Europa debe cambiar, de nuevo (aunque de otro modo)

Europa debe cambiar, de nuevo (aunque de otro modo)

Tiempos turbulentos como los actuales exigen la exploración de territorios no explorados.

Europa, hacia el cambioHP

La prolongación agónica del derramamiento de sangre de civiles indefensos y los crímenes de guerra que sigue acumulando Putin contra la integridad y soberanía de Ucrania interpelan de manera acuciante e inapelable a la generación de l@s europe@s viv@s, como sujeto de una fuerza constituyente en la historia en la metáfora de Jefferson, acerca de la misión de acondicionar la arquitectura institucional heredada del trayecto recorrido por la UE hasta la fecha a demandas impensables hace unos pocos años.

Europa está compelida a cambiar. Salvo los cambios a peor, sin embargo, ningún cambio tiene lugar por sí solo: los cambios para madurar solo se abren paso con esfuerzo, disciplina —a menudo, incluso, a través de la experiencia de penalidades y dolor—, y en los cambios colectivos se requiere además el impulso de un liderazgo capaz de tomar decisiones incómodas y, en su caso, asumir riesgos.

Instalada largo tiempo en su zona de confort, el instinto reflejo de la acomodación a la narrativa de la paz, la prosperidad y el bienestar asociada a las décadas áureas de la integración europea resulta no solo entendible sino fácil de explicar. Pero tiempos turbulentos como los actuales exigen la exploración de territorios no explorados, no estrictamente limitados a las urgencias planteadas por la brutal guerra de Putin contra Ucrania y su pueblo en las denominadas autonomía estratégica en Seguridad y Defensa, y autonomía energética respecto del gas y el petróleo ruso.

Sucede, claro está, que a menudo los retos vitales que alcanzan el rango de existenciales asustan por su envergadura a quienes deben encararlos

Ninguno de los desafíos a los que es preciso plantar cara en la globalización puede permitirse el lujo, cada vez más reaccionario, del acotado perímetro de las decisiones domésticas en los Estados nación integrados en la UE. El cambio climático y el calentamiento global, los movimientos migratorios vinculados tanto a la desertización, la escasez de agua y de fuentes de energía o los conflictos vinculados tanto a la geopolítica (la determinación geográfica y física de las opciones políticas) como a la demografía (la duplicación en una generación de la población de África), exigen sin margen de error una UE más unida de lo que lo ha estado nunca en sus siete décadas de historia.

Este 18 de abril se cumplieron 71 años del Tratado de la CECA (Comunidad Europea del Carbón y del Acero), punto genésico de arranque de una secuencia que conecta los Tratados de Roma (1957), Acta Única Europea (1985), Maastricht (1992), Amsterdam (1997), Niza (2000), Lisboa (TL, 2009) y la Carta de Derechos Fundamentales de la UE (CDFUE), transitando en el decurso desde los seis Estados inicialmente fundadores a los 27 actuales (tras el descuento que el Brexit impuso a los 28 que en su momento llegamos a sumar). En el momento de la entrada en vigor de estos últimos Textos del Derecho Primario (constitucional, para entendernos) de la UE (diciembre de 2009), recuerdo aún a H. Van Rompoy (primer Presidente del Consejo de la UE) anunciando que, a la vista de las dificultades que fue preciso superar para su alumbramiento, la ciudadanía europea de la actual generación pasaríamos el resto de nuestras vidas bajo su cobertura.

Es evidente, no obstante, que los retos desatados durante la última década han vuelto a acelerar contra todo pronóstico los ritmos de la historia: basten, para comprobarlo, pensar un segundo en el impacto irrefrenablemente transformador sobre nuestras costumbres causado por la prolongada pandemia del covid, o la constatación de que un conflicto bélico en nuestra frontera inmediata nos  abisma al diabólico dilema de intervenir sin tentar la hipótesis inimaginable de un armagedón nuclear desatado por un autócrata sin escrúpulos ni contrapesos en el poder absoluto en un vecino inevitable, la Federación Rusa, que resulta, por cierto, el país más extenso del planeta.

Europa está compelida a cambiar

Sucede, claro está, que a menudo los retos vitales que alcanzan el rango de existenciales asustan por su envergadura a quienes deben encararlos. Abundan ante el emplazamiento las falsas monedas (los bulos, las fake news y los negacionismos de las evidencias científicas) y las mercancías averiadas (los populismos y las regresiones escoradas a la extrema derecha y a la xenofobia azuzada por los multiplicadores digitales de discursos y crímenes de odio. Pero pervive y resiste la alternativa de abrazar la diversidad de lo humano y el gigantismo irreductible de la escala de nuestra acción en la globalización para reencontrar la alquimia netamente europea de la equidad, la justicia, la protección frente a las embestidas de la intemperie o el infortunio en nueva conjugación con la innovación y una dosis, asimismo europea, de utopía en el horizonte.

Quienes pusieron en marcha la locomotora inicial hace ya siete décadas —legendarios Founding Fathers— derrocharon en su día imaginación y coraje para aprender de la historia y deducir las lecciones. Visión para entrever un futuro que marcase la distancia con un pasado surcado de sangre y devastación. La contribución europea para la democratización de la globalización y su sujeción a Derecho —ese y no otro es el designio del constitucionalismo como movimiento histórico— debe ser la tarea de la generación de ciudadan@s europe@s que despierta del sueño de la razón que nos marcó en la segunda mitad del olvidado siglo XX que nos explicó Tony Judt.

Es la generación que deberá combinar Founding Fathers & Mothers en pie de estricta igualdad, conscientes de que ningún cambio sobrevendrá por sí solo, y de que ante esta tarea y en esta hora de la historia el liderazgo deberá ser compartido, paritario, transversal, transnacional y multilingüe en su formación y alcance, y supranacional en su impacto, o simplemente no será.