Óscar Gómez, el hijo de la revolución

Óscar Gómez, el hijo de la revolución

″¿Cuánto quieres ganar?, me preguntó Muñoz. ‘Lo que usted me pague".

A skilled black musician made songs and wrote them with a ballpoint pen. Up of hands.Maki Nakamura via Getty Images

Aunque constantemente le preguntan, no tiene la intención de jubilarse. Con menos de treinta años, produjo éxitos como Échame a mi la culpa, Don Diablo, Agapimú o Amor de hombre. Ahora, compone cada día una décima. En la de hoy ha querido dar las gracias a la música que “es alimento, desamores, sentimiento, la mejor compañía.”

En La Habana de los últimos años del dictador Batista, el cirujano Óscar Gómez Hernández era un personaje. Operó centenares de casos de labio leporino gratis, entre otros muchos gestos solidarios. Casado con una española oriunda de Santander, amigo de Castro, acompañó a los revolucionarios a Sierra Maestra. En su casa, donde, incluso, colgó un cartel con la leyenda: “Gracias, Fidel”, se escuchaba música cubana, jazz, pero también a la Sarita Montiel de El último cuplé y a Los Chavalitos de España e incluso los primeros discos de rock and roll.

En ese contexto creció el futuro compositor y productor Óscar Gómez (La Habana, 1949) cuya vida, como la del resto de la familia, cambia radicalmente a principios de los años 60 cuando tienen que abandonar precipitadamente y se instalan en Madrid.

“Al llegar a España, gracias a la ayuda de la familia de mi madre -recuerda-, nos acogieron como exiliados. Durante mucho tiempo en mi pasaporte ponía: ‘nacionalidad apátrida’, de lo cual me siento muy orgulloso porque no creo en ninguna patria, ni en ningún nacionalismo, ni en ninguna bandera, ni en ninguna frontera ni ningún himno. Mi padre quería que fuera médico y, con diecisiete años, cuando termine el PREU, me matriculé en medicina, pero al mismo tiempo empecé a tocar la guitarra y entré en un grupo musical. A escondidas de mis padres, con quince  o dieciséis años, ya actuaba en los garitos de Madrid”.

Para disgusto paterno, Gómez abandona la Facultad e ingresa en el Conservatorio. Y compone. Acude a todos los festivales para ofrecer sus canciones a los artistas. En el Instituto San Isidro logra colarse en el camerino de una intérprete que acaba de debutar. Se hace llamar Mari Trini y le recomienda que vaya a ver a los ejecutivos de su discográfica, la RCA.

“Llegué al estudio que tenían en la Torre de Madrid, donde estaban los despachos de Ele Juárez, de Manolo Díaz Pallarés y de un técnico de sonido se llama Pepe Raso, al que luego que le perdí la pista. ‘Venga, venga entra ahí toca’, me apremiaron. No pude ni hablar, me senté, cogí la guitarra, canté tres o cuatro canciones y casi me echaron porque iban con mucha prisa y había gente esperando para hacer la prueba. Entre ellos, Rafael Pérez Botija y Patxi Andión, con quien hice un disco después años más tarde”.

Pese a que no quería ser cantante, le pusieron un contrato por delante, grabó un álbum y lo enviaron como uno de los representantes españoles en la segunda edición del Festival de la Canción Latina, el antecedente de la OTI, que se celebró en el Teatro Ferrocarrilero de Méjico. A su regreso, Díaz Pallarés, del que se había hecho muy amigo, le presentó a Tomás Muñoz, que estaba montando la filial española de la CBS.

″¿Cuánto quieres ganar?, me preguntó Muñoz. ‘Lo que usted me pague’, le dije y rápidamente añadí: “Lo único que quiero es tener vacaciones todo el mes de agosto y no fichar”. “Ok, respondió, déjese usted bigote para parecer un poco más mayor, trabajará en la editorial”. Estuve poco tiempo allí pero me precio de haber hecho un contrato muy importante. Rafael Pérez Botija, que estaba también en la CBS como productor,  me trajo una maqueta que quería grabar con La Compañía, un grupo con el que había hecho ya un medio hit con piezas de zarzuela.

Se puso a tocar en el piano que teníamos en la Torre de Madrid, donde estaba la CBS: “Susanita tiene un ratón…  Saca una cinta, que se la voy a dar a los payasos de la tele”. Rafa me miró extrañado: “Tú estás loco”. ”¿Sabes cómo lo conseguí? En La Habana yo había estado en el circo de Miliki cuando era niño y me sabia muchas canciones de ellos. Mi padre era el médico de los cubanos en España. Cuando llegaron los payasos llamaron a mi padre para que operara las amígdalas a Rody. Recurrí al doctor Gómez. Al cabo de dos semanas me llamaron”. Rafa no se lo creía. Recuerdo que se había apostado una cena si conseguía que la grabaran los payasos. Todavía la estoy esperando. Es broma. A Rafa, lo quiero mucho, somos muy amigos y me alegré muchísimo de su éxito, que es un tema que le debe dar dinero permanentemente.»

El éxito de Susanita hace que Tomás Muñoz busque un nuevo cometido para Óscar Gómez: adaptar al español las letras de Albert Hammond. Una tarde, en el Hotel Princesa de Madrid, le explica al gibraltereño su idea para adaptar una vieja ranchera al pop. Hammond se entusiasma y, durante las sesiones de grabación un álbum en inglés en Londres, la registra bajo la producción de Gómez. Échame a mi la culpa fue uno de los discos más vendidos de 1976.  Otros proyectos, sin embargo, no tuvieron tanta fortuna.

“Yo descubrí a Paloma San Basilio, que vivía en mi barrio. Le pedí a Tomás Muñoz que me dejara hacerle unas maquetas. Fui a los estudios Audiofilm,  contraté músicos y grabamos seis o siete temas, de los cuales dos eran míos. Se los llevé a Muñoz y dijo que no, que no le gustaba ni ella ni su voz. Que no, no. ‘¿La puedo llevar a otra compañía?’, me preguntó Paloma. ‘Por supuesto’, respondí. ‘¿Y si Muñoz se enfada?’  ‘Que diga lo que quiera’. Paloma se fue a ver a Trabucchelli y él la fichó para Hispavox. Después me hice muy amigo y hasta discípulo de Rafael Trabucchelli, a quien considero el padre de todos los productores de este país. Fue un hombre excepcional. Con Paloma llegué a hacer tres discos”.

Con un contrato de productor en exclusiva, Óscar le da forma a la Misa Campesina Nicaragüense, aúpa a lo más alto de las listas el Credo, Son tus perjúmenes, mujer, Agapimú, y lleva por primera vez a un estudio de grabación a Rosario Flores. Tomás Muñoz le encarga que produzca el tercer disco de Miguel Bosé, en cuya portada el cantante aparecerá vestido de torero.

“Miguel se presentó con una canción titulada Don Diablo. Estaba empeñado en grabarla, incluso hizo la letra sin pedir permiso, lo que nos acarreó una demanda de los autores originales del tema. Cuando estaba mezclando en Los Ángeles, me doy cuenta que faltan ocho compases. Así que les dije a las chicas de los coros americanas que contaran del uno al doce. Ya en Madrid escuchamos el máster con José María Cámara y Tomás Muñoz en su despacho tema a tema durante hora y pico sin que viéramos claro cuál era el single por el que había que apostar. Al final, me dice Tomás Muñoz: ‘Lleve usted el máster a Trabucchelli, a ver qué piensa él’.  Muñoz siempre me trató de usted, a mi mujer la tuteaba pero conmigo no se apeaba del tratamiento. Rafael Trabucchelli escuchó el disco y al terminar dice que el pelotazo es este tema, Don Diablo. Casi me da un ataque. Trabucchelli era un genio de la producción y tenía un olfato absolutamente extraordinario”.

Con otros éxitos tuvo que emplear mucha mano izquierda para vencer la resistencia de los artistas. Después de una exitosa etapa con Juan Carlos Calderón, Mocedades cambió de discográfica y de productor. Óscar Gómez dirigió esa evolución en CBS.

“Desde que aprendí a tocar guitarra, yo tocaba el intermedio de La leyenda del beso. Se me ocurrió ponerle letra. Hablé con Luisito Gómez Escolar, del que también era buen amigo y  presentamos Amor de hombre a Mocedades. Y dijeron que no, que era muy español. Lo juro por mi madre. ‘Nosotros somos vascos’, me recordó Amaya, que era la más reticente. Me echó una mano Carlos Zubiaga, que era el único músico de Mocedades y sigue siendo pianista todavía de El Consorcio. Les pedí un voto de confianza. ‘Os juro que si cuando terminemos el tema y esté mezclado no lo que queréis sacar, lo tiramos a la basura.  Fuimos al estudio, hice todos los coros primero y cuando llega el momento de poner la voz, Amaya dice: “Bueno, venga, vale, la canto’. Entró al estudio y… ¡a la primera! El que escuchamos hoy en día en la radio y en el disco y en todas partes es el primer pase. La grabó del tirón. Me pidió repetir. Le dije: ‘Sí, sí, tú repite todo lo que tú quieras, pero esta es mi toma’. Fue la primera vez que un disco rompió en España la barrera del medio millón de copias vendidas. Una vez en Galerias Preciados vi a cuatro personas con el disco de Amor de hombre debajo del brazo esperando para pagar. A ver, yo me cagué de gusto”.

De todos los artistas con los que ha trabajado, recuerda con especial cariño a Celia Cruz, con la que consiguió varios premios Grammys, y a Miliki. Tiene un programa en la radio y está preparando sus memorias. Incluso baraja ya algún título. Y sigue en activo.

“No me tengo que jubilar de nada porque no he trabajado en mi puta vida, yo he hecho lo que me ha gustado, que componer y escuchar música y leer. Y eso es lo que estoy haciendo ahora. Lo primero que aprendí en esta vida fue a leer y escribir. Así me quiero ir. Escribo canciones casi todos los días, con lo cual no tengo que jubilarme. He sido muy feliz con mi trabajo. Y además me voy a morir con las notas puestas, eso lo tengo muy claro”.

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Miguel Fernández (Granada, 1962) ejerce el periodismo desde hace más de treinta y cinco años. Con 'Yestergay' (2003), obtuvo el Premio Odisea de novela. Patricio Población, el protagonista de esta historia, reaparecería en Nunca le cuentes nada a nadie (2005). Es también autor de 'La vida es el precio, el libro de memorias de Amparo Muñoz', de las colecciones de relatos 'Trátame bien' (2000), 'La pereza de los días' (2005) y 'Todas las promesas de mi amor se irán contigo', y de distintos libros de gastronomía, como 'Buen provecho' (1999) o '¿A qué sabe el amor?' (2007).