La química de las células
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La química de las células

La pregunta crucial de cómo funcionan los sensores de sabor y de olor la acaban de responder Lefkowitz y Kobilka, dos científicos norteamericanos que han dedicado décadas a investigar los procesos mediante los cuales las células se comunican con el exterior. Ambos han sido galardonados con el premio Nobel de Química.

Si alguien nos pregunta por qué sabemos que un vino está bueno o un jamón serrano es mediocre, contestaremos que se debe a que los paladeamos y los olemos. Si aún nos siguen preguntando cómo y con qué paladeamos y olemos, responderemos que con la lengua y con la nariz y, en éstas, con las papilas gustativas y la pituitaria. Pero la pregunta crucial de cómo funcionan los auténticos sensores de sabor y de olor, se la hace mucha menos gente. Son aún menos los que tienen la perseverancia de dedicar su vida a contestarla. La respuesta la acaban de obtener Robert Lefkowitz y Brian Kobilka, dos científicos norteamericanos que han dedicado décadas a investigar los procesos mediante los cuales las células se comunican con el exterior. Ambos han sido galardonados con el premio Nobel de Química por el descubrimiento del funcionamiento de los denominados "receptores inteligentes" situados en la superficie de las células.

Estos científicos no fueron los primeros que se hicieron tal pregunta. De hecho ya a finales del siglo XIX se empezaron a estudiar los efectos de la adrenalina, descubriéndose que producía un aumento de la frecuencia cardíaca y de la presión arterial y una dilatación de las pupilas. Se pensó que esta información se transmitía a través del sistema nervioso, por lo que en experimentos con animales de laboratorio se paralizó este sistema, observándose que la adrenalina seguía ejerciendo el mismo efecto. Se llegó a la conclusión de que las células debían tener algún tipo de sensor que les permitía detectar determinadas sustancias químicas de su entorno, tales como hormonas, venenos o medicinas. A partir de entonces se comenzó a investigar el mecanismo mediante el cual el estímulo externo interaccionaba con "receptores" que debían de estar situados en el exterior de las células y era transmitido hacia el interior de las mismas.

A pesar del interés del proceso, tanto la identidad de los receptores como su funcionamiento siguieron siendo una incógnita durante décadas. Mediante pruebas de ensayo y error se fueron encontrando formas de alterar los procesos de comunicación de las células con el exterior. El científico norteamericano Raymond Ahlquist identificó en la década de los cuarenta dos tipos de receptores a los que llamó alfa y beta. Ello abrió una vía de investigación que permitió desarrollar la primera generación de los beta-bloqueantes, fármacos usados en las enfermedades cardíacas. Un par de décadas después, estos receptores seguían siendo tan desconocidos que el mismo doctor Ahlquist llegó a dudar de su existencia. Como se descubriría más tarde, su identificación era tan difícil porque los receptores son muy poco numerosos y están integrados en la membrana celular.

Entonces entró en escena Robert Lefkowitz. Su vocación primera era hacerse cardiólogo, pero la guerra de Vietnam modificó sus planes, por lo que al finalizar sus estudios empezó a trabajar en un centro de investigación del National Institute of Health, de Estados Unidos. Allí abordó el estudio de los receptores marcando las hormonas con iodo radiactivo, para seguirles la pista en su camino hacia el interior de la célula. Ello le permitió identificar un receptor activo de la hormona adrenocortitrópica, que estimula la producción de adrenalina en las glándulas adrenales.

Mientras tanto otros científicos habían investigado qué sucedía en el interior de la célula cuando era sometida a determinados estímulos, identificando las llamadas proteínas G, que desencadenan una cadena que reacciones que alteran el metabolismo de la célula. Por estos descubrimientos, los investigadores norteamericanos Alfred G. Gilman y Martin Rodbell recibieron el premio Nobel de Fisiología y Medicina en 1994.

En la década de los ochenta, Brian Kobilka llegó al laboratorio de Lefkowitz, como estudiante post-doctoral, estando particularmente interesado en el efecto a nivel molecular de los receptores adrenérgicos y más concretamente en el neurotransmisor epinefrina. Estudiando el gen que lo codificaba, determinó que el receptor que buscaban estaba compuesto por siete ácidos grasos que atravesaban siete veces la membrana celular.

El mecanismo preciso de transmisión de la señal lo ha desvelado veinte años más tarde Kobilka, siendo ya profesor de la universidad de Stanford, y se recoge en una publicación aparecida en la revista Nature en 2011. Para ello ha usado los rayos X, consiguiendo una instantánea de un receptor durante el preciso instante en que transfiere la información de la hormona que está fuera de la celda a la proteína G que está dentro. Vio así que lo que el agente externo hace es producir un pequeño cambio en la estructura del receptor fuera de la celda, cuya estructura helicoidal produce un cambio mucho más marcado en el extremo del receptor que está dentro de la célula. Es como si apretamos por el tallo un ramo de rosas haciendo que éste se abra por el otro extremo.

Dado que más del 50% de los medicamentos actúan a través de receptores, el conocimiento del proceso de funcionamiento a escala molecular posibilita el desarrollo de nuevas y más potentes vías de síntesis de los mismos. Este descubrimiento facilita asimismo la comprensión de otros procesos fisiológicos que tienen lugar a través de las membranas celulares. No obstante, lo más deslumbrante del descubrimiento de Robert Lefkowitz y Brian Kobilka no son sus aplicaciones en medicina, sino haber ganado otra batalla al desconocimiento.

Sin lugar a dudas este triunfo es fruto del trabajo y la creatividad de ambos científicos y sus equipos de investigación, pero también de la política científica de un país que desde la Segunda Guerra Mundial no ha dejado de apoyar generosamente la investigación básica, tanto a través de sus instituciones públicas como de las privadas. Como dijo el presidente Obama en su reciente discurso tras haber ganado las elecciones, eso es lo que hace verdaderamente grande a su país. Pero el apoyo a la investigación comienza por el cuidado de la cantera. Al leer la biografía de los ganadores resulta sorprendente la localización del Instituto donde estudió uno de ellos, la Bronx High School of Science. La sorpresa se transforma en estupor cuando se lee que Lefkowitz es el octavo premio Nobel de Física o Química entre los alumnos egresados de ese centro. Obviamente no se trata de un Instituto para mediocres, es un centro público al cual se accede por un riguroso examen de acceso, enfocado a la enseñanza de las ciencias, pero no exclusivamente, como pone de manifiesto el hecho de que entre sus egresados también haya varios ganadores del prestigioso premio Pulitzer de literatura.

La clasificación de este trabajo en el área de la Química ha suscitado cierta controversia, porque muchos científicos consideran que habría sido más apropiada su adscripción a la de Fisiología y Medicina. Se puede argüir que el hecho de que para contestar a la pregunta de cómo llega al interior de la célula la información del exterior haya habido que recurrir a la química, no hace más que mostrar que somos química, pura química.