Los orígenes sangrientos de la Semana Santa

Los orígenes sangrientos de la Semana Santa

Sangre y castigo están en la base de las procesiones de estos días.

Cuando un telediario se pone viajero y nos enseña cómo se vive la Semana Santa en otros lugares de España y del mundo, casi siempre hay una imagen como esta: decenas de procesionarios caminan sobre su propia sangre tras el paso, destrozándose la espalda a latigazo limpio con espeluznante dedicación y ritmo litúrgico.

Nos espanta, apartamos la mirada y nos decimos, aunque no seamos creyentes, que dónde va a parar lo bonitas que son las procesiones "normales", con sus dorados, sus flores y sus saetas. Pero ocurre que esas marchas de autoflagelación están más cerca del origen de las procesiones que las del espectáculo colorido que recorren las calles de España estos días.

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El fenómeno de las cofradías y sus procesiones, que actualmente cuentan en nuestro país con miles de miembros, comenzó en el siglo XV, en estrecha relación con la sangre. En aquel entonces, la religión invadía hasta el más mínimo detalle de la vida de la población. Gloria Franco, catedrática de Historia Moderna de la Universidad Complutense de Madrid, lo explicó así en un artículo sobre la historia cotidiana:

"La fuerte sacralización de la sociedad del Antiguo Régimen obligaba a hacer una lectura en clave religiosa de todo lo negativo; los desastres, las calamidades y desgracias eran interpretados como la manifestación de la ira divina ante los pecados de la humanidad. Todas las explicaciones eran religiosas, de ahí que fuera la institución eclesiástica y sus miembros los que estuvieran obligados a dar muestras de expiación pública".

Es decir, se temía a la divinidad y había que buscar su perdón mediante sacrificios de todo tipo. Hasta entonces, lo más habitual habían sido las misas, las confesiones, los ayunos o las penitencias de oración; pero a partir del siglo XV comenzó a abrirse paso la idea de que la mejor manera para obtener el perdón de Dios era imponerse un castigo físico.

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Así es como las hermandades y cofradías, que habían tenido un origen gremial y que proveían a sus miembros de ayuda en situaciones de dificultad, comenzaron a organizarse en función de la penitencia que llevaban a cabo sus miembros: los penitentes de luz, que portaban los cirios; los que cargaban con una cruz emulando la Pasión de Cristo y los penitentes de sangre, que se atacaban a sí mismos con distintos látigos y otro instrumental.

Hicieron falta tres cosas para que las procesiones con penitentes se consolidaran, ya en el siglo XVI. Primero, el visto bueno de la Iglesia, que en el contexto de la guerra con el protestantismo, aprobó la veneración de las imágenes en el Concilio de Trento. Segundo, la aprobación de las élites, que llegó de la mejor forma posible: hasta los propios reyes asistían a la procesiones. Y tercero, el ejemplo de figuras como la de San Vicente Ferrer, que recorría Europa acompañado por un séquito de hombres y mujeres en el que había decenas de flagelantes.

Al ritmo de trompetas, sangre y tambores, comenzaba entonces la edad dorada de las procesiones, que se convirtieron en un auténtico fenómeno de masas. Especialmente aquellas en la que la presencia de penitentes de sangre era notable, pues el espectáculo del castigo excitaba la fe de los más devotos y atraía la atención de los curiosos.

  Los 'picaos' de San Vicente de la Sonrierra (La Rioja). Uno de los pocos lugares de España en los que se mantiene la tradición de los flagelantes en Semana Santa.Getty Images

Los penitentes de sangre son hoy un reducto entre los centenares de procesiones que marchan durante la Semana Santa. Varios reyes trataron de acabar con ellos en el siglo XV, el XVI y el XVIII. Fue Carlos III el que lo logró, gracias, eso sí, al apoyo de la Iglesia: esa exhibición de fervor sangriento había empezado a parecerle "pecaminosa" a la curia.