La banalidad y la exageración del mal

La banalidad y la exageración del mal

Se ha despertado un renovado interés por los llamados “delitos de odio” que afectan al colectivo LGTBI+.

Bandera del arcoiris.Getty Images

La exitosa -y controvertida- expresión “la banalidad del mal”, acuñada por Hanna Arendt en su libro Eichmann en Jerusalén (1963), nos advierte sobre el terrible daño que se puede causar por parte de quien, sin meditar o ser consciente de las consecuencias de sus actos, se limita a cumplir o acatar fielmente determinadas órdenes provenientes de sus superiores. Es común usarla también hoy en día, de manera un tanto desviada de su sentido originario, para llamar la atención sobre la importancia de otorgar a las malas acciones la trascendencia que tienen, y, en consecuencia, de hacerles frente, huyendo de la abulia o el desinterés.

En los últimos tiempos, a propósito del asesinato, al grito de “maricón”, de Samuel Luiz en A Coruña, de la falsa denuncia por agresión de tintes homófobos a un joven en el barrio de Malasaña, en Madrid, y de la patética reacción política y social que ello despertó, o de la pasada manifestación de un grupejo de exaltados y descerebrados de extrema derecha por el centro de esta ciudad, incluido su “barrio gay” más icónico, Chueca, berreando consignas del estilo “¡Fuera maricas de nuestros barrios!” o “¡Fuera sidosos de Madrid!”, se ha despertado un renovado interés por los llamados “delitos de odio” que afectan al colectivo LGTBI+. 

Pues bien, sin negar la relevancia de estos sucesos, y menos aún, sin ánimo alguno de banalizar el mal que han causado (y el que se encierra tras ellos), me preocupa también, y de manera muy especial, la reacción política y social que los mismos han provocado. Más en concreto, creo que el mensaje que se está lanzando al colectivo LGTBI+, en particular, y a la sociedad española, en general, por parte de determinados representantes públicos, partidos políticos y asociaciones y colectivos de defensa de los derechos de LGTBI+, aun con la mejor de las intenciones, en muchos casos, no es, sin embargo, el adecuado. Porque se trata de un mensaje que nos pone en alerta sobre la existencia de un peligro, aparentemente cierto e inminente, de sufrir una agresión en cualquier momento y lugar, simplemente por ser como somos, por sentir como sentimos. 

Dicho mensaje, en efecto, es, o puede ser, muy perjudicial. En primer lugar, porque está por ver que, en efecto, ese incremento sustancial de las agresiones a las personas LGTBI+ sea, efectivamente, tal, o de tales dimensiones como para justificar esa reacción. Que haya aumentado el número de denuncias no significa necesariamente que se haya incrementado en igual proporción el número de agresiones. Pero aun en el caso de que esto último fuese cierto, y después de mostrar toda nuestra empatía y solidaridad con las víctimas de tan execrables actuaciones, condenables sin paliativos, lo que habría que hacer es analizar bien las causas que han llevado a que algo así suceda, huyendo de explicaciones simplistas o sectarias, sin que ello signifique caer en la equidistancia.

En segundo término, porque ese mensaje, que apunta directamente al corazón del miedo, al partir de una lectura en negativo de la posición en que se encuentran las personas LGTBI+, perpetuando su imagen de víctimas, resulta contraproducente si lo que se desea es avanzar progresivamente hacia una cada vez mayor igualdad real. Conseguida la igualdad formal o legal de las personas LGTBI+ en nuestro país, y reconocidos, por tanto, los derechos de los que tanto tiempo estuvimos privados, el mensaje que se ha de difundir ahora es que somos ciudadanos de pleno derecho, que la ley nos protege y que, por consiguiente, podemos ejercer esos derechos sin miedo. Naturalmente, insisto, eso no quiere decir que no se haya de sentir empatía y apoyar a aquellas personas LGTBI+ que, por la razón que sea, tienen efectivamente temor a dar el paso de mostrarse como son, o a ejercer sus derechos como los ejerce cualquier otra persona. Por el contrario, lo que se pretende es poner de manifiesto que el mensaje que, con o sin intención, nos sitúa en una -prácticamente insuperable- posición de víctimas dificulta extraordinariamente la consecución del objetivo final: la ambicionada igualdad real.

Es en este punto en donde se ha de hacer inevitablemente una reflexión sobre la posición adoptada por los partidos políticos y las asociaciones LGTBI+ a este respecto. Por lo que se refiere a los primeros, podemos constatar cómo, en el mejor de los casos, no se limitan a denunciar dichas agresiones y defender los derechos de las personas LGTBI+, sino que tampoco desaprovechan la ocasión para utilizar esta cuestión con un propósito fundamentalmente partidista, arrojándose a la cabeza, unos a otros, descalificaciones de toda guisa, con la excusa de apoyar, de uno u otro modo, las reivindicaciones de este colectivo. Es así como los sujetos LGTBI+ pasamos a convertirnos en un mero objeto que sirve en el debate público para ser utilizado como arma arrojadiza. 

Por su parte, numerosas asociaciones y colectivos LGTBI+, perdido el horizonte diáfano de la igualdad formal, en la medida en que la misma está prácticamente conseguida, no han sido capaces de mantener o elevar una voz propia en esta lucha político-partidista que ha acabado convirtiendo en mero objeto a los sujetos (las personas) que constituyen su razón de ser, con la consiguiente pérdida de legitimidad que ello conlleva. En lugar de seguir una inteligente, por muy compleja que fuera, estrategia orientada a incrementar su espacio de influencia entre cada vez más amplios sectores políticos y sociales, condición imprescindible para que esa igualdad real sea algún día plena, muchas asociaciones y colectivos LGTBI+ no han querido, o sabido, salir de su zona de comodidad, yendo de la mano de aquellos partidos que tradicionalmente se han mostrado más proclives al reconocimiento de nuestros derechos, sin darse cuenta de que esa fue una estrategia inteligente en la lucha por la igualdad formal, pero insuficiente o, peor aún, contraproducente, en la lucha actual por la igualdad real, en la medida en que pueden pasar a ser vistos como una mera prolongación del partido de turno, perdiendo así su autonomía, imprescindible para seguir representando la voz de un colectivo tan amplio y variado como lo es el colectivo LGTBI+.

Lo peor que nos puede pasar hoy en día a las personas LGTBI+ es el miedo. Volver a sentir ese miedo que durante tanto tiempo nos atenazó y paralizó. Por eso, hay que ser sumamente cuidadosos con los discursos y los mensajes que se transmiten, aunque sea con la mejor de las intenciones. Hoy en día, en España, lo mejor que podemos hacer las personas LGTBI+ es ejercer sin miedo los amplios derechos que tenemos reconocidos, tal y como hemos estado haciendo, por cierto, en los últimos años. Eso no significa, obviamente, que si se produce alguna agresión, o se practica algún discurso que incita al odio hacia nuestro colectivo, no haya que combatirlo con energía. 

En definitiva, la clave está no solo en no banalizar el mal, que existe y se manifiesta de múltiples maneras, sino también en no exagerar su presencia, generando miedo entre determinados colectivos. Porque “la exageración del mal”, conviene recordarlo, es una de las peores formas de banalización que existen de ese mismo mal. Y ya conocemos las consecuencias que ello puede traer consigo.