Cambio de ciclo: la pérdida de los principios
Las democracias occidentales se fragmentan ante un escenario en el que las desviaciones flagrantes de las bases convivenciales que nos regían a todos pone encima de la mesa que no todo puede seguir igual.
La segunda llegada de Trump a la presidencia de los Estados Unidos representa la consumación de un inquietante cambio de ciclo en el Occidente de las democracias parlamentarias, que había constituido un entorno relativamente homogéneo después de la II Guerra Mundial tras la creación de Naciones Unidas y la adopción de la Carta Internacional de los Derechos Humanos. Como es sabido, dicha Carta es el compendio de la Declaración Universal de Derechos Humanos (UDHR) de 1948 y de los llamados Pactos Internacionales acordados en diciembre de 1966 por la Asamblea General de las Naciones Unidas: el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (ICESCR), y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (ICCPR).
El acatamiento de estos principios civilizadores, que vieron las primeras luces en Inglaterra en el siglo XII y adquirieron los fundamentos esenciales en las revoluciones francesa y americana en el XVIII, estaba implícito en nuestros modelos constitucionales occidentales ulteriores a 1945. Naciones Unidas hizo lo que pudo como institución pacificadora de conflictos, la OTAN agrupó militarmente a los países occidentales dotados de democracia parlamentaria y en Europa, en aras de una paz permanente, se creó la Unión Europea, una organización confederal con pretensiones federales a largo plazo que ya abarca 27 países.
Pero en los últimos tiempos estos valores se tambalean. Y no solo porque estemos asistiendo a una plaga de propuestas ideológicas de extrema derecha que cuestionan muchas de las convicciones más sensibles de la ciudadanía democrática, sino porque las infracciones han perdido relevancia: ya no producen indignación, ni siquiera estupor.
Veamos algunos casos: en los Estados Unidos, Trump, al margen de sus excentricidades más vistosas, estúpidas y elocuentes, está plantando su bota sobre las universidades. En su anterior mandato, presionó sobre la Universidad neyorquina de Columbia, amenazando con el recorte de todo tipo de ayudas y subvenciones si no se cumplían sus exigencias. Columbia cedió, pero ahora, en su segundo mandato, Trump eleva el tiro y amenaza a Harvard, la mejor universidad del mundo, a la que pretende retirar unos 2.000 millones de dólares de financiación. Las exigencias son: acabar con las manifestaciones estudiantiles en favor de los palestinos y eliminar los criterios de diversidad en la admisión de alumnos. Ninguna discriminación positiva, ni la feminista ni la racial, es del agrado del sátrapa que hoy gobierna USA con criterios claramente racistas y con serio riesgo para el Estado de Derecho. Pero esta vez Harvard se niega a acatar la torticera voluntad de Trump.
Más cerca de nosotros, están sucediendo otras transgresiones que no son tolerables. En Hungría, donde el partido del primer ministro Viktor Orban tiene mayoría suficiente para realizar reformas constitucionales, se ha constitucionalizado en el parlamento por 140 votos de 199 la prohibición de las manifestaciones del orgullo LGTBI+ con el argumento de que “el derecho del menor al adecuado desarrollo físico, mental y espiritual prevalecerá sobre todos los demás derechos fundamentales, con la excepción del derecho a la vida”, lo que supone que el derecho de reunión se subordinará a esta “protección de la infancia”. Es decir, al margen de la proscripción, se condena también al menor homosexual a negarse perpetuamente su propio derecho a la diferencia. Los armarios húngaros se llenarán hasta la bandera.
Los dos casos expuestos son definitorios de una degradación muy explícita de ambos regímenes, el norteamericano y el húngaro. Y el siguiente paso que Occidente ha de dar después de tomar nota de estas aberraciones es el de revisar sus relaciones con esos países. En el caso de Hungría, un estado que en el conflicto ucraniano ha tomado partido por Rusia y por Putin, ya es hora de plantearse su expulsión del club comunitario. No cabe en la UE un país que evidentemente sostiene en las urnas a un sujeto que niega los más elementales derechos humanos, que incumple los Tratados europeos que imponen la defensa común y que ha hecho cuanto ha podido por neutralizar la independencia de su propio poder judicial.
En el caso de los Estados Unidos, el asunto es más complejo porque el gran país americano ha dado en sus más de dos siglos de existencia pruebas fehacientes de su resiliencia, de su capacidad de rectificar los rumbos erróneos y de recuperar la figura y los grandes valores. Sin embargo, es absurdo de momento permanecer pasivamente bajo el paraguas militar americano, la OTAN, sin saber a ciencia cierta si Washington, en su actual alienación, cumpliría si se diera el caso el Tratado del Atlántico Norte que prevé la defensa recíproca de todos los miembros entre sí en caso de agresión.
Ante desviaciones flagrantes de las bases convivenciales de las democracias, las grandes excepciones deben ser debatidas en foros adecuados, y las relaciones internacionales han de acomodarse a la pérdida de valores hasta ahora compartidos que han dejado de regir en los que fueron aliados. No puede seguir todo igual después de las grandes defecciones.