Periscope desde Altamira: un microensayo solo para periodistas

Periscope desde Altamira: un microensayo solo para periodistas

Me dedico con orgullo a la profesión más antigua registrada en el planeta, pero a la más antigua de verdad: soy cronista, comunicadora, soy periodista, señores. Así como los primeros humanos relataron su cotidianidad en las de las cuevas de Altamira, así mismo relato yo, pero con las cámaras del siglo XXI.

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Foto: Shutterstock.

Con orgullo me dedico a la profesión más antigua registrada en el planeta, pero a la más antigua de verdad: soy cronista, comunicadora, soy periodista, señores. Así como los primeros humanos que relataron su cotidianidad en las pinturas rupestres de las cuevas de Altamira, así mismo relato yo, pero con las cámaras del siglo XXI.

Mucho ha cambiado el mundo desde que el hombre empezó a comunicarse dejando huellas, pero más rápido ha cambiado desde que inicié mi carrera por allá en el 2000.

En aquella época - cuando los móviles apenas empezaban a popularizarse - los mensajes se pasaban al teléfono, recibíamos boletines por fax y el video lo trasmitíamos usando complejos sistemas satelitales. Y, aunque suene prehistórico, solo ha pasado algo más de una década.

El internet existía, claro que existía, pero realmente no recuerdo para qué.

Los corresponsales éramos pocos y nos dedicábamos casi en exclusiva a cubrir política y economía. Las proezas de la fauna urbana (como una gata amamantando cachorritos) no pasaban de lo anecdótico y jamás habrían llegado a los noticieros. ¡Eran otros tiempos!

El video se grababa bien o, simplemente, no se usaba: la corrección de color, el cropping y los filtros de estabilización de imagen no eran siquiera producto de la imaginación narcotizada de un pasante irrepetible. Se editaban los videos de inicio a fin, una sola vez, con presición y sin undos.

Conocíamos de memoria los horarios de los noticieros, el dial de cada emisora y los teléfonos de los despachos ministeriales. Cada profesional cumplía un rol específico y era virtualmente incapaz de reemplazar a sus compañeros: el camarógrafo filmaba, el editor editaba, el reportero locutaba y presentaba, e - incluso - existía el rol de asistente que transportaba los pesados trípodes y cargaba las baterías. Ser un periodista multimedia o polifuncional parecía tarea para un MacGyver explotado.

Salir al aire en vivo era un lujo reservado para los grandes canales de televisión y quienes podían alquilar sus servicios.

Los medios eran instituciones de buena o mala reputación obtenidas tras décadas de trabajo y miles de miles de miles de inversión, con centenas de trabajadores y poseedores de tecnología inigualable.

Frases como "llegar tarde al satélite" o "filmar con el horizonte caído" solo podían acompañarse de una carta de renuncia.

Salir al aire en vivo era un lujo reservado para los grandes canales de televisión y quienes podían alquilar sus servicios. Quince minutos de transmisión por satélite se equiparaban a la semana de pago de un freelance bien remunerado.

Todo periodista responsable cargaba un localizador o beeper en su cintura, que cuando nos hallábamos juntos almorzando en la fonda de la esquina, nos alteraba a todos por igual con algún llamado a rueda de prensa. Los platos quedaban semi servidos y acompañados del dinero de la cuenta, que lanzábamos sobre la mesa mientras corríamos con cámara en mano. Y ese servicio que nos sacaba el pan de la boca, era un servicio pagado, muchas veces por nosotros mismos.

No editábamos los videos directamente desde ningún Iphone. Necesitábamos máquinas de edición específicas (player y récord), monitores, consolas y al menos dos cintas de video. (Los recién graduados se preguntarán "¿para qué dos?". Pues eran dos, y punto.)

La competencia en este mercado laboral se volvió aún más injusta: hace diez años las reinas de belleza se llevaban las escasas plazas de trabajo en los canales de televisión. .

Paulatinamente llegaron el internet de alta velocidad, las tablets, las laptops, el FTP, los live streams desde teléfonos móviles para medios online y, entonces, la cosa se puso interesante.

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Cristina Muñoz durante la cobertura de erupción del volcán Tungurahua, en 2009. Foto: @danitapiadaza.

La competencia en este mercado laboral se volvió aún más injusta: hace diez años las reinas de belleza se llevaban las escasas plazas de trabajo en los canales de televisión. Ahora cualquier feo con teléfono inteligente ofrece noticias a las más grandes agencias... gratis. La credibilidad, la calidad y la precisión hoy pesan menos que la oportunidad. Pero ese es otro tema.

Evoluciona vertiginosamente el mundo, la tecnología, las audiencias y - por ende - nuestra profesión. Y quienes no se adaptan se ven pronto reemplazados por nuevas generaciones que asimilan más rápido las tecnologías y les importa menos los derechos laborales.

La comunicación se democratizó como nunca: con ingenio y muy poco dinero, quienquiera puede ser dueño de su propio canal, y contar con audiencias lo suficientemente numerosas para tornar verdes de envidia a las cadenas más grandes. Claro... al igual que en el antiguo negocio televisivo, el buen raiting no necesariamente significa buena programación.

Gestamos una avalancha de información dentro de la cual quedamos también atrapados, y seguimos rodando montaña abajo con los rostros escondidos y los ojos fijos en objetos que alguna vez nos sirvieron para hablar.

Entre el glamour de la primicia, la quimera de una exclusiva, la viralidad efímera e intrascendente, la tecnología y el pantallazo... Me pregunto si alguno de nosotros, distinguidos colegas, podrá igualar a aquel tipazo que bosquejó para siempre su simple día, en aquella cueva de España, hace unos 35 mil años.

Y nace en mí una necesidad urgente de cerrar la sesión de Facebook, borrar mi último tweet y salir al parque a dibujar "su" nombre y el mío, que almenos eso durará más, aunque importe menos.

#soyperiodista