Marina Rossell, la alegría de vivir

Marina Rossell, la alegría de vivir

“Las canciones pueden cerrar heridas, curar la rabia y crear esperanza”, asegura la artista, que acaba de publicar '300 crits'.

La artista Marina Rossell.Silvia Poch

La primera vez que hablamos por teléfono yo estaba sentado sobre el césped de una rotonda. La había entrevistado pocos días antes en la radio. Al terminar la emisión, Marina Rossell, le pidió al técnico mi número. Me llamó una tarde, casi anochecía, mientras yo, que atravesaba una época de desgana y tristeza, iba a una conferencia de Camilo José Cela. La telefonía móvil era frágil entonces. Temí que la conversación se cortara, preferí dejar de andar y busqué acomodo en una rotonda. Mientras escuchaba las palabras cálidas de Marina, a mi alrededor todo, los coches, la vida, daba vueltas y vueltas.

Casi treinta años después, seguimos llamándonos. Acaba de publicar un disco, 300 crits, en el que están algunas de mis canciones favoritas que también son las suyas, empezando por J’attendrai, que descubrí en mi adolescencia en la voz de Mari Trini sin saber la dramática historia que arrastraba.

“En la Francia ocupada –me recuerda Marina–, las mujeres se la dedicaban en la radio a los hombres que habían partido hacia el frente. Los nazis la hicieron sonar en los campos de exterminio durante las ejecuciones para vanagloriarse de que todos aquellos seres humanos no volverían. ¿Cabe más crueldad? Todo esto está documentado, ¿eh? La primera vez que la canté fue durante la entrega de un premio que me otorgaron junto a Almudena Grandes. Así es de caprichoso el destino…”.

También está Non, je negrece rien, con la que Edith Piaf salvó al mítico Olympia de París de la ruina en 1961.

“No me quería morir –sigue contando Marina– sin hacer un homenaje a aquella Piaf que con 40 años y sin saber lo que era el empoderamiento de la mujer dice ‘no me arrepiento de nada, lo he pagado, lo he olvidado, lo he borrado…’. Me parece toda una declaración de principios. ‘Tanto me da lo que haya sido, no me arrepiento de nada, todo lo volvería a vivir de nuevo’. Esta canción la he versionado por el placer de poder decir algo así. La música, a veces, es una declaración de principios, nos permite decir lo que pensamos, proclamar nuestros valores sin ofender a nadie”.

Y, por supuesto, me rindo ante la mirada cruda de otro clásico de la chanson, el Avec le temps de un Léo Ferré que, cuando la escribe, empieza a aproximarse a la vejez.

“Ferré la compone hacia 1969, pero tengo la sensación de que lo hace con una cierta resonancia del tiempo de la guerra, el de la resistencia, de todo lo que había ocurrido desde entonces. Es una percepción mía, quizás no llegaremos nunca a saberlo. ‘Con el tiempo todo se va’, dice la letra, ‘el tiempo todo se lo lleva’. Y termina con una frase demoledora: ’Con el tiempo ya no amas más”.

En la carrera de Marina Rossell el tiempo se mide por discos, más de veinte, además de los duetos y las colaboraciones. El primero, Si volíeu escoltar, apareció en 1977, producido por Lluís Llach y con la Transición en plena efervescencia.

“Salíamos de un túnel más que negro, había un espíritu de normalizar las diferentes lenguas del estado que, por desgracia, hoy está un poco quebrado. Luego pasaron muchas cosas, pero en aquellos años estaba por ejemplo el Festival Galeusca (Galizia, Euzkadi, Catalunya) en el que interveníamos artistas de todas las nacionalidades del estado. Era ma-ra-vi-llo-so –enfatiza separando las sílabas—. Allí nos conocimos todos, nació una fraternidad. Algo de ese aroma se ha perdido. Carlos Cano, Labordeta, Altair, La bullonera, Ruibal, Carbonell… formábamos la segunda generación de cantautores, la de la Transición. Después vino una tercera y hasta una cuarta. El árbol ha dado sus frutos”.

Como escribirá dos décadas después en una canción titulada Temps, la Marina Rossell de aquel primer disco es completamente distinta a la de 300 crits.

“Tenemos la misma sangre, el mismo impulso, pero con el paso del tiempo nos hemos convertido en dos mujeres diferentes. Aquella cantante sabía muy poco de la vida, ni siquiera si tenía talento. Desde muy pequeña tenía muy claro que lo que más me gustaba era cantar. Me fascinaba escuchar a mi madre cantar en el jardín de la casa, con aquél estilo antiguo, como el de Rina Ketti o Concha Piquer. Ese modo limpio de cantar se ha perdido por completo. Quizás por la influencia estadounidense, se sepultó una tradición una manera de cantar que va de Falla a la copla, de la Piquer a Mari Trini. Yo crecí con esa musicalidad de mi madre. Ella murió muy joven, pero llegó a escucharme en el Palau de la Música y disfrutó mucho. Me había visto crecer pegada a la música, fabricarme una guitarra con una caja de cartón y unas gomas elásticas, pagarme las clases de canto con lo que sacaba vendido periódicos en El Vendrell, cantar en los coros de La Gornal y escuchar mucho la radio. Así aprendí, aunque luego estudiara música y canto”.

En los ochenta, La gavina pasó a formar parte de la memoria sentimental de la primera generación de la democracia. La habanera corrió de voz en voz hasta convertirse en un himno para muchas mujeres, aunque Rossell piense ahora que sólo se limitó a “quitar el polvo, porque la melodía estaba ahí”. Otro tanto ocurriría una década después con Yo te diré, pero en castellano.

“Tenía un contrato en Buenos Aires y me apetecía cantar algunos temas que tenía compuestos en castellano, como Trátame bien o Las palabras curan. También Yo te diré, que le escuchaba a mi madre. De ahí surgió la idea de hacer el disco. Con el cambio de siglo, quise volver a las canciones catalanas que yo había aprendido de pequeña en corales y que a mucha gente de mi generación le producían una cierta urticaria. Algunas, como La Santa Espina, habían estado prohibidas y otras sobreexpuestas. Nunca habían aparecido reunidas en un disco. Yo lo hice en Clàsics Catalans e invité a otros artistas como Miguel Poveda, Santiago Auserón o Miquel Gil a compartirlas”.

Y después se unió a Moustaki, al que había conocido en los ochenta durante un concierto en Suiza. Actuaron juntos en Marruecos y compartieron viajes y buenos momentos. Al morir él, Marina le dedicó dos hermosos homenajes, con la singular versión de Le metéque y Absents, una sentida elegía.

El confinamiento le obligó a suspender una gira por varios países hispanoamericanos, pero brindó a Marina un puñado de canciones que simbolizan ese “año de la peste” que nos ha cambiado a todos.

“En la tele vi a un niño italiano gritar Tutto andrá benne desde un balcón. Todo el mundo acababa repitiendo esa frase en la calle. De esa polifonía, tan parecido a las películas en blanco y negro del neorrealismo, nació una canción en los primeros días del confinamiento, que como tanta gente pasé sola. La inocencia, el optimismo de aquel niño me dieron más fuerza que todos los discursos científicos que se escuchaban aquellos días. Hay canciones que nacen así, sin buscarlas, fluidas, sin darte cuenta. Luego toman forma cuando te sientas al piano o coges la guitarra. Es como milagroso. A veces pasa y a veces no. Incluso lo noto cuando escucho a otros compositores. Percibo la fluidez, la necesidad, pero también el oficio, la elaboración. Cambiar el yo por el tú… ahí está la clave. De eso he aprendido. Esa idea me ha llevado a cantar en tantos sitios ligados al sufrimiento de los demás, en los días de la guerra de Yugoslavia, de Irak, en Méjico, en Ravensbrück, en Palestina. Todo eso deja un poso suave que nunca olvidas. La música es un lenguaje colectivo que siempre encierra un misterio, se escriben con una intención y cada cual las interpreta de una forma diferente. En una época de desconsuelo como esta mis canciones reflejan el dolor de los demás, son de quien las necesita, quieren aplacar la tristeza y abrir horizontes“.

Devolvernos, en definitiva, la alegría de vivir. Como me ocurrió a mí aquella tarde, mientras la escuchaba sentado sobre el césped de una rotonda.

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Miguel Fernández (Granada, 1962) ejerce el periodismo desde hace más de treinta y cinco años. Con 'Yestergay' (2003), obtuvo el Premio Odisea de novela. Patricio Población, el protagonista de esta historia, reaparecería en Nunca le cuentes nada a nadie (2005). Es también autor de 'La vida es el precio, el libro de memorias de Amparo Muñoz', de las colecciones de relatos 'Trátame bien' (2000), 'La pereza de los días' (2005) y 'Todas las promesas de mi amor se irán contigo', y de distintos libros de gastronomía, como 'Buen provecho' (1999) o '¿A qué sabe el amor?' (2007).