Hay que acabar con la guerra de Ucrania
Putin está explorando hasta dónde piensa llegar Occidente en la defensa de sus posiciones.
Antes de las últimas elecciones americanas, Trump, fanfarrón y arrogante, aseguró enfáticamente que resolvería el conflicto de Ucrania en 24 horas. Tiempo después, ya en marzo pasado, cuando era manifiesto que Moscú no se arrugaría ante la sola agresividad verbal de Washington, afirmó que estaba siendo “un poco sarcástico" cuando en su campaña presidencial de 2024 se jactó repetidamente de aquella hazaña, que incluso podía consumarse antes de asumir el cargo.
Aquella hipótesis increíble se basaba en la supuesta buena relación personal que habían mantenido Putin y Trump, dos ejemplares de la ‘raza especial’ de los líderes vocacionales. Pronto se vio sin embargo que la buena sintonía no sería suficiente para hacer desistir a Putin de su objetivo mínimo: la anexión de los territorios rusófonos orientales de Ucrania. El problema histórico es antiguo ya que desde el siglo XVIII hubo un claro intento de rusificación de Ucrania: en 1720, el zar Pedro I de Rusia promulgó un decreto en el cual ordenaba la depuración de todos los elementos lingüísticos ucranianos en la literatura teológica impresa en los establecimientos tipográficos ucranianos; ya en la época soviética, el proceso de rusificación se intensificó, hasta el extremo de que hubo muchos rusohablantes que no eran rusos étnicos sino ucranianos socializados en la lengua dela Federación. Después de la independencia en 1991, ya en la Ucrania postsoviética, el ucraniano sigue siendo el único idioma oficial en el país; pero en 2012, el presidente Yakunóvich introdujo un proyecto de ley reconociendo "lenguas regionales", en virtud del cual el idioma ruso en particular podría ser usado oficialmente en las zonas predominantemente rusófonas de Ucrania, especialmente la cuenca del Donbás. Aquel fue el germen de la reivindicación rusa de estos territorios, después de que Moscú se adueñara de Crimea en 2014, ante la indiferencia occidental.
El 24 de febrero de 2022, Putin inició la guerra de Ucrania, que tanto Moscú como Occidente pensaban que conseguiría sus objetivos anexionistas en cuestión de días, dada la diferencia territorial, económica y militar entre agresor y agredido. Pero el gobierno proeuropeo de Zelenski logró no solo aglutinar la resistencia interna frente al invasor sino cristalizar el apoyo de la UE y de la OTAN, es decir, de Europa y Estados Unidos. El potente apoyo militar prestado por Occidente ha evitado el colapso de Ucrania y ha puesto a Rusia contra las cuerdas.
Putin, un personaje alejado del espíritu democrático y con su liderazgo bien afirmado en una Rusia férreamente controlada por la ‘nomenklatura’, no concibe la posibilidad de sufrir una derrota que lo pondría en ridículo ante su propio pueblo. Era profundamente ingenuo pensar, como hizo Trump, que su capacidad de seducción bastaría para hacer claudicar al presidente ruso y llevarlo a firmar la paz con Kiev. Probablemente Trump se convenció de esta cruda realidad en Alaska, cuando ambos se vieron el pasado agosto. Posteriormente, la errática diplomacia americana planteó la posibilidad de que ambos mandatarios celebraran una segunda reunión en Hungría, pero pronto se convenció el americano de que de nada serviría aquel esfuerzo, que ratificaría la negativa de Putin a claudicar.
Fue entonces cuando Trump mencionó la posibilidad de entregar a Ucrania los misiles BJM-109 Tomahawk, de crucero de largo alcance, que pondrían Moscú a tiro de los ucranianos. Pero la idea se desechó pronto por dos razones: primero, porque todavía hay un importante repertorio de sanciones que Occidente puede aplicar, y de hecho el Tesoro USA las acaba de anunciar, dirigidas a las dos mayores petroleras de Rusia, Rosneft y Lukoil, La economía rusa se resentirá seriamente.
En segundo lugar, el recurso a los Tomahwak elevaría el rango de la confrontación hasta extremos peligrosos para Europa, y podría traer incluso a escena la amenaza nuclear.
Con todo, existe un hartazgo generalizado con respecto a esta guerra, que tiene lugar en el corazón de Europa y que enrarece el sistema global de relaciones internacionales. Ha sido significativo que el primer ministro finlandés, Petteri Orpo, de centro derecha, acabe de declarar en Bruselas, adonde ha acudido a la reunión de líderes de la UE, que Donald Trump debería permitir a Ucrania utilizar los misiles de crucero Tomahawk de largo alcance de Estados Unidos para atacar objetivos en el interior de Rusia. No en vano Finlandia tiene una frontera de 1.300 kilómetros con Rusia. Sabe de lo que habla.
En definitiva, esta guerra no puede prolongarse y Occidente ha de disponerse a tomar decisiones. Primero, hay que aclarar si los EEUU están decididos a mantener incondicionalmente su apoyo a Ucrania y hasta qué punto Europa va a prestarse a incrementar significativamente su aporte de armamento. Será muy importante negociar con China al menos su neutralidad en el pleito y plantear un plan de respuesta frente a Rusia, basado en el estrangulamiento económico progresivo y en el refuerzo gradual del armamento puesto a disposición de Kiev. Se trata en el fondo de convencer a Putin de que Occidente no claudicará. Porque si no existiera esta firme voluntad de Washington, de la que no hay razones para dudar de momento, lo más atinado sería dejar caer a Ucrania y atenerse a las consecuencias. Porque Putin, en el fondo, está explorando hasta dónde piensa llegar Occidente en la defensa de sus posiciones.