La montaña mágica de Samotracia

La montaña mágica de Samotracia

A Samotracia solo arrumbas porque quieres llegar a Samotracia, y ni eso está claro qué significa. Porque tú, donde llegas en realidad es a una montaña de 1600 metros dejada caer sobre el mar, imponente y magnífica. Todo lo demás que la rodea es completamente accesorio y circunstancial. Incluidos nosotros.

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Foto: Mayte Piera

A muchos sitios nos traen los libros, los mitos y los mapas que acariciamos hasta dejarlos manchados de huellas. El contorno de esta isla no dejaba lugar a dudas de que no era un lugar para un velero; aunque el barco sea la única manera de acceder a ella; no tiene ni la más pequeña bahía, ni siquiera un mínimo repliegue de la costa donde encontrar un abrigo. A Samotracia solo arrumbas porque quieres llegar a Samotracia, y ni eso está claro qué significa. Porque tú, donde llegas en realidad es a una montaña de 1600 metros dejada caer sobre el mar, imponente y magnífica. Todo lo demás que la rodea es completamente accesorio y circunstancial. Incluidos nosotros.

Tan solo el dique se extiende como un brazo amigo que intenta rodearte para que no sufras y advertirte de que esta isla tiene algo de humanidad. Y sí que la tiene, porque cuando doblas y te adentras, la amabilidad es patente. Unos pescadores que reparaban unas grandes redes nos hicieron hueco y nos indicaron el mejor sitio para amarrar dentro del caos sin dirección que era la pequeña dársena; se les veía gustosos de dirigir la maniobra y darnos consejos.

Se me coló a la primera ese puerto que no era resplandeciente, ni feo, ni bonito, ni impresionante, ni indiferente, ni bullicioso ante la salida del ferry, ni tranquilo después, pero que tenía aquel monte, que se llamaba Φεγγάρη, Luna, oscuro y silencioso, del que decían que había servido de palco para que Poseidón contemplara la guerra de Troya. Esa montaña tenía un pathos y un poder que no tardé en constatar.

La Jora, el pueblo principal de una isla, no está muy lejos, se puede pasear hasta ella. Es una Jora norteña, de calles empedradas, con tejados rojos y grandes porchadas de madera que protegen de la lluvia y permiten mirar al mar en invierno; de hecho, la mayoría de los cafés tenían unas vistas soberbias desde terrazas y galerías acristaladas. En uno de estos bares, los hombres jugaban al Tabli. Un espectador desilusionado por la partida que contemplaba se metió dentro, cogió un buzuqui y se arrancó con una melodía rebética muy oriental. No logré entender gran cosa de la letra, pues como buen rebéte la cantaba al punto del desafine y con carraspeo. Nadie dijo ni mu, como acostumbrados a estos espontáneos; él volvió a dejar el instrumento y retornó a su ronda por la trasera de los contrincantes con las manos en la espalda. Me hubiera quedado para siempre en esa terraza.

Samotracia era famosa por sus misterios, competencia de los de Eleusis en Atenas; pero la iniciación a estos secretos mistéricos es mucho más oscura que en el caso del Ática. Los dioses de la isla, los Cábiros, son en sí tan confusos como sus ritos; no se aclaran los historiadores si eran dos o cuatro, dioses o diosas, padres o hijos; de hecho, al santuario que se puede visitar en Samotracia se le llama el de "los grandes dioses", sin especificar ni comprometerse. No se descarta que hubiera sacrificios humanos, pues los Cábiros parece ser que proceden de deidades muy ancestrales y sanguinarias. Durante las ceremonias, los iniciados, mediante drogas o simple éxtasis podían ver a la vez lo próximo, lo de la Tierra Madre, y lo ultraterreno, lo del cielo. Y el que no se lo crea, que venga y lo vea. El Fengari tiene fuerza telúrica suficiente como para exhalar enigmas por todas sus cumbres.

Había leído en una guía un comentario que me había hecho gracia. Decía que en esta isla aparecen mayoritariamente dos tipos de turistas: unos con flores en el pelo y otros con sombrero de doctor Livingstone. Era la pura verdad, y tenía toda lógica que este lugar atrajera a jóvenes místicos con rastas y pantalones vaporosos de colores por un lado y a interesados en la historia y la arqueología por el otro. A los hippies los encuentras nada más llegar, paseando los caminos con sus enormes mochilas; los exploradores están todos corriendo enajenados por las montañas, o dando vueltas al santuario de los grandes dioses. Creo que queda muy ilustrativa una anécdota que nos sucedió en dicho santuario y que narro a continuación.

El recinto arqueológico de Samotracia es uno de los más bellos de Grecia; con el mar tan cercano como telón de fondo y la montaña detrás, para que no te olvides, te preparan para la sesión de serenidad meditativa que producen estos lugares; siempre y cuando las hordas de autobuses, guías y cámaras, te dejen concentrarte. Ese día no había muchos visitantes y se podía pasear en silencio, oyendo solo la luminosidad del día, el aire de tus pulmones o el crujir de la hierba bajo tus pies.

Una pareja de chavales con macutos se habían sentado bajo las columnas del templo y se disponían a comer unos bocadillos y un trozo de sandía. Molestaba un poco su presencia en una de las zonas más espectaculares de las ruinas, y tampoco creo que fuera el sitio para que te cayeran gotas de grasa o zumo de sandía. En cualquier otra parte del mundo hubiera aparecido un guarda con silbato, pero esto es Grecia; por estas cosas también la apreciamos. Dejamos pasar el tiempo dando vueltas a ver si se iban, pero no fue así, ni tras varias vueltas ni tras dos horas de espera; ahora se liaban unos cigarrillos. Un tipo cargado con una cámara descomunal y un bloc de notas daba patadas y juraba en arameo. Al verme señalar con enojo a la pareja, se sintió arropado y se envalentonó a grito pelado:

- ¿Cuánto tiempo tenéis pensado estar en ese mismo sitio? Está prohibido.

El dúo no fue muy veloz, pero a regañadientes dejaron el templo vacío. El sujeto de la cámara dio un alarido de placer, y comenzó a disparar desde todos los ángulos y enfoques posibles como si hubiera enloquecido. Gemía de gozo. Allí quedó y allí seguía cuando nos fuimos, mientras su paciente compañera espantaba moscas en una sombra.

Para conocer Samotracia, hay que andar, pedalear, o todo lo más, alquilarte una moto; un coche te privaría de notar el poderoso influjo de la montaña. Cada vez que te acercas a ella, aunque solo te adentres un kilómetro, notas su aliento helado que te hace estremecer y sacar la chaqueta; el mar tan cercano y tan soleado te parece extraño desde aquí. El paisaje se transforma para dar lugar a ríos y cascadas de aguas oscuras cayendo sobre el granito redondeado. Los bosques de plátanos, sabiéndose ya en otoño, dejaban volar sus hojas poniéndolo todo manchado de rosas, naranjas y ocres sobre la piedra gris.

La costa sur es la amable, una concesión de los Cábiros a que habitaran mortales capaces de adorarles; una planicie se extiende hasta el mar permitiendo cultivos y granjas. La carretera que bordea por el norte, por el contrario, está prendida como un hilván sobre la falda de la montaña; todo un atrevimiento humano al que ella responde con eructos de piedras que rebotan en el asfalto y caen al agua. Las playas de esta costa no son más que vómitos indigestos de rocas grises y verdosas que el mar y el meltemi se encargan de moler y redondear.

El viaje por esta parte es algo parecido a una road movie; siento el término hollywoodiense, pero es el que mejor ilustra las aventuras y la sucesión de historias que empiezan y acaban en una carretera. El entorno es a tramos desértico, con el pavimento como una línea suave e interminable que te lleva al infinito; el mar te sigue, sin abandonarte, te da la tranquilidad de que todo lo que ves es real y que las cabras no son los feroces Cábiros, sino las locas lecheras de siempre. Otras veces atravesamos bosques umbríos y fríos donde enormes bestias negras de rabos enroscados gruñían buscando bellotas. Yo intenté hacer una foto, pero ¡Ay de mi pobre mortal! Una de las criaturas, apretando sus mayúsculos y tersos jamones, emprendió la carrera hacia nosotros, con el hocico plano y desafiante.

Y cuando el camino llega al final, te encuentras de sopetón en el fin del mundo; en una playa inmensa y desolada de detritus montañosos con los acantilados plomados detrás. Ya está claro por qué la carretera no da toda la vuelta, y que es imposible ningún atajo para ir al otro lado. El que atraviese estas rocas que pierda toda esperanza, parecen decir las águilas que se lanzaban en picado por sus paredes.

Yo bebí de todas las fuentes del camino porque tenía la certeza de que estas aguas frescas y amargas contenían el poder de hacerte más sabio. Creo que algo de cierto puede haber, pues a esos sitios vienes por la historia y la literatura que cayeron en tus manos; pero sales con una lista interminable de cosas por leer.

Este post fue publicado originalmente en el blog de la autora