El Ciclo del Anillo de Wagner, retorno al hogar

El Ciclo del Anillo de Wagner, retorno al hogar

¿Se justifica pagar lo que cuesta verse las cuatro representaciones en una semana? ¿Cogerse un avión y plantarse en Berlín?

'Sigfrido'MONIKA RITTERSHAUS

El fin de semana pasado, el largo de Semana Santa, terminó la primera temporada de la nueva producción de la Staatsoper de Berlín del Ciclo del Anillo de Wagner. Una producción que ha tenido como directores musicales a Barenboim (con la asistencia de Thomas Guggeis) y a Thielemann. Y como director de escena a uno de los enfants terribles de la dirección de escena operística, Dmitri Tcherniakov.

El anuncio de una nueva producción del Ciclo del Anillo genera entre los corrillos wagnerianos, que son muchos en todo el mundo, y el periodismo especializado, una especie de excitación. Algo así como lo que produce un Barça-Madrid entre los forofos del fútbol, sobre todo si son de alguno de esos dos equipos, o el anuncio del lanzamiento de un nuevo disco de Rosalía.

¿Justifica esta nueva producción tal excitación? ¿Se justifica pagar lo que cuesta verse las cuatro representaciones en una semana? ¿Cogerse un avión y plantarse en Berlín? A lo que hay que responder con otra pregunta: ¿se justifica hacer lo mismo para ver un Barça-Madrid? Pues detrás hay un motivo similar. Aunque, en el caso del Ciclo, se visten de argumentos culturales.

Y es que en esto del wagnerismo hay hooliganismo. Como en todo. Es cierto, que se sepa, por ahora, nadie ha llegado a las manos por defender una producción frente a otra. Una forma de contarlo sobre otra. Pero si se producen enconados debates, incluso fuera de toda racionalidad, por defender cada uno sus colores.

En este caso, los hooligans se han dividido en la dirección musical. Entre los directores Thielemann y Guggeis. El primero, perteneciente al establishment wagneriano por derecho propio. Un experto que ha dirigido musicalmente el Festival de Bayreuth, el festival veraniego dedicado a Wagner. El segundo, un director joven que en esta producción había sido el asistente del titular de la Staatsoper, el conocidísimo Barenboim, otro de las primeras espadas wagnerianas, al que tuvo que sustituir porque a éste se le diagnosticó una terrible enfermedad neurológica.

Habiendo escuchado las dos primeras jornadas del ciclo, El oro del Rin y La valquiria con Thielemann a la cabeza de la orquesta, y las dos últimas, Sigfrido y El ocaso de los dioses por Guggeis, gana este último. Y lo hace por algo que ya se intuía en la dirección del primero. Lo importante en esta producción son los instrumentos. La musicalidad individual de los mismos. Que quizás Guggeis tenía más trabajada al haber estado en todo el proceso de producción. Y Thielemann no, al haberse incorporado deprisa y corriendo, como un nombre con gran prestigio que pudiera satisfacer a un público tan exigente y que iba a pagar unas carísimas entradas.

Aunque lo que más destaca de esta producción es la conciencia de todos de que es teatro musical. Es decir, lo importante no es la música, sino el servicio que presta a lo que se cuenta en escena. Una escena que se pone al servicio de contar una historia compleja. Mitológica. De dioses, semidioses, humanos y seres fantásticos, como gigantes, enanos, ninfas y dragones. Una historia que haría las delicias de todos esos aficionados a los libros y series de fantasía o fantaciencia. Libros cuyas portadas bien valdrían para anunciar esta tetralogía.

La historia va de unos dioses, inmortales gracias al árbol de la juventud, que se han encargado un nuevo palacio: el Valhalla. Se lo han dado a construir a los gigantes. A los que pretenden pagar primero dándoles a una diosa, de quien depende el árbol de la juventud y sus frutos, y luego dándoles el Anillo de los Nibelungos, unos enanos, con todo el poder que tiene.

Para conseguirlo, los dioses tienen que robárselo a dichos enanos. Lo que genera un conflicto con estos, que reclamaran su reposición. Un anillo que a su vez pertenece a las ninfas del Rin a quienes uno de los enanos se lo cogió prestado cuando lo rechazaron.

En este conflicto entre dioses, gigantes y enanos. Se añade una historia de amor. Un amor entre dos hermanos e hijos de un dios. Aspecto familiar que desconocen, pues el dios ha tenido dichos hijos fuera del matrimonio. Fruto de este amor nacerá el héroe de esta historia, Sigfrido.

Un héroe juvenil, bien humorado, algo tontorrón, un juan sin miedo, que se cree que puede con todo. Por lo que es capaz de enfrentarse a dragones y otra multitud de peligros como si la cosa no fuera con él. Hasta que conoce el amor. Se enamora perdidamente de su tía, la valquiria Brunilda, también hija de dioses, quien fue condenada a dormir hasta que un hombre la besase y se casase con ella. Una cenicienta a la centroeuropea.

Entonces sucede la parte romántica. La parte en la que el héroe al enamorarse se ablanda. Un personaje que resulta ser objeto de deseo para otras sagas familiares y generaciones. Pues en sus aventuras ha sido capaz de conseguir el tesoro de los enanos, además del yelmo de la valquiria. Por lo que, le encantan con pociones para casarlo con una princesa y que abandone al amor de su vida, Brunilda, la Valquiria.

Un dramón, como no podía ser de otra manera. Habitualmente situado en los bosques y sierras alemanas. Una naturaleza exuberante irrigada por el Rin en el que suceden todas estas historias. Una naturaleza mítica que conforma todo un país.

Pues bien, el acierto de esta producción ha sido dejar fuera todo ese paisaje, esa naturaleza, y convertir la historia en un drama doméstico. Un drama que sucede en grandes instituciones u organizaciones empresariales y en las casas de sus protagonistas. Sustentadas en la explotación y la obtención de plusvalías de los más débiles, los enanos. Y en la negociación entre los educados y cultos dioses, y los gigantes y brutos constructores del Valhalla que buscan y reclaman su beneficio.

Es ese punto de vista, el de que se asiste a una serie de televisión de los ochenta y noventa con Dallas, Falcon Crest o Dinastía. Protagonizados por familias norteamericanas ricas. Una especie de poderosas aristocracias del dinero, cuyos reyes y reinas, que con su comportamiento de dioses y diosas, pretendían mantenerse en el poder a toda costa.

Sin importarles el sufrimiento que producían a la propia familia o a los extraños. Y que mantenían el interés gracias a los amores furtivos y prohibidos, incluidas infidelidades, que se producían en esas sagas familiares. Toda esa vida humana que conspiraba contra el poder omnímodo de dichas familias y sus patriarcas. Como conspira en el Ciclo del Anillo contra el poder de los dioses.

Esta vez la familia tiene un centro de investigación puntero. Un centro sanitario que busca el secreto de la eterna juventud para lo que se hacen experimentos e investigaciones. Un negocio familiar al que pone en riesgo las infidelidades del dios, sus negocios turbios y la clase trabajadora y explotada con sus líderes, explotadores a la vez de los suyos, a la cabeza. Donde la política es humana, en el sentido de que se mueve por deseos. Pues no son otros que los seres humanos los que la practican.

Muchas personas, sobre todo los que conozcan el Ciclo del Anillo, leyendo lo anterior pensarán que se han vuelto locos estos alemanes con esta producción. Nada más lejos. De repente todo es claridad. Se entiende lo que pasa en escena, porque se lee en términos de referencias contemporáneas. En términos de lo que se conoce y está en la calle. En términos de esas familias a las que se ven pelear en los programas del corazón de televisión. En términos de lo que se ve en política.

De tal manera que la ópera Sigfrido, la tercera jornada del ciclo, que siempre se ha visto como la más floja y aburrida, la sin sustancia si no fuera por esa belleza del aria del pájaro, se convierte, sin duda, en la más interesante. La mejor resuelta, porque lo que mueve a todos sus personajes es el anhelo humano de querer y ser querido. Haciendo que se entienda un personaje tan antipático como Nime, uno de los líderes de los enanos.

A pesar de que Sigfrido vuelve a ser Andreas Schager, el cantante wagneriano por excelencia en la actualidad, pues no hay festival ni teatro de ópera que no lo invite a cantarse una de Wagner. Como ha hecho en el Teatro Real y en la reciente producción del Anillo del Festival de Bayreuth. Buen cantante cuyas capacidades actorales son muy mejorables. Aspectos que saben trabajar muy bien y al alimón el director musical desde el foso y el director de escena.

Y esta es la clave. Esa conjunción entre ambos aspectos. De tal forma que, a diferencia de otras muchas producciones operísticas, en las que la escena, lo teatral, se usa como mera ilustración de una partitura y una excelente interpretación musical, aquí se combinan. O al revés. Que la música poco o nada parece participar en lo que se ve.

En este caso, la espectacularidad de la escena, con habitaciones, que suben y bajan, casas que giran, cantantes como Anja Kampe. Incluso sus felices y e inteligentes soluciones teatrales. A veces muy ingenuas, como la del fuego que rodea a la valquiria y la de su caballo. Y su sentido del humor, sí, uno se puede reír con Wagner en esta ópera. Aspectos que se trabajan juntamente con la interpretación musical en el foso y en el canto. Apartándose en los interludios que permiten escuchar y focalizarse en los famosos leitmotiv de los personajes wagnerianos.

De tal manera que, en toda persona aficionada a la ópera, y más si lo es a Wagner, resuenan las palabras finales que se proyectan en escena, mientras Brunilda, la valquiria, cruza un espacio completamente vacío. Las palabras de que, si no puedo ir al Valhalla, a ese conjunto de emociones, sensaciones y pensamiento indisolublemente unidos que es la casa wagnerina, ¿a dónde voy a ir?