Hasta que la muerte nos desahucie

Hasta que la muerte nos desahucie

Hay cementerios de este país que están cambiando las cláusulas de los contratos, pasando del clásico "a perpetuidad", a una concesión por tiempo limitado. Una vez cumplido este tiempo, se procede al aviso de los familiares, que tendrán que abonar otra vez el precio del enterramiento.

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Cementerio de Granada. Foto: Juan José Tenorio Feixas.

Los años no perdonan, se suele decir, pero más que los años son las deudas, los problemas que siguen teniendo los vivos con los que ya están muertos. El concepto de descanso eterno se ha convertido en una gran mentira que a día de hoy es insostenible para aquellos que quedamos aquí recordando, debido a que el dinero, esa gran vorágine que mueve el mundo una vez más vuelve a hacer acto de presencia.

Y es así, hoy en día los cementerios están viviendo una realidad paralela a la de las ciudades, los desahucios están a la orden del día debido a dudosos decretos legales. No deja de ser una irónica similitud la que se produce entre las ciudades de los vivos y la de los muertos. Las pegatinas pueblan las lápidas de "AVISO, próxima exhumación" tapando los nombres, las fechas y las dedicatorias de los difuntos.

Pero ¿en qué consisten estos avisos? Hay cementerios de este país que están cambiando las cláusulas de los contratos, pasando del clásico "a perpetuidad" que en tantas tumbas se escribe, a una concesión por tiempo limitado. Una vez cumplido este tiempo, se procede al aviso de los familiares, que en caso de renovación, tendrán que abonar otra vez el precio del enterramiento, y en el peor de los casos se dispondrá al vaciado del espacio, dejando sitio a nuevos inquilinos que gozarán de su nuevo lugar de descanso ¿eterno?

Un entierro no es precisamente un proceso barato, porque es bien sabido que la muerte es un negocio. En Granada por ejemplo, aparte de los gastos de entierro, inhumación y trámites, un nicho de 4ª fila en adelante, aquellos a los que solo se puede acceder con algo parecido a una escalera de bomberos, cuestan la friolera de 1.617€ para permanecer un periodo de 75 años, tiempo en el que se descompondrían un par o tres generaciones (volviendo a pagar para cada entierro varias nuevas inhumaciones y funerales, claro está).

Imagínese lector, que en un momento puntual como es el actual, usted, en paro como la mayor parte de su familia y mucha gente de este país, hereda una tumba, o pongámoslo más difícil, un panteón, y sin ningún tipo de anestesia previa recibe la funesta noticia: tiene que renovar el contrato porque el Ayuntamiento pertinente ha decidido que no es suficiente sangrar a los vivos en la recaudación para superar la crisis, escudándose en la falta de espacio de los cementerios actuales, que en muchos de los casos no están ni de lejos llenos. Bien, se enfrenta pues a la friolera de un pago de entre 5.000€ y 21.000€, según donde se halle la tumba, si no quiere que sus padres, abuelos o hijos incluso, den con sus huesos en el osario común, para en el mejor de los casos, acabar pudriéndose mezclados con cientos de personas más. Usted, que ha ido cada pocos a meses a limpiar el panteón, usted que no ha faltado a la cita de Todos los Santos cubo y ramillete en mano.

¿Dejaría de vivir para poder mantener a sus difuntos? ¿O estaría dispuesto a perder a sus seres queridos en el fondo de un osario?

De por sí, la exhumación forzosa supone un drama ético ya que a diferencia de los vivos, los cadáveres no se pueden defender, y en estos desahucios no se daña al afectado, si no a la memoria de los que recuerdan a ese afectado. De fondo en esta macabra sinfonía subyace una cuestión legal grave. ¿Con que autoridad, el Estado, o el Ayuntamiento de turno, puede cambiar a voluntad y con carácter retroactivo los términos del contrato y hacer pasar aquello que está en propiedad, absoluta, permanente y tangible más allá del tiempo, a propiedad con fecha de caducidad?

¿Lo perpetuo y para siempre no son lo mismo? ¿No sería una catástrofe que esto pudiera llegar a aplicarse a otros bienes como una vivienda, un terreno, una herencia? ¿No podría interpretarse como el fin de ese concepto de propiedad? Habría que redefinir lo que es nuestro, que realmente sería aquello que está en nuestras manos para al cabo de un tiempo perderlo.

En nuestra geografía siempre ha primado la picaresca y el ingenio, rasgo podría decirse, casi-genético. A día de hoy, según PANASEF, el 32% de la población prefiere incinerarse a ser enterrado, cifra mucho más alta que hace 10 años, cifra impensable en tiempos de nuestros padres y abuelos. Pues bien, las incineraciones no solo son más baratas, sino que tienen la ventaja de no tener que pagar a nadie para mantener a tus difuntos, pues la gente opta, pese a las multas, por soltarlos en un sitio de importancia para el fallecido, por mantenerlos en sus urnas, o por enterrarlos, en caso de tener una pequeña parcela, en sus propias tierras. Muy pocas de estas incineraciones se sitúan en los bosques de cenizas de los cementerios.

Este incremento, sumado a los actuales cambios de los términos de los contratos, ¿podría llevar a la desaparición a largo plazo del camposanto como recinto? ¿Qué pasaría con estos sitios? Esta nueva renovación regulada se ha venido produciendo de forma natural desde que en 1787 Carlos III decretase que los cementerios debían hallarse en el exterior de las ciudades. Casi ningún cementerio tiene ya tumbas de esta época, ni las inmediatamente posteriores, de hecho lo común es que las más antiguas estén fechadas a principio del siglo XX. ¿Es entonces realmente necesario regularizar un proceso de evolución de los cementerios?

De desaparecer estos sitios, la presencia de la muerte en nuestras ciudades desaparecería, el hecho de naturalizar y convivir con esta como un paso más de la vida quedaría relegado a los libros de historia. El cementerio no solo es un sitio donde depositar cadáveres, es el espacio donde colectivizar la pena, donde toda la gente tiene su lugar particular de luto común, donde concienciarse de que la muerte es un paso más de la vida, como el nacimiento, la adolescencia o la vejez, por el que pasamos todos independientemente de nuestra condición. Pero así, a base de decretos de afán recaudatorio, estamos consiguiendo que la desaparición del cuerpo material nos lleve más allá del dolor, a la ruina, haciendo la muerte mucho más difícil de lo que es, o debería ser.