La banalización del genocidio
Lo innegable es que el género humano, tan impresionable a corto plazo, olvida con facilidad sus fracasos y sus errores.
En 1963, Anna Harendt publicó un ensayo fundamental para entender el atormentado sigo XX y los significados últimos de la Segunda Guerra Mundial. El libro se titulaba “Eichmann en Jerusalén”, y apareció con el subtítulo “Un informe sobre la banalidad del mal”. Eichman, un activo ejecutor de los planes de exterminio de la población judía aplicados por Hitler, había sido detenido por los servicios secretos israelíes en Argentina y llevado a Israel, donde fue juzgado y condenado a la horca en 1962. El libro de Harendt, que generó gran polémica, explicaba que aquel ser detestable, que había destacado en la brutal hazaña de asesinar masivamente a más de cinco millones de personas en los campos de concentración nazis, no era un pozo de maldad sino un aseado funcionario cuyo único fin era prosperar en el escalafón. Cumplió las órdenes recibidas con puntualidad y rigor, sin verdadera conciencia de la monstruosidad que estaba cometiendo.
Aquella tesis tiene algunos contradictores. En 2006 apareció el libro “Becoming Eichmann” del investigador del Holocausto David Cesarani, quien cuestionó aquel retrato de Arendt por varios motivos: la escritora asistió sólo a una parte del proceso de Nurenberg y no presenció el testimonio de Eichmann y la defensa que hizo de sí mismo ante el tribunal, lo que pudo haber sesgado su análisis. Por otra parte, Cesarani presentó la evidencia de que Eichmann era en realidad muy antisemita y que esta carga ideológica impulsó decisivamente sus acciones. Por lo tanto, la tesis de Arendt de que los motivos del criminal eran banales podría ser revisable, pero no hay duda de que hubo en los factores desencadenantes elementos en gran medida vulgares y espesos.
Sea como sea, lo innegable es que el género humano, tan impresionable a corto plazo, olvida con facilidad sus fracasos y sus errores. Es evidente que en Europa, donde se cometió al mayor genocidio de la historia de la humanidad hace menos de un siglo, renacen con frivolidad las mismas ideas que causaron aquella tragedia incalificable. La extrema derecha de Centroeuropa no disimula su afinidad con los brutales delirios del Führer y en general la ‘nueva derecha’ populista, capitaneada por Trump, converge estrepitosamente con la brutalidad xenófoba y racializada de los totalitarismos.
Las convicciones de la humanidad no son en definitiva sólidas y los avances hacia la civilización y el progreso no garantizan, ni mucho menos, que los grandes errores antiguos no vuelvan a cometerse. Y de hecho estamos regresando claramente a las andadas, y con una impresionante simetría: la nación judía está masacrando a la población civil palestina con una saña difícilmente compatible con la sensibilidad democrática. Más de 59.000 civiles, en su mayor parte mujeres y niños, han muerto bajo las metralletas y las bombas de la última guerra en Gaza.
Y actualmente, la voluntad de las víctimas está siendo doblegada mediante un asedio por hambre, que produce escenas difíciles de asimilar. Ya se sabe que la feroz acometida israelí ha sido la respuesta a un brutal acto terrorista de Hamás cometido el 7 de octubre de 2023, pero un país democrático dotado de un estado de derecho no puede responder a una agresión tan indiscriminadamente ni con tanta arbitrariedad y crueldad. Lo que está sucediendo en Gaza es sin duda un genocidio, en los términos que definió la Convención sobre el Genocidio de Naciones Unidas de 1948. Y lo que sorprende desagradablemente es la pasividad con que la opinión pública internacional responde a esta sanguinaria evidencia.
Israel ya no disimula: con su respuesta desproporcionada y brutal a Hamas no solo quiere dar una lección a sus proverbiales enemigos, que son también unos fanáticos, sino aprovechar la coyuntura para expulsar a los palestinos de Cisjordania y Gaza para formar la ansiada nación de Israel sin constricciones ni extraños (otro delito de lesa humanidad). Y aunque hay voces autorizadas y espontáneas que criminalizan esta cruenta decisión que se está materializando a la vista de todos, la comunidad internacional permanece en el fondo impasible. No tienen lugar esas manifestaciones masivas y globales que cabría esperar a la vista de nuevo Holocausto que, a este paso, eliminará físicamente al pueblo palestino. Ni los líderes mundiales hacen otra que fruncir, si acaso, el ceño.
Todo absentismo ante este crimen masivo es condenable, pero resulta especialmente rechazable la pasividad europea, que choca con una larga tradición humanitaria y de defensa de los grandes derechos humanos que se remonta a la época clásica y que venció a sus enemigos en la Segunda Guerra Mundial. La Unión Europea lanza periódicamente tímidas condenas pero en ningún momento se ha planteado siquiera una ruptura de relaciones con un país como Israel que ha lanzado por la borda los valores sobre los que se sostiene la cultura occidental. Obviamente, la critica debe alcanzar también a Donald Trump, pero es inútil insistir en lo obvio: el genocidio israelí tiene también paternidad norteamericana.
España ha manifestado reiterada y expresivamente su radical condena a Netanyahu y a Israel pero, como la propia UE, tampoco ha ido más allá. La ruptura de relaciones diplomáticas, el aislamiento del impulso genocida, sería al menos la prueba de que cuando la brutalidad hace acto de presencia, ya no valen los paños calientes y melifluos de la diplomacia.