Un relámpago soez

Un relámpago soez

No soy poeta ni lo quiero ser. No quisiera, desde luego, haber sido el poeta David González.

Un relámpago soez.CARLOS ALEJÁNDREZ 'OTTO'

Quien lee un poema es su verdadero autor. Esta frase se repite a diario como reclamo comercial a ver si se vende algo por fin, que lo de colocar un libro de poesía tiene más mérito que enarbolar la bandera arco iris en Kabul. Y, en ocasiones, igual peligro.

Y sin embargo, tengo la sentencia por verdadera, porque a mí, que fatigo versos ajenos hasta que me arropa el sueño, nunca se me ha pasado por la cabeza ser quien los escribe; pero no cambiaría por nada mi papel de receptor silencioso y melancólico. Los poemas que yo leo son míos para siempre; la firma al pie no es más que un accidente que tampoco me quita el apetito.

Negado para el poema, y para tantas cosas, bien lo sé para mi daño, nunca he querido ser poeta; no me atraen las vidas, extraordinarias o mediocres, lascivas o quejumbrosas, de quienes consiguen el milagro del verso. A muchos he conocido que pensaron en absenta, melena y desaliño como recursos suficientes para escribir. No se dieron cuenta, ay, de que borrachos y guarros los hay por millones, pero solo tenemos un Machado, un Hierro, un Gamoneda…

Desde luego, no quisiera haber sido David González, cuyo currículo no es para ser leído a escolares burgueses, peinaditos y uniformados, cachorros de notario, de médico particular o de banquero opusino.

Precisamente por atracar un banco cumplió condena en la cárcel. Ni el fiscal ni el juez habían leído a Bertolt Brecht, y no tuvieron en cuenta como eximente que mayor crimen que robar una entidad financiera es fundarla.

No me inmiscuiré en los motivos que le llevaron a cometer tal acción, ni en lo que le sucedió después. No es mi intención componer una nota biográfica que encontrarán ustedes fácilmente a poco que paseen por la tela de araña cibernética. Me importa ese momento de su vida porque fue en el maco donde se lanzó a escribir poemas en carne viva, hirientes, desolados; poemas de agrietada belleza como las fachadas carcomidas de los barrios húmedos en los que la vida se pierde y a veces no llega a encontrarse.

Comprendió, tras las rejas, que todos somos psicópatas, y supongo que empezó a escribir cuando supo que ni la trena ni la poesía serían capaces de redimirlo y que pelear por lo imposible no es un gesto romántico sino mera supervivencia.

Mi primer deslumbramiento (La carretera roja) lo provocaron dos versos que hoy en día siguen emocionándome:

si el Señor es mi pastor,

entonces ¿quién es mi perro?

Los poetas, los de verdad, dejan constancia de nuestra soledad íntima, dolorosa e intensa, y el asturiano David González eligió plasmarla sin palios calientes, sin velos de pudor o de metáforas que, en su caso, vienen a ser lo mismo:

La señora X

esta mañana

he visto a esa mujer

que tantas y tantas veces

me chupó la polla

iba con su marido

empujaba un carricoche

tenía

los labios pintados.

¿Soez? Rotundamente no. Soez es cada eufemismo con que escondemos la miseria circundante, cada estadística que se olvida de los nombres, cada discurso huero que expulsa del paraíso a tantos, cada injusticia revestida de solemnidad.

Matiz de regeneración

Todos mis colegas de entonces

o están muertos

o están otra vez en el talego

o andan por ahí tirados,

buscándose la vida

como malamente pueden.

Yo no.

Cambié.

Dejé a un lado

esa clase de vida.

Tuve miedo.

Mucho miedo.

Cada poema es un relámpago para quien lo lee o no es poema. No importan el estilo, la escuela, la cadencia, el mayor o menor aliño de los versos, la elegancia ni la sordidez. En mi almario (la cara es el espejismo del alma, me recuerda David) conviven Vallejo con Ullán, Octavio Paz con Lorca, Claudio Rodríguez con Quevedo…

Y David González con todos ellos, porque nunca tuvo una oportunidad ni la tendrá nunca, y pocos como él han sabido decirlo sin otro motivo que no consentir la sonrisa beatona de los satisfechos.

Humillación

El funcionario,

un cacho de carne con ojos

en mangas de camisa, dice:

Todas las cosas de metal que tenga

sáquelas y déjelas sobre esa mesa.

Luego, mi abuela,

apoyada en su muleta

(hace un año se rompió la cadera

al caer de espaldas al suelo

mientras limpiaba los cristales

de la ventana de la cocina

subida encima de una banqueta),

pasa por el detector de metales

y el detector emite una serie de pitidos.

A lo mejor es la muleta, dice mi madre.

¿Puede andar sin ella?

le pregunta el funcionario.

Bueno, sí, pero no querrá...

Que se la dé a usted y que vuelva a pasar.

Y mi abuela,

su largo pelo blanco recogido

en un moño por detrás de la cabeza,

un pañuelo negro cubriéndola,

hace lo que le ordenan,

y aún cojeando

consigue que el detector pite otra vez.

A ver, quítese ese pañuelo.

Mi abuela obedece.

Seguro que son esas horquillas,

así que hágame el favor de soltarse el pelo.

Mi madre explota:

¿Pero no se le cae a usted la cara de vergüenza

al hacer que una persona tan mayor

tenga que pasar por todo esto para ver a su nieto?

Pero ya mi abuela, con su vestido gris,

está pasando otra vez por el detector de metales

con idéntico resultado

que las dos veces anteriores, y el funcionario,

un cacho de carne, dice:

¡Quítese el vestido!

Si quiere puede doblarlo y colgarlo

del respaldo de esa silla de ahí.

Mi madre está tan indignada

que no le salen ni las palabras.

Y mi abuela,

cojeando,

despeinada,

en enaguas,

consigue cruzar al otro lado del detector

de metales sin ser delatada.

Ahora ya puede vestirse y pasar al locutorio.

No tiene usted perdón de Dios, le dice mi madre.

Y mi abuela,

que al ir a ponerse el vestido

ha encontrado en un bolsillo una moneda suelta,

se acerca al boqui y le dice:

Perdón, señor, ¿sería esto lo que sonaba?

Y le pone delante de los ojos,

a modo de espejo en miniatura,

una peseta

con la cara de Franco.

No soy poeta ni lo quiero ser. No quisiera, desde luego, haber sido el poeta David González. Y hubiera preferido mil veces que él no se hubiera topado en su vida con las razones que lo llevaron a escribir; hubiera preferido que, a cambio de páginas en blanco, él hubiera tenido las oportunidades que tantos disfrutamos sin saber que somos privilegiados.

Hubiera, en fin, borrado su niñez secreta y la de todos cuantos nacieron para la derrota:

El reproche

No se molestaron en oír

los zumbidos de la mar

en mil orejas de puntillas

en comprender que la regla astillada

castigaba sus propias manos

en contemplar en las pizarras

niños de tiza

borrándose

Denominación de origen

la misma palabra lo dice: cárcel.

diminutivo de cárcel: reformatorio.

sinónimos de cárcel:

penal

presidio

correccional

penitenciaría

(los dos últimos incluyen

matiz de regeneración).

prisión es palabra escogida

o forense.

se la conoce también por otros nombres:

talego (el más extendido)

maco

trullo

trena (germanismo).

los gitanos la llaman estaribel

o estar,

que viene a ser lo mismo

pero abreviado. Sin embargo,

cuando estás dentro de una,

cuando te ves allí metido,

el nombre es lo de menos,

no tiene mayor importancia,

lo único que cuenta,

es que siempre,

en todo momento, es una cárcel.

una cárcel, tío.

Pero ni me entiendo ni me imagino sin sus poemas. Esa es mi contradicción.

Saliva.

el aroma a saliva lo impregnaba todo:

el pelo, la ropa, los sofás: el reservado

de la discoteca en su totalidad.

morreábamos.

teníamos toda la cara

embadurnada de saliva, pegajosa.

después, más adelante, cortamos.

mejor dicho: cortaste.

así se decía en aquel tiempo: cortar.

no volví a besarte en la boca.

veinte años después, para recordarte,

sólo tengo que hacer una cosa.

escupir.

Y aunque no desdeño para mi vaso el garrafón de Bukoswki o el ahumado bourbon de Raymond Carver, prefiero un relámpago de sidra que,  despeñándose desde las alturas, incendie el cristal y haga florecer el serrín del chigre.

La única respuesta posible

hace ya más de diez años

que salí de la cárcel

y todavía hay gente

que me lo pregunta.

¿cómo era aquello?

como esto