Viajeros del sueño

Viajeros del sueño

Perdida la conexión con el exterior, en el metro nos sentimos aborígenes de una nueva dimensión. Enterrados bajo metros de tierra, encapsulados en la cueva por la que se derraman las vías, no sólo nos desligamos de la realidad, sino también de nosotros mismos.

Hacía tiempo que no iba en metro. La última vez el billete de diez viajes no costaba como un frasco de CK One y el mapa de las líneas no se asemejaba a una araña mutante. Un trabajo a las afueras y una falsa ambición de comodidad me alejaron del subterráneo por una larga temporada. Ayer, sin embargo, regresé a las profundidades para reencontrarme con el olor a alquitrán caliente, con unas sofisticadas máquinas expendedoras y con gigantescos carteles publicitarios anunciando gestorías.

Sin embargo, a quien volví a redescubrir con desconcierto fue a los viajeros. Dentro de su mixtura de sexos, razas y edades los inquilinos de los vagones tienen algo en común. Por economizar su tiempo o sus gastos han optado por desplazarse por el subsuelo, por renunciar a la superficie, por habitar las catacumbas de la ciudad, sus túneles tenebrosos, sus andenes incendiados de neón. Se han convertido, al menos transitoriamente, en una subespecie underground. Perdida la conexión con el exterior, en el metro nos sentimos aborígenes de una nueva dimensión. Allí abajo podríamos estar en Moscú o en San Francisco, podría ser de día o de noche, primavera u otoño. Podría haber estallado el mundo en pedazos y nosotros seguiríamos mascando chicle y leyendo a María Dueñas sin enterarnos del fin de la civilización.

Enterrados bajo metros de tierra, encapsulados en la cueva por la que se derraman las vías y blindados de nuevo por el caparazón de los convoyes, no sólo nos desligamos de la realidad, sino también de nosotros mismos. Chicas guapas, estudiantes con la vía sonora de los auriculares, amas de casa con el pelo morado, oficinistas de zapatos gastados podemos encontrarlos en cualquier otro medio de transporte atmosférico. Pero nadie se zafa del mundo y de su propia condición como en el metro. Nadie cierra los ojos con la frecuencia, la impudicia y el abandono de los colonos de un vagón surcando las entrañas de la ciudad.

Eso fue lo que más llamó mi atención tras reencontrarme sentado en una de las sillas de plástico y felpa del tranvía ciego. Mirar a esa señora de cincuenta años aferrada a su bolso, al chaval marroquí con las zapatillas desabrochadas, al anciano con una tirita en el cuello... todos con los ojos cerrados. Quizá no lleguen a dormirse. Es posible que no se zambullan en el sueño. Pero es común ver a los ocupantes del vagón vencer los párpados y anular al menos transitoriamente su presente, su realidad.

Mecidos por el convoy, ingresan por unos segundos, por unos minutos en otro planeta. Un viaje dentro de un viaje. Y no puedo dejar de observar sus ojos celados mientras imagino dónde están, a dónde han volado. Sus cuerpos permanecen presos en la gruta pero su mente houdínica ha escapado de la celda del vagón y del túnel y de la estación excavada en la roca para elevarse incluso por encima del universo al aire libre.

Quizá tras la puerta de su propia oscuridad no les espere un confín de fantasías y anhelos. Muy probablemente floten involuntariamente hacia un escenario de preocupaciones y frustración. O a lo mejor consiguen adentrarse en un limbo blanco donde solamente perciben el arrullo de la máquina, el anestesiante traqueteo, la hipnótica grabación anunciando las estaciones. Y entonces se entregan al placer del descanso, al estado zen de no pensar en nada y así dejar de existir.

Quienes escuchan música en los vagones o esos otros que leen, también residen en otras latitudes durante el viaje. Su auténtico medio de transporte es el rock o la literatura. No se trata únicamente de aliviar el tedio del trayecto, ni siquiera es una cuestión de aprovechar el tiempo. Hablamos de evasión. El metro permite precisamente eso, olvidarnos de la película de la superficie e invitarnos a un instante de introspección, de silencio. El billete es quizá enormemente caro porque no sólo estamos comprando un desplazamiento en horizontal, sino en mil direcciones, al pasado y al futuro, a las ilusiones y a las melancolías, a los recuerdos y a los proyectos, a lo más íntimo de nosotros mismos o a años luz de quien somos en verdad.