'Blade Runner 2049': el imperio de la imagen
Primer plano de un ojo, así empieza Blade Runner 2049(Denis Villeneuve, 2017), como empezaba con otro ojo su mítica predecesora Blade Runner (Ridley Scott, 1982). ¿Y qué ve ese ojo?
Así explica Thea von Harbou la gran urbe del futuro en el guion novelado Metrópolis (1927, aquí según la edición de Gallo Nero), a partir del film homónimo y del mismo año de Fritz Lang, película fundacional para la ciencia ficción en general y para Blade Runner en particular. La megalópolis en la que todo es imagen, en la que todo entra por el ojo, esa que ya existe hoy –está en Times Square, en Piccadilly Circus, en Shibuya...–, esa que ya nació con la industrialización del siglo XIX y sobre la que ya reflexionó el filósofo Walter Benjamin en su análisis sobre el París decimonónico.
En esa ciudad se mira, pero no se toca. Todos los personajes en Blade Runner 2049 tienen algo de fantasmal. El protagonista –K (Ryan Gosling), se llama, como aquel otro K desesperado ante la alienante burocracia de la contemporaneidad en la novela de Frank Kafka El castillo (1926)– lucha por forjar su propia identidad. A su lado, la novia inorgánica Joi (Ana de Armas), intocable en lo físico y tan cercana en lo sentimental –flota en ella algo de Her(Spike Jonze, 2013)–. Y, entre otros personajes femeninos tan empoderados como líquidos en sus realidades extrañas –la replicante Luv (Sylvia Hoeks), la teniente de policía Joshi (Robin Wright), la prostituta Mariette (Mackenzie Davis) o la revolucionaria Freysa (Hiam Abbass)–, la ausente es la más presente de todas, como sucede en películas como Rebeca o Vértigo (Alfred Hitchcock, 1940 y 1958, respectivamente): la replicante Rachel (Sean Young) que desde la anterior Blade Runner es un icono de fascinación artificial sólo comparable a la María (Brigitte Helm) de Metrópolis. Así son los habitantes del imperio de las imágenes, fantasmas que crean espejismos sobre entelequias y abstracciones intelectuales y emocionales como el amor, las expectativas con que buscamos al progenitor –eso ya nos lo enseñó Mary Shelley en Frankenstein (Mary Shelley, 1818)– y la propia perdurabilidad.
Los fantasmas, pese al empecinamiento de cierto cine de género, tienen más que ver con la nostalgia que con el susto. Por eso, en Blade Runner 2049, junto a los protagonistas parpadean en evanescente inconsistencia bailarinas holográficas y vaporosos recuerdos luminosos de grandes del pasado como Fred Astaire, Elvis Presley y Marilyn Monroe; respecto a esta última, escribe Ignacio Vidal-Folch para la revista Jot Down (nº 15, junio de 2016):
Personajes que miran más hacia atrás que hacia delante, y película que ofrece constantes guiños a su predecesora; nostalgia dentro de la nostalgia, en Blade Runner 2049 incluso la banda sonora de Hans Zimmer y Benjamin Wallfisch actúa por encima de todo como evocación de aquella otra de Vangelis para Blade Runner, repleta de sonoridades exóticas e hipnóticas.
Un film que especula sobre el futuro da vueltas a la importancia del pasado. No es extraño, ya que, al fin y al cabo, somos memoria. De ahí que la diseñadora de recuerdos artificiales en Blade Runner 2049, la Dra. Ana Stelline (Carla Juri), tenga algo de diosa pagana, de Moira que controla los hilos de la vida. El mundo de Blade Runner 2049 está hecho de reflejos, luces, destellos, transparencias, cristales, plásticos, lluvia y sueños... En el venidero Los Ángeles de mediados del siglo XXI, como en Metrópolis y sus constantes referencias al esoterismo, la magia y la religión de otras épocas, tras el ojo, tras lo visible, tras la imagen está la memoria. Y en ella, cada uno de nosotros. Y nada más, perdidos «como lágrimas en la lluvia».