Un año de amor

Un año de amor

Aquel momento en el que, asombrosamente, los clásicos más representativos de la edad de oro del cine se acumularan en apenas doce meses.

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La vida, y sobre todo la historia, despliegan unas extravagancias que, a menudo, se antojan de lo más peregrino. De esto rinden cuenta los discursos paradojales, aquellos que nos invitan, desde la Lógica, a pensar y repensar en lo que es y no es posible (e incluso ambas cosas a la vez). Agotador.

El cine también forma parte de este discurso paradójico en muchos aspectos. Y es que, quién lo diría, uno de los años más aciagos para la vida civil de nuestro planeta, 1939, justo cuando se inició la segunda guerra mundial, fue a su vez el mejor año de Hollywood. Pura incongruencia.

Cuando se celebran ochenta años de aquel momento en el que, asombrosamente, los clásicos más representativos de la edad de oro del cine se acumularan en apenas doce meses, unos cuantos intrépidos amantes del cine nos hemos rendido ante la grandeza de aquella cosecha, escribiendo un libro homenaje titulado 1939: El mejor año de Hollywood (Editorial Notorious), una obra cargada de títulos inolvidables que abarcan desde Lo que el viento se llevó a La diligencia, Ninotchka, El mago de Oz, Beau Geste, Intermezzo, Cumbres borrascosas, Tú y yo o la espléndida Caballero sin espada.

Pero no se engañen, 1939, como todo lo radiante, no fue un brillo puntual en un desierto aislado, sino resultado de un concienzudo y persistente proceso de perfeccionamiento que solo pudo conseguirse a base de mucho esfuerzo y sistematicidad. Un título como Lo que el viento se llevó no se reproduce por esporas ni el talento de un productor como David O. Selznick surge sin más de manera inexplicable.  

Aquel momento en el que, asombrosamente, los clásicos más representativos de la edad de oro del cine se acumularan en apenas doce meses.

Desde que fuera presentado en Francia en 1895, el cine fue un instrumento inclasificable y, en gran medida, incómodo. Qué pensar de un invento que se vendía como científico (por fin la muerte había dejado de ser inapelable), pero, al mismo tiempo, producía tantas posibilidades de ocio, diversión y, gracias a genios como George Méliès y Alice Guy, fantasmagorías en el campo de la ficción. El cine no era teatro ni literatura ni pantomima ni fotografía, pero empleaba todos estos resortes y todavía alguno más. Y aunque el color incrementaría sus posibilidades plásticas más tarde, fue el sonido el que convirtió al cine en una herramienta de pasión masiva. Qué hacer con ella y con semejante poder.

Fue en los años veinte cuando los grandes empresarios vieron en el cine sus posibilidades comerciales; finalmente habían encontrado el modo de rentabilizar los altos costes del cine: fabricar en cadena. Y así lo hicieron. El sistema de los estudios se puso en marcha, sus obras y sus profesionales entraron a formar parte de la cadena de montaje y el cine, antes considerado arte por algunos, y simple artilugio por otros muchos, había conseguido carta de naturaleza como producto y a la vez servicio. La alegría estaba asegurada por el precio de una entrada.

Aunque resulte paradójico de nuevo (hay tanta lógica y tan poca Lógica en el cine), esta transformación fabril no subsumió al cine en un proceso degradante, sino que lo hizo competir por los más altos grados de excelencia. Cinco majors con nombres aún reconocibles como Metro-Goldwyn-Mayer Pictures, Warner Bros., 20th Century Fox, Paramount Pictures y RKO Pictures (sin incluir los estudios Disney); y alguna minor como Universal Pictures, Columbia Pictures y United Artists se disputaron su buen nombre en una lucha encarnizada por obtener a las mejores estrellas y por elevar su esplendoroso trabajo a la categoría de deidad olímpica. En un mundo que se había visto sumido en la crisis de 1929, y en el que lo básico se presentaba como artículo de lujo, el cine se convirtió en la mejor y más entusiasta ventana hacia otro mundo.

Les aseguro que no hubo un año como aquel y que, por pura lógica, no encontrarán un libro como este.

Por ello, no es de extrañar que, durante la décimo segunda edición de los Premios Oscar, el Coconut Grove del Ambassador Hotel de Los Ángeles acogiera a un sinfín de figuras capaces de hipnotizar a una población ávida por creer en la magia, en una noche que vio desfilar por su sala a los directores nominados Frank Capra, John Ford, Victor Fleming, William Wyler y Sam Wood. Imagínense el papel de los votantes debiendo elegir qué cineasta, de entre estos cinco históricos, se merecía con mayor intensidad el galardón de la Academia. O peor aún, qué actriz de entre Vivien Leigh, Bette Davis, Irene Dunne, Greta Garbo o Greer Garson se merecía por justicia el Oscar a la Mejor intérprete.

Como todos somos incapaces de pensar en un cine similar, con estrellas como aquellas y un sistema productivo semejante, qué mejor manera de recobrarlo y, en cierto sentido, exorcizarlo, que acercándonos a 1939: El mejor año de Hollywood. Les aseguro que no hubo un año como aquel y que, por pura lógica, no encontrarán un libro como este.

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