¿Puede arder la geometría?
La primera vez que uno entra en la Mezquita de Córdoba recibe una bofetada gongorina que le quita la tontería y le hace entender de golpe que la verdad y la belleza son las dos caras de la misma celosía.

Se lo tengo dicho a mis familiares y amigos: si me pierdo, si un día desaparezco y nadie sabe dónde estoy, id a buscarme a la Mezquita de Córdoba. No al Puente de Brooklyn, ni a la Plaza Garibaldi de Ciudad de México. Ni siquiera debéis buscarme en el malecón de La Habana. Me encontraréis maravillado aquí cerca, al lado del Guadalquivir, borracho de intersecciones y perspectivas, comprobando una vez más que es cierto, que no es fruto de una ensoñación, este edificio en donde los arcos de herradura se alían con el barroco en una quimera extravagante, como de tripi de Abderramán I y Carlos V. Me veréis, y mientras os vayáis acercando apareceré y desapareceré cientos de veces. Cada vez que reaparezca no aseguro estar en el mismo sitio que antes.
La primera vez que uno entra en la Mezquita de Córdoba recibe una bofetada gongorina que le quita la tontería y le hace entender de golpe que la verdad y la belleza son las dos caras de la misma celosía. Uno entra muy seguro con los dualismos que aprendió en la escuela: fe y razón, ética y estética, fisica y metafísica, y según se enfila la primera nave todo se derrumba en la cabeza. Porque todo es todo a la vez. Pero no porque no haya distinciones, sino porque cada elemento de esas dualidades se articula en función del otro. Como una rodilla. Los ligamentos tensan y destensan, las únicas luxaciones se producen en la mollera. Uno se sienta junto al coro, mira para un lado, para el otro, y no entiende nada, perdón, quise decir todo, perdon, quise decir que deja de entender lo que es entender.
Por eso, cuando oí el otro día en las noticias que había habido un incendio en la Mezquita de Córdoba me sobresalté como si en las noticias se estuviera hablando de mí. Uno tiene mucho lugares de nacimiento en la vida, y ése es uno de los míos. Pero, al tiempo que se me ponía el corazón a cien y golpeaba nervioso el hipervínculo de la pantalla para que se abriera el titular, me veía igualmente invadido de dudas, no sé, conceptuales. ¿No ven lo que les quiero decir? ¿Puede arder la geometría? ¿Puede quemarse el orden? ¿Habrán sentido algún tipo de empatía térmica las columnas hermanas de las que trajeron de Toledo o el norte de África hasta la capital del califato? ¿Se habrán ayudado a protegerse del fuego los arcos polilobulados y los de medio punto? ¿El fuego respetó las perspectivas?
Esta opinión puede resultar polémica, pero incluyo siempre a la arquitectura entre las artes temporales, como la música o el teatro. En parte lo descubrí paseando entre las naves de la Mezquita —nota del traductor: ya saltó la polémica en las redes, ¿mezquita a secas, mezquita-catedral, catedral-mezquita, catedral a secas? Yo utilizo el término que estudié en mis libros de texto, en una época poco sospechosa de posmoderna—. La Mezquita se mueve muy lentamente en el tiempo, igual que las galaxias. Le he sacado miles de fotos durante décadas y juro que hay milímetros de diferencia entre las primeras y las actuales, como ocurre con los continentes o la vibración de la luna. Iremos pronto a valorar las lesiones, y a ver cómo convertimos las heridas en conceptos matemáticos.
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