Reformar la Constitución: el melón que no se abre se pudre

Reformar la Constitución: el melón que no se abre se pudre

La Constitución es una realidad viva y cambiante necesitada de actualización para evitar la desafección y el desapego de los ciudadanos.

Vista de una de las páginas del ejemplar de la Constitución Española de 1978, que se encuentra en el Congreso de los Diputados.EFE

El pasado 2 de diciembre el Senado aprobó una moción socialista para reformar el art. 49 de la Constitución y adaptarla a la Convención Internacional de Derechos de las Personas con Discapacidad. Se trata de una modesta y limitada propuesta de reforma constitucional que, en todo caso, evidencia la voluntad casi unánime de avanzar en el cambio político y el progreso social.

Pero es relevante destacar que, aunque tímidamente, parece que algo parece moverse en los bancos de la derecha para abandonar el bloqueo y posibilitar forjar algunos consensos de alcance, incluso, constitucional.

Reformar la Constitución es defender el orden constitucional como bien sabe cualquier alumno de primero de Derecho. A muchos se les llena la boca de constitucionalismo, apelan inquisitorialmente a la defensa del orden constitucional y arrojan la Constitución contra adversarios a los que han querido convertir en enemigos políticos.

Oír en boca de ciertos partidos la palabra Constitución nos obliga a tomar conciencia de cuánta perversión puede encubrir el uso, desuso y manipulación de las palabras y los términos. Pero eso no ha sido extraño a lo largo de la historia. El término “republicano” ha cobijado a personajes de dimensión ideológica e histórica tan opuesta como Lincoln o Trump: ¡el uno tan grande y el otro tan pequeño! En España, durante cuarenta años, “disfrutamos” lo que la dictadura franquista denominó “democracia orgánica”. El nazismo alemán se autodenominó “nacional socialista”. En fin, algunos intentan adulterar y pervertir el término Constitución para llevarlo a su significado opuesto y encubrir su extremismo, su totalitarismo.

En España existe un miedo atávico a la reforma constitucional que aboca al inmovilismo y la atrofia y que ampara bloqueos ventajistas

La Constitución es una realidad viva y cambiante necesitada de actualización para evitar la desafección y el desapego de los ciudadanos. Se ha advertido muchas veces de que se trata de ajustar el traje al cuerpo y de evitar la rotura de las costuras. Nada pone más en peligro al orden constitucional que el que “norma” y “realidad” caminen en sentidos opuestos.

Es ineludible renovar consensos e imprescindible fraguar nuevos acuerdos para un país y una sociedad distinta que está recorriendo su quinta década de vida constitucional. Esa es la misión de la Política. El PSOE lo lleva intentando desde hace mucho tiempo sin desaprovechar ocasión para invitar a este reto colectivo y lanzado numerosos guantes: reformar el art. 49, suprimir aforamientos, revisar el procedimiento de investidura del art. 99 para evitar la repetición electoral, modernizar el Estado autonómico, reformar el Senado, incorporar un lenguaje inclusivo, reforzar los derechos sociales (a la salud, a pensiones justas y actualizadas.

Una democracia secular como la norteamericana ha incorporado veintisiete enmiendas a su Constitución de 1787. Democracias europeas con recorrido histórico similar al nuestro (Alemania, Francia, Bélgica o Portugal) han reformado en innumerables ocasiones su Constitución. En España existe un miedo atávico a la reforma constitucional que aboca al inmovilismo y la atrofia y que ampara bloqueos ventajistas.

Ahora bien, como advierte Pérez Tremps, “una reforma de la Constitución supone ‘abrir un melón’ que puede conducir a un proceso de consecuencias imprevisibles… Pero… ‘el melón que no se abre se pudre’” (Las reformas de la Constitución hechas y no hechas, 2018).