull, ¡cuarenta y cinco!

Después de la primera novela publicó el Tonio Kröger, a raíz de un viaje por Dinamarca y no fue hasta entonces que dejó de ser para él un motivo de turbación tener que decir que se ganaba la vida como escritor. Viajó también a España donde el sur andaluz le dejó indiferente, en tanto que se quedó prendado del casticismo de Castilla, Toledo, Aranjuez, Segovia y El Escorial.

Debido a la influencia de los valores burgueses, Thomas Mann aspiraba desde muy joven al matrimonio. Estuvo a punto de casarse con una joven inglesa que conoció en una pensión de Florencia pero a última hora se retrajo por "un sentimiento de que aquello era demasiado prematuro y por ciertos reparos que se referían a la nacionalidad extranjera de la muchacha". Finalmente se casó en febrero de 1905 con Katia, a los 30 años, con quien tuvo seis hijos. Parece ser que el resto de las mujeres pasaron inadvertidas para Mann a lo largo de su vida, pero no así los jovencitos con quienes se iba topando en recitales, óperas, restaurantes y jardines. Es conocida su proyección autobiográfica, con claras alusiones a experiencias de atracción homosexual, en La muerte en Venecia (1912), en ese enigmático, bellísimo efebo de cara pálida y perfecta, cabellos rubios y rizados, remota imagen de una escultura griega, llamado Tadzio, que supone la perturbación y la perdición del honorable Gustav von Aschenbach, alter ego del autor.

 

Thomas Mann con Albert Einstein en Princenton, 1938. Autor: anónimo.

Thomas Mann era un hombre que toda su vida se movió entre antítesis y polos opuestos: el hedonismo y el sacrificio, la indolencia y el trabajo, la vida ajetreada de los círculos sociales y el necesario recogimiento del artista, la salud deseada y la enfermedad atormentada, el individualismo romántico y el socialismo humanista, la heterosexualidad y la homosexualidad.

Su vida fue intensa: abandonó Alemania cuando los nazis se hicieron con el poder, se nacionalizó americano y checoslovaco, vivió en California, en Kilchberg, cerca de Zúrich (Suiza), conoció a Einstein, fue un entusiasta lector de Tolstoi, de Nietzsche y de Schopenhauer, admiró a Knut Hamsun e idolatró, estudió y se entusiasmó con Goethe, con quien se medía constantemente y a quien llegó a utilizar como personaje en esa extraña novela titulada Carlota en Weimar. Como cualquier otro hombre, no se libró de la tragedia: dos de sus hermanos se suicidaron (una de ellas, Carla, una actriz teatral de poco relumbrón, se quitó la vida en la casa de campo de la madre de Thomas, en Polling, en la Alta Baviera, tras un desengaño amoroso en la que ella había sido la protagonista. Carla tomó una fuerte dosis de cianuro y la encontraron derrengada en la casa de la madre, lo que a Thomas, después de todo, no le pareció un gesto demasiado estético, ya que aquel acontecimiento suponía un duro golpe para el delicado corazón de la mujer anciana), así como su hijo Klaus, un novelista de segundo orden, a quien se le torcieron demasiado las cosas.

Finalmente, Thomas Mann murió a los 80 años de edad, el 12 de agosto de 1955, víctima de una arteriosclerosis, mientras dormía en un hospital y su mujer Katia velaba su enfermedad junto a la cama. Por lo visto, en la hora en que la parca lo arrebató, no movió ni cambió de posición su cuerpo en reposo. Tan sólo volvió, casi imperceptiblemente, la cabeza hacia un lado y con aquella "cara de música" que tenía, se quedó vuelto hacia su mujer, "con el rostro del que escucha, absorto y con gran atención, lo más familiar y lo más querido".