El día que supe que tenía que dejar mi trabajo

El día que supe que tenía que dejar mi trabajo

Recuerdo escribirle un mensaje a mi marido diciéndole que estaba siendo un día duro y que tardaría en llegar a casa. Era el último día de colegio antes de las vacaciones; una época en la que el personal docente está deseando acabar. Llegué más tarde de lo que pensaba, entré en la cocina y me eché a llorar. Se había convertido en algo normal.

Tired businesswoman in the officePoike via Getty Images

Todos tenemos recuerdos de momentos importantes de nuestra vida. El día de nuestra boda, el día del nacimiento de nuestros hijos, el día que supimos que teníamos que dejar nuestro trabajo. ¿No? ¿Soy sólo yo?

Recuerdo escribirle un mensaje a mi marido diciéndole que estaba siendo un día duro en el trabajo y que tardaría en llegar a casa. Era el último día de colegio antes de las vacaciones; una época en la que el personal docente está deseando volver a casa. Llegué más tarde de lo que pensaba, entré en la cocina y me eché a llorar. Se había convertido en algo normal: lloraba en el trabajo, en casa, en el coche... El estrés emocional del trabajo me hacía explotar constantemente. Aquella noche, mi marido me dijo que daba igual lo que hiciera el año siguiente, pero que no podía seguir trabajando como psicóloga en un colegio.

Hasta junio de 2015, había pasado 14 años de mi vida (sin contar las dos bajas de maternidad) trabajando como psicóloga escolar. Cuando acabé la universidad, sentía pasión por este trabajo. Lo elegí por el apego que sentía hacia el colegio y la enseñanza y por la necesidad de ayudar a los niños. Con el tiempo, empecé a notar cómo esa pasión iba disminuyendo. La presión de las expectativas curriculares, el riesgo de probar el método que dictaba la ley estadounidense conocida como "No Child Left Behind" (que ningún niño se quede atrás) y las exigencias de los padres del distrito escolar en el que trabajaba contribuyeron a mi falta de interés y al aumento del estrés. Después del nacimiento de mi segunda hija, pedí una excedencia de un año. Entonces ya había empezado a notar un cambio en la sensación que tenía de mi trabajo. Pero, en el transcurso del año sabático, mi marido y yo decidimos que lo mejor para la familia era que no trabajara a tiempo completo. Sin embargo, en cuanto volviera a trabajar, estaría a punto de tener un aumento de sueldo considerable; y no teníamos pensado que yo dejara el trabajo, por lo que no habíamos ahorrado lo necesario. Pero teníamos un plan.

Los tres años siguientes de trabajo se convirtieron en eso mismo: trabajo. Más bien en un trabajo pesado. Cambié de colegio y, aunque me encantaban mis compañeros, no teníamos esa camaradería de mi antiguo colegio. Empecé a ser menos sociable. Mientras tanto, las necesidades de los alumnos, de mis compañeros y de los padres aumentaron, y mi carga de trabajo, también. Cada vez pasaba más tiempo en reuniones y llevando el papeleo al día y menos tiempo intentando resolver los problemas de profesores y alumnos. Mi familia también comenzó a tener más necesidades y el tira y afloja de mi vida laboral y familiar era constante. Nunca estaba donde tenía que estar. Todos los domingos por la tarde me iba a una biblioteca para escribir informes mientras mi familia seguía su vida aparte. Mis hijas pasaron de decirme "Mamá, ¿por qué no vienes con nosotras?" a "Mamá, ¿por qué vienes con nosotras?".

Ya no tenía ganas de ir a trabajar y cada vez sentía más ansiedad. En el trabajo, me dedicaba a navegar por Internet durante horas porque no me podía concentrar. Cuando trabajaba, tenía que dedicarme a tantas cosas que no hacía ninguna de ellas aprovechando mis capacidades al máximo. Empecé a conformarme con limitarme a hacer algo pasable. Nunca quise ser una vaga ni hacer lo mínimo. El hecho de saber que me había convertido en una persona así sólo empeoraba la situación. Nunca llegué a decir que estaba quemada, pero sabía que lo estaba: mental, emocional y físicamente. Llegué a decirme a mí misma "no puedo seguir haciendo esto".

Lo que nos devuelve a aquel día en la cocina. Hicimos cuentas y descubrimos que podíamos permitirnos que yo dejara de trabajar. Era arriesgado, pero creo que ha merecido la pena. No estoy segura de si me he recuperado del todo, es difícil comprobarlo sin trabajar. Pero sí he tenido tiempo para reflexionar y la cantidad de estrés que sufría era demasiada. Ahora duermo mejor, tengo más energía y soy feliz. Hace poco, escuché a mi madre y a mi marido hablar sobre cómo había cambiado, ¡hasta en la voz! Me sorprendió muchísimo.

Volveré a trabajar el año que viene. (Por desgracia, no me planteé retirarme de forma permanente). Cuando vuelva, espero no alcanzar los niveles de estrés del año pasado. Si los alcanzo, espero darme cuenta antes para no tener otro recuerdo como el de la cocina.

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Este artículo forma parte de una serie producida por 'The Huffington Post' dentro de la iniciativa mensual "Work Well" [trabaja bien], que se centra en prosperar en el trabajo. El objetivo de esta serie -blogs, artículos y vídeos, entre otras cosas- consiste en proporcionar soluciones creativas para cuidar de uno mismo a la vez que se cuida la vida profesional. Para ver el resto de artículos (en inglés), pincha aquí.

Este post fue publicado originalmente en la edición estadounidense de 'The Huffington Post' y ha sido traducido del inglés por Irene de Andrés Armenteros

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