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Un dictador de pacotilla

Un dictador de pacotilla

Es muy difícil de entender que una nación adulta, educada, con el mejor sistema cultural, intelectual y universitario del mundo, se haya podido poner democráticamente en manos de Trump.

El presidente estadounidense, Donald Trump.Erick W. Rasco/Sports Illustrated via Getty Images

Cuentan las crónicas que esta semana, deseoso Trump de mostrar a los suyos sus habilidades en materia de seguridad tras haber militarizado la ciudad de Washington para reducir el crimen, se los llevó a cenar a un restaurante cercano a la Casa Blanca… donde, tras un evidente fallo de la seguridad personal del presidente, le estaban aguadando muchos opositores demócratas que, airados por el absurdo despliegue preventivo de la Guardia Nacional en una ciudad claramente demócrata que ha reducido drásticamente la criminalidad en los últimos años, le abuchearon cumplidamente, gritaron que él que era “el Hitler de nuestro tiempo” y a la postre frustraron el ágape, que Trump tuvo que improvisar en otra parte.

Que Trump tiene un temperamento autoritario, es bien evidente. Que no siente especial respeto por las prescripciones y los límites del Estado de Derecho, también es incuestionable. Son constantes los desbordamientos del poder ejecutivo que ostenta, las invasiones de parcelas del poder legislativo que, como en cualquier estado democrático presidencialista, comparten el jefe del Estado y el parlamento. En definitiva, Trump pone a prueba día a día los equilibrios internos del sistema de poderes y contrapoderes políticos de los Estados Unidos, y, aunque se han cometido fallos estridentes —es inconcebible que Trump no haya sido emplazado para rendir responsabilidades por su llamada a la toma del Capitolio cuando perdió las penúltimas elecciones presidenciales frente a Biden—, el régimen funciona en lo fundamental, por más que renquee en algunos trayectos y que para muchos espectadores los Estados Unidos estén perdiendo aquel encanto mestizo y libérrimo que compendiaba las mejores virtudes de la democracia clásica.

Los partidarios de Trump sostienen con frecuencia que el personaje no tiene en realidad madera de dictador sino que sus raptos de autoridad son el fruto de la vehemencia con que defiende sus convicciones. Puede que sí, pero en democracia el fin no justifica los medios, y la lucha contra las drogas— por ejemplo— no puede llevarse a cabo vulnerando los derechos humanos o tratando a los inmigrantes como mercancía. Por lo demás, empieza a ser evidente, después de varios meses de teatro, que Trump no es un visionario en política, que muchos de sus planteamientos estratégicos son anacrónicos y que el mundo unipolar que persigue es de momento una simple ensoñación.

Durante la campaña previa a las elecciones que han llevado a Trump de nuevo a la presidencia, el magnate insustancial trató de convencernos a todos de que tenía soluciones rápidas y eficaces a los graves problemas que el planeta había de resolver. La guerra de Ucrania terminaría en 24 horas porque él conocía bien a Putin, la paz se haría rápidamente en Gaza, como otras veces, porque su

ascendiente sobre Israel sería el mejor lubricante, y el sistema de comercio internacional, que había penalizado hasta entonces a Norteamérica, recobraría los equilibrios perdidos mediante un nuevo reparto, cincelado por la mano mágica del prócer.

Del dicho al hecho ha habido en esta ocasión mucho más que un trecho. En Ucrania, el papel de Trump ha sido devastador. Si hasta su llegada, Putin estaba merecidamente aislado en la comunidad internacional, tanto por su ilegitimidad como dictador cuanto por su agresión imperialista a Ucrania, Trump le ha puesto alfombra roja y lo ha llenado de aparente respetabilidad, un gran balón de oxígeno que ha permitido al presidente ruso henchirse de arrogancia frente a Europa. La inesperada agresión a Polonia de este miércoles, vista con aprensión por una Alemania incapaz de asumir un papel creativo de liderazgo democrático en la historia futura, es la prueba más clara de que no Putin no va a parar la guerra de Ucrania sino que se dispone a reconstruir a su gusto el mapa europeo, empezando por recuperar los tres Estados bálticos que se emanciparon del yugo soviético en 1991. Es simple cuestión de tiempo si alguien no detiene convincentemente el activismo expansionista de Moscú.

En lo referente al brutal genocidio israelí, una desproporcionada respuesta al feroz terrorismo de Hamás, Trump ha sido totalmente incapaz de infundir algunos adarmes de serenidad y humanitarismo en el enconado conflicto que la comunidad internacional ha dejado pudrir durante demasiado tiempo. Los extremistas israelíes, en el ejercicio de un sionismo totalitario, han tomado las riendas de la situación, y han osado atacar militarmente sin previo aviso incluso a Qatar, el gran aliado de Norteamérica, donde Washington negocia con las partes y donde los Estados Unidos tienen su mayor base militar en Oriente Medio.

La solución de dos Estados, que seguramente fue posible en algunos momentos, es hoy inviable porque el odio se ha vuelto demasiado potente, y apenas habría por ahora que buscar la fórmula para que cese el exterminio sistémico de los palestinos, que ha transformado al pueblo judío de víctima en victimario de un gran genocidio en menos de un siglo.

Es muy difícil de entender que una nación adulta, educada, con el mejor sistema cultural, intelectual y universitario del mundo, se haya podido poner democráticamente en manos de Trump, pero como es lógico no se puede repudiar el pluralismo cuando no nos agradan sus consecuencias. En cualquier caso, habría que reclamar a las fuerzas vivas de los Estados Unidos un cierto esfuerzo para que su superestructura política incorporara a las elites del pensamiento político en la tarea de reconstruir el liderazgo que los EEUU merecen por su potencia económica y social. Porque gran parte de la culpa del desgobierno internacional la tiene este dictador de pacotilla, curtido en diversas perversiones, poseído de sí mismo y necio como todos los arrogantes patológicos.

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Mallorquín, de Palma de Mallorca, y ascendencia ampurdanesa. Vive en Madrid.

 

Antonio Papell es ingeniero de Caminos, Canales y Puertos del Estado, por oposición. En la Transición, fue director general de Difusión Cultural en el Ministerio de Cultura y vocal asesor de varios ministros y del Gabinete de Adolfo Suárez. Ha sido durante más de dos décadas Director de Publicaciones de la Agencia Española de Cooperación Internacional (Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación). Entre 2012 y 2020 ha sido Director de Comunicación del Colegio de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos y director de la centenaria Revista de Obras Públicas, cuyo consejo estuvo presidido en esta etapa por Miguel Aguiló. Patrono de la Fundación Caminos hasta 2024, en la actualidad es asesor de la Fundación. Ha sido durante varios años codirector del Foro Global de la Ingeniería y Obras Públicas que se celebra anualmente en colaboración con la Universidad Internacional Menéndez y Pelayo en Santander.

 

Fue articulista de la agencia de prensa Colpisa desde los años setenta, con Manu Leguineche; editorialista de Diario 16 entre 1981 y 1989, editorialista y articulista del grupo Vocento desde 1989 hasta el 2021; y después de unos meses como articulista del Grupo Prensa Ibérica, es articulista del Huffington Post. También publica asiduamente en el diario mallorquín Última Hora. Ha sido colaborador del Diario de Barcelona, El País, La Vanguardia, El Periódico, Diario de Mallorca, etc. Ha participado y/o participa como analista político en TVE, RNE, Cuatro, Punto Radio, Cope, TV de Castilla-La Mancha, La Sexta, Telemadrid, etc. Ha sido director adjunto de “El Noticiero de las Ideas”, revista de pensamiento de Vocento. Ha publicado varias novelas y diversos ensayos políticos; el último de ellos, “Elogio de la Transición”, Foca/Akal, 2016.

 

Asimismo, ha publicado para la Ed. Deusto (Planeta) sendas biografías profesionales de los ingenieros de Caminos Juan Miguel Villar Mir y José Luis Manzanares. También es autor de un gran libro conmemorativo sobre el Real Madrid: “Real Madrid, C.F.: El mejor del mundo” (Edit. Global Institute).