Bipartidismo o bloqueo
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Bipartidismo o bloqueo

Tras los resultados del 20D y el 26J se certifica la italianización de nuestra política, con grandes y no tan pequeños partidos, con presiones, chantajes y maniobras trapaceras que nos abocan al bloqueo. Seamos sinceros, no se puede sacar adelante una legislatura presionando a Pedro Sánchez durante cuatro años, la parálisis es por lo tanto una cuestión sistémica.

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Foto: EFE

Parece que la ruptura del bipartidismo, tan celebrada desde el pasado 20 de diciembre, está causando un inesperado perjuicio en la estabilidad institucional de nuestro país. Desde la primavera de 2011, este orden heredado del régimen del 78 se nos ha presentado como una realidad distópica, corruptora y malsana, cuya misión no era otra que la de hurtar al pueblo español sus legítimas aspiraciones. En nuestra soberbia, llegamos incluso a compararlo con el turnismo de la Restauración. Ahora que la Cámara reúne un gran número de siglas, ahora que nuestros conciudadanos "despiertan del largo sueño embrutecedor a que los sometieron", ahora, no podemos formar Gobierno. Una gran parte de la responsabilidad recae en los fallos de un sistema contaminado por las aguas estancadas y la falta de relevo generacional. En efecto, no es casualidad que figuras como Pablo Iglesias o Albert Rivera tuvieran su origen primigenio en organizaciones vinculadas a la vieja política. Ambos líderes apuestan legítimamente por una nueva ley electoral con mayor proporcionalidad, consolidando la fórmula de cuatro grandes partidos. Si a ello sumamos que la nueva política viene con sus propios vetos de serie, fundamentalmente entre sí, vamos a disfrutar de un largo periodo inestabilidad.

La historia reciente del continente europeo nos ilustra sobre los riesgos de una excesiva fragmentación parlamentaria. De todos ellos destaco el caso de la IVª República Francesa (1946-1958), un proyecto puesto en marcha tras la ocupación nazi y que buscaba resarcir a la nación de los efectos nocivos del totalitarismo. En aquella experiencia, las leyes francesas optaron por una Jefatura del Estado debilitada, un legislativo fuerte y una ley electoral que diera cabida a todas las sensibilidades políticas de la posguerra. La multiplicidad de opciones en la Asamblea Nacional abarcaba todos los campos ideológicos, desde los comunistas del PCF hasta el tradicionalismo agrarista del CNIP, pasando lógicamente por formaciones clásicas como democristianos y socialdemócratas. Unido a todo ello se encontraba el traumático proceso de descolonización, cuyos conflictos (Indochina 1946-1954 y Argelia 1954-1962) acabarían desgarrando por completo el tejido social. Bajo estas condiciones, el carismático Charles de Gaulle fue el primero en abandonar, como presagio de lo que aguardaba a la joven República. Ejecutivos fugaces y alianzas inverosímiles daban al traste con una ingente cantidad de gabinetes, algunos de los cuales no llegaban a cumplir el año de mandato. La guerra argelina condicionó la proclamación de la Vª República Francesa en 1958, la actual, en la que se optó por un presidente y un primer ministro más fuertes. Pero más importante, la nueva Constitución introdujo el sistema mayoritario de segunda vuelta. Aquel fue el final de doce años de incertidumbre.

Como decía Alexis de Tocqueville, "los grandes partidos cambian la sociedad, los pequeños la agitan".

Más aleccionador resulta el caso italiano, un espejo en el que mirarnos desde que Amadeo I de Saboya aceptó internarse en lo túneles de la política española. Ante la inestabilidad endémica del país, llegó a constituirse un pentapartito para dirigir la nación (DC, PSI, PSDI, PRI y PLI) en la década de los ochenta, hasta que la corrupción generalizada disolvió los partidos tradicionales a comienzos de la década siguiente. La recomposición de la izquierda y la derecha mediante amplias coaliciones no aportó certidumbre, dando lugar a un baile de primeros ministros entre los que destacan Lamberto Dini, Massimo D´alema, Romano Prodi y naturalmente, Silvio Berlusconi. Esta desordenada sucesión de la que Il Cavaliere fue el más longevo, al cumplir hasta cuatro años en el cargo, terminó con el Gobierno tecnócrata de Mario Monti en 2011. De vuelta a la normalidad democrática, el presidente del Consejo de Ministros Matteo Renzi quiso acabar con años de inestabilidad y piruetas políticas, modificando la ley electoral en julio de 2015. Al contrario de las propuestas hoy defendidas por Podemos y Ciudadanos, el jefe de Gobierno italiano diseño un premio de mayoría en escaños del 55%, a la formación que alcanzase el 40% de los sufragios. Algo muy parecido se intentó hacer en 2013 pero la Corte Constitucional Italiana tumbó la llamada Ley Calderoli, en cuyo texto se contemplaba la bonificación en escaños. Sea como fuere, la nueva legislación optó inequívocamente por la hegemonía.

España ha ido internándose poco a poco en este panorama. Desde la segunda legislatura de José Luis Rodríguez Zapatero, comenzaron a faltar los apoyos, teniendo que negociar cada voto para poder dar cumplimiento a los requerimientos de Bruselas. En aquel entonces, sin la presencia todavía de la nueva política, hubo que anticipar las elecciones. Tras los resultados del 20D y el 26J se certifica la italianización de nuestra política, con grandes y no tan pequeños partidos, con presiones, chantajes y maniobras trapaceras que nos abocan al bloqueo. Seamos sinceros, no se puede sacar adelante una legislatura presionando a Pedro Sánchez durante cuatro años, la parálisis es por lo tanto una cuestión sistémica. ¿Y qué vamos a hacer al respecto? Volveré a insistir en la inconveniencia de retocar la ley electoral en los términos que se nos plantean, y hacerlo además como cambio de cromos para llegar a la Moncloa. No hay diagnósticos ni maduración suficiente como para avalar tal metodología, pues prolongará a mi entender la dislocación de nuestras instituciones por tiempo indefinido.

La existencia de nuevas opciones políticas enriquece nuestra democracia y deja oír puntos de vista antes silenciados, es cierto, pero también fomenta la ingobernabilidad. Es la letra pequeña que acompaña al grito de una generación/sociedad desposeída de oportunidades, pero es real. El bipartidismo ha sido portador de indecibles vicios, pero también de equilibrio, de estabilidad. Sumergirse en la dinámica de pactos puede ser gratificante para quienes amen la política-espectáculo, pero no puede dar respuesta a los retos socio-económicos que se derivan de la crisis del euro. Cierro esta reflexión citando, con el máximo respeto, al gran pensador Alexis de Tocqueville: "Los grandes partidos cambian la sociedad, los pequeños la agitan".