El odio vuelve a escena
De momento, no se ve que los partidos convencionales estén tomando precauciones para impedir una desnaturalización de nuestra todavía joven democracia.

Se atribuye a Voltaire, con contrastado fundamento, aquella hermosa intervención que afirma: “detesto cuanto usted dice, pero daría mi vida para que pudiera seguir diciéndolo”. La aparente “boutade” fue divulgada por Evelyn Beatrice Hall, quien en su libro "The Friends of Voltaire" (Los amigos de Voltaire) de 1906, la enunció así: "I disapprove of what you say, but I will defend to the death your right to say it" ("No estoy de acuerdo con lo que dice, pero defenderé hasta la muerte su derecho a decirlo").
Voltaire (1694-1778), francmasón ilustrado que impulsó en el XVIII el imperio de la razón humana y de la ciencia positiva, fue un impulsor activo de los derechos humanos y de la tolerancia y la libertad frente a todo dogmatismo y fanatismo. Aunque enfrentado duramente a Rousseau, contra quien publicó un histórico libelo, no cabe duda de que aquel potente personaje contribuyó grandemente a generar el ambiente dialéctico en el que cuajaron la Revolución Francesa (1789) y, en general, los grandes regímenes parlamentarios.
Semejante modelo, impulsado por el núcleo francobritánico en Europa Occidental, ha sobrevivido a dos guerras mundiales que arrinconaron, parecía que definitivamente, las opciones alternativas autoritarias. La derrota del Eje desarbolaba el nazismo y el comunismo totalitario murió de consunción, víctima de su propia incapacidad e incompetencia. Pareció en los años 90 del pasado siglo que el racionalismo de los ilustrados había ganado definitivamente la batalla. Fue el momento de la edición de “El fin de la historia”, el enternecedor augurio buenista de Fukuyama, que resumía ciertamente un estado latente de opinión basado en los principios humanitarios y en la prevalencia del Derecho pero que fracasó con estrépito a medida que se desarrollaron los acontecimientos.
El fin de la guerra fría no ha generado en la práctica un mundo mejor. Con independencia de que, al ablandarse los corsés que sujetaban la disidencia, se han incrementado los conflictos regionales, estamos asistiendo a un progresivo fracaso del viejo modelo. El parlamentarismo clásico que aún brilla en Occidente se está demostrando inútil para resolver los problemas materiales e intelectuales de la gente. Los jóvenes, especialmente, ven horrorizados cómo por primera vez en la historia moderna las sucesivas generaciones se deterioran a medida que la rueda de la historia avanza. Nuestros hijos y nietos vivirán peor que nosotros porque hemos sido incapaces de sostener y perfeccionar aquel “welfare state” que era en cierta medida la puerta del a felicidad.
Este fracaso ha dado, está dando, como resultado una reconsideración del modelo y del procedimiento. Si la democracia era el gran método de resolución de conflictos, hoy hay cada vez más gente convencida de que el fin del conflicto pasa por la eliminación adversario. Las tesis de Trump son brutales, amenazantes, descorazonadoras: el arrogante y semianalfabeto multimillonario no ha tenido problema alguno en sostener en público (y en aplicar cada vez que lo considera preciso) el axioma “Odio a mis adversarios”.
Esta es la génesis de la extrema derecha, que rechaza el viejo dilema entre socialdemócratas y liberales, entre intervencionistas y defensores del estado mínimo. Y en lugar de los alineados con las posiciones clásicas, ha surgido una extrema derecha nacionalista apenas interesada en los problemas objetivos de la ciudadanía y dispuesta a aplicar las soluciones simples que dicta el egoísmo político. El lema también es de Trump y responde a las siglas MAGA: Make America Great Again, “hagamos América grande nuevo”, aunque tengamos que arrojar al mar a los foráneos, prohibir la entrada de los inmigrantes y quien sabe si a medio/largo plazo recuperar las virtudes étnicas de los wasp (blancos, anglosajones y protestantes) que constituyen la clase dominante.
El regreso de Trump a la Casa Blanca, un verdadero drama histórico que marcará muy negativamente a la generación de americanos que lo ha hecho posible, es un elemento muy cualificado -el más cualificado de todos- de la carrera ascendente de la extrema derecha en Occidente, donde empieza a debilitarse el cordón sanitario que en un principio impidió el paso a los “haters”, a los odiadores como Trump. Es dramático observar que la extrema derecha lidera hoy las encuestas en Francia, Reino Unido, y Austria, a la vez que constituye la principal oposición en Alemania; gobierna en Hungría, en Chequia desde hace poco y en Italia; en Países Bajos, la lista más votada fue la de Geert Wilders y de nuevo habrá elecciones el 29 de octubre; la extrema derecha está en coaliciones de gobierno en Finlandia y Eslovaquia, y apoya al Ejecutivo en Suecia desde fuera. En varios países, como España, y en el Parlamento Europeo, el ascenso de la extrema derecha debilita a la derecha democrática y plantea problemas de gobernabilidad…
A medio plazo, no se prevén cambios de tendencia, al menos hasta que Trump deje la presidencia americana. En nuestro país, el crecimiento de los ultraderechistas, aureolados por una estela de este odio trumpista de que hablábamos, augura lo peor. Y, de omento, no se ve que los partidos convencionales estén tomando precauciones para impedir una desnaturalización de nuestra todavía joven democracia. Algo habrá que hacer, sin embargo, si no queremos que nuestros hijos, además de heredar un estatus menguante, tengan que bregar con una nueva dictadura.
