Cuarenta años en Europa
Se cumplen cuatro décadas de que España y Portugal firmaran el Tratado de Adhesión a las Comunidades Europeas, la actual Unión Europea, en el Salón de Columnas del Palacio Real de Madrid con Felipe González al frente.

Hace hoy cuarenta años que España y Portugal firmaron el Tratado de Adhesión a las Comunidades Europeas, la actual Unión Europea, en el Salón de Columnas del Palacio Real de Madrid. El presidente Felipe González, junto a su ministro Fernando Morán y al secretario de Estado Manuel Marín, rubricaba el paso definitivo que nos convertía formalmente en europeos. No en un sentido geográfico, obviamente, sino en el político: al fin, después de una larga y ominosa dictadura, España, que recuperó la democracia al dotarse de la Constitución de 1978, ingresaba en la gran empresa colectiva de construcción europea que comenzó a tramarse después de la Segunda Guerra Mundial precisamente para formar una entidad cohesionada internamente capaz de eludir cualquier riesgo de que de nuevo el Viejo Continente se enfrascase en otro destructivo conflicto.
Para España, obviamente, aquel era el final de una larga carrera, impedida durante décadas por la excepcionalidad franquista, hacia la democracia real. Como es conocido, España solicitó el estatus de país asociado a la Comunidad Económica Europea por primera vez el 9 de febrero de 1962, mediante una carta escrita por el ministro de Exteriores Castiella al presidente del Consejo de Ministros de la UE, Couve de Murville. Partiendo de «la vocación europea de España», su situación geográfica y sus intereses económicos, el gobierno franquista solicitaba «una asociación susceptible de llegar en su día a la plena integración después de salvar las etapas indispensables para que la economía española pueda alinearse con las condiciones del Mercado Común». España no cumplía entonces la condición fundamental, la de disponer de un régimen democrático, por lo que la adhesión fue rotundamente denegada mediante un mero acuse de recibo por carta.
La nueva solicitud de adhesión, de muy distintas características, fue presentada en nombre del Gobierno de España por su presidente Adolfo Suárez el 26 de julio de 1977. Tras ella, la Comisión aprobó iniciar las negociaciones de adhesión el 29 de noviembre de 1978.
Seis años tardaron en concluir las negociaciones entre nuestro país y los nueve que entonces formaban las Comunidades Europeas. Y a su término, el ominoso lema “España es diferente” que ideó Fraga para pasar por alto la diferencialidad española ante el turismo, quedó definitivamente clausurado: España ya era como los demás países democráticos de Europa, un eslabón en el Occidente que todavía existía como tal en una bipolaridad decadente pero aún significativa que dividía el mundo en dos.
Hoy se ha mencionado en la prensa del día, con toda justicia, un magnífico ensayo del neerlandés Luuk Van Middelaar titulado “Alarum and Exceptions: Improvising Politics on the European Stage”, un buen trabajo sobre la ardua construcción de Europa, que ha debido llevarse a cabo mediante respuestas audaces a coyunturas difíciles. Según este autor, el actual europeísmo español, que es relevante y activo, se debe más al hecho de que todos tenemos conciencia de que la democracia española tiene esa paternidad (hubiera sido muy difícil afirmar el naciente pluralismo sin la referencia y el soporte de Europa) que en la lluvia de millones que la incorporación de España a Europa supuso para nosotros. No cabe duda de que estos recursos fueron decisivos para la modernización material del país, que hoy puede exhibir por ejemplo una de las mejores redes de infraestructuras de todo el mundo, pero mucho más importante es el bagaje intelectual de valores democráticos que hemos incorporado a nuestra sociedad civil, que hoy, pese a las desviaciones y flaquezas, no concebiría un retroceso en esta materia sensible.
Las cifras avalan estas afirmaciones. Una encuesta de 40db publicada en “El País” el mes pasado, aseguraba que el 74% delos encuestados se declaraban “totalmente europeístas”. Según el Eurbobarómetro, el 52% de los españoles tiende a confiar en las instituciones de la UE (está en la media europea) y el 85% cree que “la UE necesita más medios para afrontar los retos mundiales actuales” (la media europea está en el 76%).
En el curso de estos cuarenta años, el mundo ha tenido ocasión de asistir al final de la guerra fría, en teoría la mejor noticia que cabía imaginar. Pero, lejos de las previsiones optimistas de Fukuyama, que veía en ello el camino expedito hacia la generalización de la democracia parlamentaria y liberal –“el fin de la historia”-, ha emergido a escala planetaria una oleada iliberal -léase bien: iliberal, que lleva la partícula ‘i’ al comienzo- que amenaza seriamente la integridad de Europa, y, por supuesto, las expectativas de federalización que muchos mantenemos todavía, con la esperanza de que la UE se convierta en una gran potencia basada en valores democráticos y en la utilización exclusiva del debate, en vez de la guerra, para solución de los conflictos.
España no es inmune a este proceso: cuando ya parecía que la herencia de la dictadura estaba amortizada, ha surgido VOX a postular arcaicos totalitarismos que llevan implícitos la homofobia, el racismo, el negacionismo climático, el antiestatismo, el rechazo al estado de bienestar y al feminismo… Sorprendentemente, esta opción, que estuvo décadas sin aparecer, agrupa ya al 15%, en promedio, de los electores.
En nuestro caso, el riesgo de involución es teóricamente reducido ya que, como señalan hoy varios análisis internacionales, España es todavía uno de los países de la UE cuyos dos principales partidos no son iliberales. Pero el riesgo de contagio es grave: el PP está admitiendo la cogobernanza con VOX de las comunidades autónomas, y nada indica que la derecha democrática española vaya a rechazar una alianza con la ultraderecha para llegar al poder si llega el caso.
Hoy día, esta actitud ambigua del PP amenaza seriamente nuestro porvenir ya que la hipotética alternancia consistiría en este momento en una malsana alianza entre PP y VOX. Si este riesgo desapareciera, España recuperaría la lozanía y la espontaneidad de la democracia fundacional, aquella de los años ochenta que alcanzó la plena madurez, que parecía entonces definitiva.