Ainhoa, joven viviendo en una diminuta aldea de Lleida con sus dos hijos: "Antes ponía un pie en la calle y estaba gastando"
Ha cambiado el bullicio urbano por la tranquilidad del campo.

En España aún perviven decenas de pequeños núcleos rurales donde el tiempo parece discurrir a otro ritmo. Son lugares donde todos se conocen por su nombre, las puertas rara vez se cierran con llave y la vida cotidiana se organiza en torno al autoconsumo, las estaciones y la colaboración entre vecinos. Es en uno de estos enclaves, casi suspendido entre montañas, donde Ainhoa ha decidido reconstruir su historia.
La creadora de contenido dejó atrás su vida en El Masnou, en Barcelona, para instalarse en una diminuta aldea de la provincia de Lleida con apenas catorce vecinos. Allí ha encontrado una rutina a contrarreloj de lo imprescindible: huerto, gallinas y un ritmo marcado por la luz del día más que por el reloj. Allí cada tarea responde más a las necesidades del campo que a las exigencias del consumo.
La mudanza no fue fruto solo de un deseo de tranquilidad. Ainhoa relata que tomó la decisión tras ser víctima de violencia de género, un episodio que la obligó a replantearse el futuro. En uno de sus vídeos cuenta que, tras recibir la noticia de la libertad condicional de su agresor, optó por alejarse y recomponer su vida lejos del entorno urbano. A través de su cuenta en redes, busca compartir su proceso de recuperación y mostrar que existen caminos posibles para empezar de nuevo.
Un coste de vida reducido
La vida comunitaria en el pueblo funciona, según ella, con lógicas sencillas: reparto de tareas, intercambio de productos y pocas tentaciones de consumo. El coste de la vida se reduce cuando la mayor parte de lo que uno necesita sale del propio huerto o se comparte entre vecinos. “Yo antes ponía un pie en la calle y ya estaba gastando, y aquí, pues como no tenemos en qué gastar, nos ocupamos de las gallinas, del huerto, nos damos unos paseos… y todo eso es gratis”, explica en una de sus publicaciones.
Ese ahorro práctico también se traduce en decisiones laborales, ya que la familia acordó reducir la jornada de 40 a 20 horas porque, dicen, “no necesitamos dinero, no tenemos en qué gastarlo”. La autosuficiencia, el autoconsumo y la vida al ritmo del campo han permitido transformar el tiempo en un recurso distinto, donde la jornada se organiza por las necesidades del huerto y los animales más que por horarios de oficina.
En su relato hay además detalles domésticos dignos de resaltar: vive en una casa de 1802 que su padre comenzó a reformar cuando ella era niña, y convive con dos hijos, tres gatos, siete gallinas y un gallo. No obstante, no todo en la vida rural es idílico, Ainhoa también subraya las dificultades prácticas, como la ausencia de fibra o ADSL en la aldea y la necesidad de coger el coche para cualquier compra o trámite.
