Amistad civil y democracia
"Como ha dicho el rey, a nadie se le escapa que la política española vive un visceral choque de argumentarios que, lejos de promover los acuerdos básicos, los vuelve imposibles".

El rey cambió de hábitos esta Nochebuena en su tradicional discurso. Y nos ahorró a todos los inefables tópicos al uso, que desgastaba la institución sin aportar elemento alguno al proceso político. Como ha resaltado toda la prensa, un tanto asombrada por la mudanza, el monarca se ha centrado esta vez en el principal problema que experimenta la superestructura política de este país, que se traduce en la práctica en un ruido insoportable para los ciudadanos y en una ineptitud de la clase política para resolver los problemas reales.
La política española está afectada por una polarización que es el resultado espontáneo de sucesivas crisis mezcladas con determinadas fracturas en el desarrollo político. Como bien ha dicho Felipe VI, la vida parlamentaria, que debería suponer el contraste limpio entre posiciones diversas en busca de una síntesis sucesiva que sean aplicables al proyecto de vida en común, está degenerando peligrosamente la deslegitimación del contrario. Y no haría falta ser un observador privilegiado para entender que la tensión en el debate público provoca hastío, desencanto y desafección.
Por lo tanto, el problema más grave sería la ruptura en añicos de la convivencia, que hoy se manifiesta en forma de inveterados insultos, de descalificaciones grotescas y del deterioro del discurso en las cámaras representativas. Y, por lo tanto, la cuestión que queda planteada es la de si esa convivencia destruida es o no reparable. Antes de responder a este enigma, conviene tener en cuenta que si no fuese posible restituir la dignidad y el respeto a la vida pública española, estaríamos a las puertas de reconocer que nuestro ensayo democrático ha fracasado a llegar al medio siglo de vida.
El monarca, en su atinada síntesis, ha dado algunas soluciones, basadas en el compromiso de todos y que deberían consistir en el respeto en el lenguaje y en escuchar las opiniones ajenas, recuperando los valores originarios del régimen y aislando "los extremismos, los radicalismos y populismos" que nos intoxican. Porque, como ha dicho el rey, a nadie se le escapa que la política española vive un visceral choque de argumentarios que, lejos de promover los acuerdos básicos, los vuelve imposibles.
La politología clásica consagra el aforismo de que no somos realmente demócratas si no aceptamos que el adversario puede tener razón. Y para que esta convicción se extienda y arraigue, hace falta —escribió hace tiempo César Molinas en La Vanguardia— "que exista entre los ciudadanos una amistad civil basada en unos principios compartidos, en un respeto y en un afecto mutuos que hagan posible la concordia. Solo así, en concordia, puede funcionar la democracia porque es un sistema de gobierno que supone que la minoría aceptará las decisiones de la mayoría como válidas para todo el colectivo y que la mayoría respetará a la minoría no transgrediendo los límites marcados por la amistad civil aristotélica".
Quien asista en estos tiempos a una sesión de control del Gobierno en la Cámara Baja se dará cuenta de que esta hipotética amistad civil está muy dañada y de que se cruzan muy frecuentemente flujos de verdadero odio entre el orador y la audiencia. En estas circunstancias, es difícil conseguir la mencionada amistad civil, que ha de ser previa a la filiación política, al acervo ideológico y al posicionamiento espacial en el arco parlamentario.
Es difícil pero no imposible: en realidad, bastaría con aplicar las normas que en su día describió Habermas como claves para la salud de la esfera pública: la equidad, el respeto mutuo entre los interlocutores y la garantía de que la deliberación racional se sobrepone a la sofística o a la ausencia de cualquier tipo de lógica. Se trataría, pues, de afirmar, como requería Stuart Mill, un tipo de debate público en el que todos fuésemos capaces de rendir "honores a las personas que tienen la calma de ver y la honradez de reconocer lo que son sus adversarios, así como de reconocer lo que representan sus opiniones realmente. Y esto, sin exagerar nada de lo que les puede perjudicar, y sin ocultar tampoco lo que les puede ser favorable. En eso consistiría la verdadera moralidad de la discusión pública".
