Así no habrá paz en Gaza
La vaguedad de estos propósitos no hace de ellos un argumento muy convincente para un pueblo que acaba de ser materialmente destruido, cuyo solar es una inmensa ruina y cuyo futuro aparece negro como el hollín.
Todos los seres humanos de buena voluntad nos hemos sentido aliviados por el alto en fuego en Gaza, la liberación de los rehenes israelíes vivos que habían sido secuestrados el 7 de octubre de hace dos años en la incursión de Hamás fuera de la franja, y el ingreso de víveres y artículos de primera necesidad en el devastado territorio en el que habitan casi dos millones de palestinos, a los que hay que restar los cerca de 70.000 muertos durante la represalia israelí por aquellos atentados terroristas.
La situación se había vuelto insostenible porque la matanza inclemente organizada por Israel durante dos años ha sido considerada ya un genocidio por la mayor parte de la comunidad internacional, de forma que Israel se abocaba a ser considerado un estado paria, loque no solo comprometía a la nación judía sino también a quienes la han apoyado incondicionalmente: los norteamericanos guiados por Trump, un extremista que, pese a no haberse conmovido por la tragedia, corría el riesgo de ver derrumbarse su ya precaria imagen internacional.
Sin embargo, aunque los observadores nos sintamos reconfortados por el fin material de las muertes brutales, muchos vemos con consternación que el problema no se ha resuelto y que, infortunadamente, si no se producen cambios profundos en los planteamientos, la sangría del Próximo Oriente —el Middle East americano— continuará. Para convencerse de ello, basta leer los 21 puntos del pan anunciado por Trump el 29 de septiembre de 2025, en una conferencia de prensa en la Casa Blanca junto al primer ministro israelí Benjamín Netanyahu, para poner fin a la guerra en Gaza y a la crisis general en Oriente Medio.
Dicho plan constaba esencialmente de la declaración bilateral de un alto el fuego, el retorno de los rehenes israelíes, el desarme de las capacidades militares de Hamás y el establecimiento de una estructura de gobierno de transición en la Franja de Gaza. Trump declaró que este acuerdo dependía de la aceptación de Hamás, que fue veladamente positiva.
En el momento actual, es de aplicación el punto 6 del plan: “Una vez que todos los rehenes sean devueltos, los miembros de Hamás que se comprometan a la coexistencia pacífica y a desmantelar sus armas recibirán amnistía. Los miembros de Hamás que deseen salir de Gaza recibirán un salvoconducto seguro a los países anfitriones”. A continuación —se dice en el punto 9—, Gaza será gobernada bajo el gobierno temporal de transición de un comité palestino tecnocrático y apolítico, responsable de la gestión cotidiana de los servicios públicos y los municipios para la población de Gaza. Este comité estará compuesto por palestinos calificados y expertos internacionales, bajo la supervisión de un nuevo organismo internacional de transición, el "Consejo de Paz", que estará encabezado y presidido por el presidente Donald J. Trump, con otros miembros y jefes de Estado que se anunciarán, incluido el ex primer ministro Tony Blair”. La idea es tan etérea y vaporosa como poco realista.
Todo ello, sin presencia Hamás: previamente habrá tenido lugar una desmilitarización supervisada por observadores y ya será de aplicación el punto 13: “Hamas y otras facciones acordarán no desempeñar ningún papel en el gobierno de Gaza, directa, indirectamente o de ninguna forma. Toda la infraestructura militar, terrorista y ofensiva, incluidos los túneles y las instalaciones de producción de armas, será destruida y no reconstruida”. La responsabilidad de que esto se cumpla corresponderá a los “socios regionales”.
El ”sacrificio” de Hamás no tiene sin embargo un horizonte claro: la extinción del ultranacionalismo que esta organización encarna sólo puede lograrse pacíficamente si se le brinda la posibilidad política de defender sus ideales, que se resumen en la autodeterminación de Palestina definida por la ONU en los años cuarenta del pasado siglo, una entidad que —no lo olvidemos— incluye Gaza, Cisjordania —minada por los asentamientos judíos ilegales— y Jerusalén Oriental —que Israel considera innegociable—.
Dicho de otra forma, la extinción de Hamás y demás organizaciones terroristas que operan en la región solo puede lograrse por vía negociada si se marcan unos objetivos razonables a medio y largo plazo. Esto es lo que querían (queríamos) decir los partidarios de los “dos estados” coexistentes, el palestino y el israelí, creados ambos de forma tal que su seguridad respectiva quedara asegurada por la comunidad internacional.
En cambio, el objetivo del plan Trump es vaporoso: el punto 19 establece que “a medida que avance la remodelación de Gaza y se aplique fielmente el programa de reforma de la Autoridad Palestina, se pueden establecer finalmente las condiciones para un camino creíble hacia la autodeterminación palestina y el establecimiento de un Estado, que reconocemos como la aspiración del pueblo palestino”. Y el punto 20 establece que “Estados Unidos establecerá un diálogo entre Israel y los palestinos para acordar un horizonte político para una coexistencia pacífica y próspera”.
La vaguedad de estos propósitos no hace de ellos un argumento muy convincente para un pueblo que acaba de ser materialmente destruido, cuyo solar es una inmensa ruina y cuyo futuro aparece negro como el hollín. Harán falta más que palabras para que este proceso teórico, probablemente bien intencionado, encauce un camino real hacia la paz, que será tanto más costosa cuanto más tiempo permanezca el terrible desequilibrio entre la desoladora devastación palestina y la superioridad israelí.