'Hacia ecos de lo sagrado', hagamos una prosa
Para todos aquellos espectadores que busquen un viaje a la fresca.

Es verano. Hace calor. La gente quiere estar a la fresca y/o viajar. Nao d’amores propone las dos cosas con su nuevo espectáculo Hacia ecos de lo sagrado.
Propone la fresca porque las representaciones empiezan cuando ya comienza a caer el sol. Y viajar porque es un espectáculo pensado para hacer en monasterios en ruinas parcialmente restaurados, que habitualmente están perdidos por la geografía nacional y localizados lejos del mundanal ruido, aunque estén cerca de pequeñas poblaciones.
Como es el caso al que corresponde esta crónica. El lugar en el que se ha estrenado, el Monasterio de Santa María la Real de Valdeiglesias en Pelayos de la Presa. Lejos de los Teatros del Canal, centro al que esta producción está adscrita. Y como será en el Monasterio de Santa María de la Sierra en Collado Hermoso, Segovia. Lugares de poca o nula accesibilidad.
La obra realmente propone más de un viaje. Porque, por un lado, pide al público que se desplacer a un lugar poco convencional para ver una propuesta teatral. Pero por otro, también implica el desplazarse en el tiempo. A esas épocas de representación musical, popular y medieval, representaciones litúrgicas llamadas prosas, que se hacían en los monasterios.

Un desplazamiento temporal que chocará a quien vaya a verla por el castellano que hablan los actores. Un castellano antiguo que por momentos parece sonar a catalán. Y que ofrece una dificultad para entender lo que dicen los personajes y lo que cantan. Dificultad añadida a la que ya de por sí ofrece el verso al oído, incluso al oído acostumbrado y amante del mismo.
Todo eso contribuye a la exquisitez de la pieza, pero puede que despierte cierta ansiedad en aquella persona que necesite entender cada palabra de lo que se dice. Inquietud a la que no tendrán acceso muchas personas ya que el espectáculo tiene un aforo reducidísimo a setenta personas. Y por sus características no podía tener más. Lo que obliga a hacer dos funciones diarias para ampliar el volumen de asistentes.
El mejor consejo que se le puede dar al público, es que se olvide de las palabras concretas. Pues el objetivo, no es la palabra en sí misma, si no lo que su musicalidad, su materia sonora, provoca en quien la oye. Y Vicente Fuentes, el asesor de verso de este espectáculo se ha preocupado muy mucho de que así sea.

Ya que este es ante todo un espectáculo musical. Música de una belleza brutal interpretada por instrumentos también bellísimos. Desde la sencilla y simple carraca que toca Elena Rayos, en el papel de Virgo Maria, para indicar el comienzo y el final de las escenas o del deambular por o parar en las estancias semirestauradas del monasterio hasta el órgano positivo. Pasando, por el un báculo que a la vez es campana y palo de lluvia, y por el que más llama la atención, el instrumento regal, también un órgano, que tiene una especie de fuelles de aire, pariente lejano del acordeón.
Todo ello sucede en espacios medievales en ruinas reimaginados por románticos. Al estilo de los cuadros de Caspar David Fiedrich o de los prerrafaelitas. En el que el hombre de espaldas vestido como en el siglo XIX o togados se le hubiese cambiado por hombres y mujeres del siglo XXI con sus camisetas, sus vaqueros, sus sandalias o zapatillas.
Un público del que al inicio de la función [atención, spoiler] han salido los actores y que han entraron en el recinto como si fueran unos espectadores más. Que un ojo observador hubiera identificado pues, aunque su vestimenta es de este tiempo, su color y caída recuerda a los que se ven en los ropajes de los cuadros religiosos. Vestimenta que recuerda a la que Bill Viola usa en sus videos en los que actualiza esos cuadros.

Vestimenta que se cubrirán de lienzos blancos y que servirán, de forma evidente, de túnicas o manteles. O bien doblados y dándoles volumen, en un recién nacido niño Jesús o en el pan blanco de la última cena. Pan de trigo, que es el único capaz de convertirse en carne, o eso dixit.
Siguiendo a este elenco, que lidera a los pocos afortunados espectadores, se va pasando por distintos espacios o parándose delante de distintos huecos en los que suceden escenas que recuerdan cuadros de temas bíblicos. Como la última cena, la crucifixión de Cristo y su resurrección.
Aunque olvídense de imágenes sangrientas. No hay ni una, se cuentan y se cantan, pero no se ven. Es más cuando Virgo Maria le dice a Jesús (léase Yezhús) lo apenada que está por su crucifixión, el actor que asume el papel de hijo en ese momento, le responde alegre y contento. Casi pizpireto.

Primero, porque se está cumpliendo la voluntad del Padre para redimir a los seres humanos de sus pecados y, segundo, porque dentro de tres días resucitará y será una fiesta. Una fiesta de pueblo en las que se celebran a sus patrones y patronas danzando alrededor de un báculo del que cuelgan cintas con las que bailando tejerán un cordón.
Seguramente la descripción anterior del espectáculo, lo harán parecer algo antiguo y anacrónico. Y en honor a la verdad, no se puede decir que no lo sea. Pero a la vez, la recuperación de estas representaciones tan ingenuas y primitivas junto a la bella reiteración musical adquiere, también, más contemporaneidad de la que se piensa.
Esa que pide la recuperación del espíritu, de un alma que sin pertenecer a religión o dios alguno, muchos artistas consideran como perdida. Un alma que vuelva a reunirnos, en el común de lo que somos y no en la diferencia de los fuimos.
Una reunión, de religar y de religión y de celebración, alrededor de historias como esta que nos contamos y cantamos litúrgicamente, la prosa del título que aparece en esta crítica teatral, bajo una bella luna llena de julio. Donde el tiempo natural se mezcla y continúa sin complejos con el tiempo del artificio.
