La burbuja profesional de la política
"Por impopular que resulte, hay que denunciar el absurdo de que un ministro del Gobierno del Estado perciba una retribución inferior a la de partida de un joven profesional liberal".

Si la política en general fuera menos borrascosa, tendríamos quizá ocasión de apreciar la gravedad del extendido fenómeno que se está produciendo en un sector cuantitativamente nada despreciable de la clase política. Como es conocido, el descubrimiento de algunas falsedades en los currículums oficiales de algunos miembros del gremio ha producido una oleada de rectificaciones biográficas, casi siempre sin justificación y por supuesto sin explicación verosímil. Los últimos que han dado el paso, según la prensa de hoy, son el alcalde de Badalona, Xavier García Albiol, del PP, y el presidente del Senado, Pedro Rollán, también del PP, pero el conjunto de defraudadores morales está arbitrariamente distribuido, por lo que, en este caso al menos, en todas partes cuecen habas.
La constatación de esta evidencia tiene un efecto inmediato y directo: desprestigia todavía más a una clase política bien poco acreditada en su conjunto. De esto no hay duda, pero incluso un aserto tan bien fundamentado ha de manejarse con cuidado para evitar propagar un tópico inaceptable que difunden los enemigos del sistema constitucional: aunque haya ovejas negras en demasía, no todos los políticos son iguales, y quien afirme lo contrario demuestra mala fe o una palmaria incultura. Por fortuna, incluso en temporadas en que la profusión de escándalos compromete nuestro entendimiento, los golfos que degradan el sistema son contados, y puede asegurarse sin temor a errar que una mayoría de personajes públicos cumple escrupulosamente las reglas que afectan al servicio que prestan. La ejemplaridad no es una excepción sino una norma en la política española.
Dicho esto, a la vista de la vergonzante escandalera, parece necesario investigar las causas de esta situación embarazosa. Y aunque de nuevo es muy arriesgado hacer generalizaciones, que resultarán siempre injustas, parece claro que el principal problema de la política española es su propio descrédito, lo que produce un efecto indeseable: lejos de lo que pretendía Ortega, en el horizonte moderno del propio Sócrates, la política no es una actividad especialmente cotizada en el mercado de las profesiones.
Es evidente que de esta situación son responsables sobre todo sus protagonistas, incapaces de modificar el sistema que los perturba cuando tienen ocasión de hacerlo. Por impopular que resulte, hay que denunciar el absurdo de que un ministro del Gobierno del Estado perciba una retribución inferior a la de partida de un joven profesional liberal. Si de verdad se quiere que vayan a dirigir la Economía, la Sanidad, la Educación, etc., expertos profesionales de primera fila, que habrán de proceder de un mercado abierto que abona un salario elevado a tales especialistas, no se les puede pedir el sacrificio de rebajar para ello su nivel de vida habitual. Y si no se ve así, es que no se ha entendido en qué consiste la democracia liberal.
Este asunto tiene que ver también, indirectamente, con la corrupción, y con todos los ingredientes del problema se forma un inquietante círculo vicioso. Los bajos salarios políticos son una reminiscencia del Antiguo Régimen, en que la élite política formaba parte de la clase dominante, que no necesitaba un salario público porque vivía de otras cosas. En las etapas autoritarias, el círculo del poder vive de la corrupción. Cuentan las crónicas que Franco tenía un salario militar ridículo como remuneración al cargo de jefe del Estado, y sin embargo, dejó al morir una fastuosa herencia. Pero estamos en democracia, y hemos de defender ese avance.
En definitiva, en el aquí y el ahora español, el joven que madura sus expectativas de futuro se encuentra con que la política está pesimamente retribuida, lo que ha disuadido a muchos potenciales candidatos de valía a dedicarse a ella. Y esta situación genera dos consecuencias indeseables: excluidos muchos poseedores de un gran currículum, muchos aspirantes caen la tentación de decorar los suyos para ajustarse mejor a los requerimientos teóricos del cargo en cuestión.
Así las cosas, tampoco es extraño que quienes se enrolan políticamente pese al bajo salario intenten mejorar como sea la raquítica retribución. Después de todo, aunque se destapen numerosos casos de corrupción, todos conocemos a antiguos altos cargos que se han enriquecido misteriosamente y a quienes nadie pide cuentas.
En suma: para que la política de un país mejore, es necesario que quienes la practican hagan un esfuerzo intenso y duradero para prestigiar su oficio, para moralizar lo público, de forma que la propia competición electoral lleve efectivamente a los mejores a los puestos de mayor responsabilidad. Si así se hace, si la política pierde sus lamentables elementos de picardía que aún conserva, si los propios políticos dejan de insultarse entre sí y adoptan un estilo más señorial y digno que les aparte de los actuales suburbios barriobajeros, la corrupción será imposible, o casi, y lo público adquirirá una funcionalidad insólita, que al poco tiempo elevará el tono de este país.
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