El imperio de cartón
Un festín en la costa malagueña y la dulce mentira de que todo va bien.
El olor a brasas, sal y pescado se entremezclaba con la brisa marina de una tarde cualquiera de agosto en el Mediterráneo. Las conversaciones distendidas entre los presentes pausaban el tiempo sin mirar al mañana. Una sensación estival que se incrustaba entre las sombrillas, hamacas, toallas y chiringuitos que abrazan la costa malagueña; como si el momento fuera lo único importante, como si nada lo fuera.
Entre tanto, cervezas y tintos de verano protagonizaban la mesa del local en primera línea de playa en el que habíamos decidido parar a comer lo que nuestros olfatos exigían. “Creo que deberíamos pedir dos de espetos, no vaya a ser que nos quedemos cortos”, decía un amigo ojeando por encima la carta y echando la vista a la barca que los cocinaba. Habíamos logrado cuadrar un fin de semana para escapar lejos de la gran ciudad, de las responsabilidades y compromisos competentes a cuatro jóvenes asalariados —para algunos, nulos; para nosotros, demasiados— y de resignarnos a una vida adulta que no nos permite ser adultos.
La amistad es la construcción de una historia, una narrativa con diferentes capítulos que vertebran la unión genuina de dos o más personas en el frágil hilo del paso del tiempo. La nuestra es una de tantas. Uno se topó en mi vida en el inicio del instituto y el resto por la casualidad de compartir la necedad y osadía de estudiar Periodismo. Son aquellos con los que quedas regularmente para tomar algo, ver un partido o acudir a un concierto, pero con los que también te permites el lujo de hacer aquello que tanto nos hemos auto-prohibido históricamente: mostrarnos vulnerables y frágiles. Sin embargo y después de atravesar más infiernos de los que puedo —o me permitirían— contar, hemos llegado a un breve oasis en el que todo parece que va bien.
La fritura, los espetos, el pulpo y el arroz negro caldoso aterrizaron en la mesa. La conversación viró en torno a los manjares inusuales para nuestros paladares. Al fin y al cabo, seguimos siendo los niños que se comían un dürüm en el metro tras salir del garito más barato y de mala muerte de Madrid. “En los próximos años vendrán curvas. Comenzará la etapa de irse de casa de los padres, casarse, quizá alguno tenga un hijo o puede que alguien pase de todo y sea ‘el tío guay’”, aventuró optimista otro volviendo a la perturbación habitual de aquellos que superamos la barrera de los 25 años y tenemos el enorme privilegio de tener empleos razonablemente estables.
Los ingredientes que componen la ensalada de la vida adulta se han convertido en habituales en nuestros menús. “Qué dirían aquellos niños”, pensaba para mis adentros recordando aquellos días en los que la única directriz que debía cumplir era el ‘pórtate bien’ de mi madre nada más salía de casa. Después de no dejar ni rastro de alimentos en los platos, decidimos tirar la casa por la ventana y rematar la jugada con tartas de queso y unas copas de crema de orujo. Total, para algo que nos podemos permitir no nos íbamos a quedar escuetos.
La cuenta cayó como un jarro de agua fría. Los cuatro mirábamos ojipláticos el sobre de cuero que llevaba implantado en su interior el fino papel de la sentencia. Nos sentimos privilegiados, quizá nos habíamos excedido —pensábamos—, escuchábamos en nuestro interior a algún gurú con los mensajes cansinos de “en mi época no nos íbamos de viaje” o “vivís por encima de vuestras posibilidades”. Más tarde, caímos en la cuenta de que éramos cuatro chavales que, al igual que toda una generación, no nos podemos independizar, ni comenzar un proyecto de vida, tan sólo disfrutar de alguna comida en la costa autoconvenciéndonos de que no estamos tan mal, de que algún día podremos estar mejor.