Dime hombre, qué más necesito saber del mundo
Hace unos días leí un chiste que decía algo más o menos así: una mujer cambia la voz de SIRI (el asistente de escritorio virtual del teléfono iPhone de Apple) por una voz masculina, y de inmediato el teléfono comienza de explicar cosas que nadie le ha preguntado y que, de hecho, la mujer conoce de sobra.
Un chiste malo, pensará el hipotético lector. Y de hecho lo es. En realidad lo malo del chiste no es su poca gracia, sino que buena parte de las mujeres que conozco reconocen al escena por haberla vivido —y padecido— más de una vez. Así que tiene muy poca gracia o, mejor dicho, hay algo levemente insidioso en esa escena tantas veces repetida, padecida y asumida como parte de la experiencia femenina. El célebre mansplaining es sin duda uno de esos pequeños dolores culturales que se sufren en la periferia, a diario, de formas insospechadas.
Cuando tenía veintitrés años, pensé por primera vez en comprar un automóvil. De inmediato me tropecé con la incredulidad de varios de mis amigos y parientes.
-No necesitas un automóvil, con el servicio de transporte público te debería bastar —me recriminó un amigo que, por cierto, acababa de comprar un auto hacía poco menos de un año— ¿Para qué quieres preocuparte por todo lo que implica? Tendrás que comenzar a pensar en talleres, repuestos.
- ¿Tú lo haces, no? — pregunté. Me miró sorprendido.
- ¿Qué tiene que ver?
- Que no creo que debería de abandonar el proyecto solo porque me traerá una serie de preocupaciones nuevas, pues también me traerá toda una nueva serie de ventajas.
- Sí, pero no creo que lo necesites.
- ¿Tú sí lo necesitas?
- Es distinto.
- ¿Por qué es distinto?
Nunca pudo explicármelo. Entre consejos brumosos y puntos de vistas más o menos técnicos, me dejó claro que tal vez, no estaba "preparada" para asumir lo que significaba la responsabilidad de tener un automóvil en un país como el mío. No parecía importar mucho que tuviera casi su misma edad, los mismos ingresos económicos y que, de hecho, tuviera las mismas razones que él para haber hecho un considerable esfuerzo financiero en comprar un vehículo último modelo.
Para mi amigo el tema parecía transcurrir por otros derroteros, mucho menos comprensibles. Y es que el hecho de que una mujer necesitara un automóvil solo para facilitarse la vida en una ciudad complicada como la mía, no parecía ser muy comprensible. De hecho recibí "consejos" semejantes con frecuencia, hasta que, preocupada y desconcertada, decidí aplazar la decisión. Alguien que conocía se apresuró a felicitarme por "mi sensatez" y agregó muy ufano: "Las mujeres no necesitan un automóvil si tienen un hombre que las lleve".
La frase me inquietó por meses. Resumía todas esas opiniones que sugieren que el criterio de la mujer no es especialmente acertado, y que siempre puede someterse a discusiones. Más de una vez me encontré preguntándome si me habrían dado los mismos consejos de ser un hombre o habrían considerado podría necesitarlo.
Después de todo, en mi país se considera necesario que un hombre aprenda a conducir durante los primeros años de la adolescencia. La mujer puede esperar y de hecho no se considera imprescindible. O como me dijo el padre de una buena amiga, es "un capricho malcriado".
Después de episodios semejantes te preguntas con frecuencia qué ocurre con el concepto de la feminidad en un mundo que lo menosprecia de origen. En una cultura donde la mujer se subestima en favor de una interpretación histórica que se conserva a pesar de la falta de evidencia que la sustente.
Y el problema parece ser aún más grave: la identidad de la mujer se ve sometida a toda una serie de reconstrucciones y presiones que sin duda provienen de esa noción sobre el sexo "débil". La mujer que debe ser cuidada, protegida. La mujer frágil que debe ser aconsejada y cuya opinión debe interpretarse siempre a medias.
Dos años después de mi primer intento, finalmente logré comprar un automóvil. En esta ocasión, no consulté a nadie ni tampoco escuché consejo alguno. Como cualquier otro adulto de mi edad, me preocupé por lo imprescindible: disponer del dinero y, sobre todo, asegurarme que tomaba la decisión correcta con respecto al modelo y marca que necesitaba. La mayoría de mis amigos se sorprendieron de que lo hiciera y, de hecho, me felicitaron con una mezcla de incredulidad y alegría. Aquel que tanto me había insistido en que bien podía seguir utilizando el deplorable servicio de transporte público de mi ciudad, me felicitó con cierta renuencia.
-Solo te advierto: dentro de poco tiempo lamentarás haberte complicado la vida —insistió.
Lo hizo en un tono paternal que comenzó a irritarme, no solo por su connotación sino por el hecho, en el que insistía con toda una serie de ideas al fondo que me desconcertaban por absurdas. En esta ocasión, lo miré de frente, irritada.
-¿Tú lo lamentas?
-Es otra cosa.
-¿Qué es otra cosa?
-Conduzco de toda la vida —me dijo entonces, en un tono que denotaba su sorpresa por mi insistencia— ya estoy acostumbrado. Pero no creo que tengas la paciencia o...
Aguardé. Sabía lo que diría a continuación, aunque no lo hizo. Y es que probablemente, él tampoco sabía con exactitud de dónde provenía ese cuestionamiento acerca de mi habilidad —o no— para conducir, o la insistente certeza que a mí me llevaría mucho más esfuerzo que al mismo hacerlo.
Ese silencio, fue sumamente desconcertante y, aún más, doloroso. Porque demostró que el prejuicio es mucho más viejo, sutil y complejo de lo que suponemos en primer lugar o, más aún, de lo que asumimos pueda sustentarlo como idea concreta.
Con más frecuencia de la soportable, una mujer debe luchar contra el cuestionamiento sobre su opinión, conocimientos, incluso habilidad intelectual o física. Una lucha silenciosa que se libra a diario, a veces con chistes malos, en otros con la firme percepción que es necesario recordar que la igualdad comienza por los pequeños espacios, las luchas diminutas. Los triunfos diarios.
Este post fue originalmente publicado en el HuffPost México.