‘El paraíso perdido’, frutos del árbol de la sabiduría

‘El paraíso perdido’, frutos del árbol de la sabiduría

Con frecuencia se olvida que el diablo fue ángel antes que diablo.

Pere Arquillué en 'El paraíso perdido'David Ruano

¿Qué quién es el diablo? ¿Ese ser maligno que tanto miedo da en las películas de terror? ¿Ese ser que conduce hacia el lado oscuro y salvaje de la vida, como si fuera un Darth Vader cualquiera? Todos los que piensen así cambiarán de opinión viendo la versión teatral del clásico El paraíso perdido de Milton en el Teatro María Guerrero.

Y es que con frecuencia se olvida que el diablo fue ángel antes que diablo. El favorito de Dios. El llamado a sentarse a su mesa y a su diestra, con la posibilidad de sucederle. Al que lo perdió el ansia. El ansia de poder más que el que todo lo puede. Por lo que fue desterrado y alejado junto a sus huestes.

Fue entonces cuando aprendió que había perdido la guerra y con ella el amor de Dios. Y cuando decidió no perder todas las batallas. Poniendo en cuestión a Dios siempre que hubiera ocasión. Un cuestionamiento que mueve a la transformación del status quo.

Con este espíritu descubre otra creación divina. El hombre y la mujer que traída a este mundo para el solaz y retozo masculino. Porque no era bueno que el hombre estuviese y se diese placer (sexual) solo.

Seres humanos, que pueden tomar sus propias decisiones, incluso contrarias a las leyes divinas. A diferencia del diablo, que, parafraseando a la vamp que sale en la película ¿Quién engaño a Roger Rabbit? , no es que es sea malo, sino que ha sido dibujado así. Y, por tanto, no puede ser de otra manera.

Lo anterior puede leerse como una broma, una humorada. Viniendo del falstafftico Andrés Lima, director de este montaje, podría ser. De hecho, el diablo da pena, llama a la compasión, pues va por las esquinas reclamando reconocimiento y amor. Ser querido por sus fieles y por su creador.

Para rebajar ese tono humorístico o guasón, que poco o nada irían con el original de Milton, la obra se oscurece. Pasa en la penumbra de la noche, en la que una luna llena a penas ilumina. Y el diablo, como payaso triste, lleva pintadas unas lágrimas negras.

Mientras que Dios gasta formas y maneras gurruchagescas. Se pueden llamar así porque viendo a Pere Arquillué en el papel es imposible que los que fueron adolescentes y jóvenes de los ochenta y noventa, no les recuerde a Javier Gurruchaga, el cantante de la Orquesta Mondragón que haría una larga y exitosa carrera de la que todavía puede seguir viviendo.

Se establece así una dialéctica en el que los seres humanos se vuelven campo de batalla entre el mal y el bien. Un campo favorecido porque al hombre se le dota de algo que no tiene el diablo: libre albedrío. Es decir, el diablo solo puede ser como es, malo, malísimo. Sin embargo, los seres humanos pueden decidir cómo ser. Buenos, si siguen las leyes divinas. O malos, contraviniéndolas, rebelándose.

En el primer caso, la vida seguirá igual. ¿Esto no es un infierno para muchos? Como lo es para Eva, creada, como ya se ha dicho, para acompañar al macho y darle placer (sexual) como quiera este. Pues no es bueno que el hombre este solo. En el segundo, el mundo se transformará. Cambiará. Porque pondrá en cuestión el orden establecido y favorecerá la posibilidad de otro orden, menos divino, más humano.

Unos seres humanos que gracias al conocimiento, fruto de la sabiduría, ponen en un brete al poder y el orden establecidos. Un conocimiento y una sabiduría al que todo poder tratar de evitar acceso, ponerle coto. Pues ¿no prohíbe Dios a Adán y Eva comer del árbol de la sabiduría? Y ¿por qué el poder quiere que los otros no sepan, no conozcan, no sean más sabios?

Todo lo anterior son reflexiones que suenan en la cabeza al salir del Teatro María Guerrero. Cuestiones que se han ido planteando de una forma poética y no dogmática. Tanto en el texto, que contiene muchos versos de Milton, aunque no todos, como en la puesta en escena.

Una puesta que destaca por su elegancia, de ahí el negro que domina casi toda la obra. Donde el único verso suelto es el dios omnipotente, papel chulesco y de barra de bar. Que llevando el traje de manera descuidada se pitorrea y cachondea de un pobre diablo, bien vestido, que está a su merced, porque a pesar de todo el diablo lo quiere y está necesitado de ser amado, de amor paterno y a la vez divino.

Una oscuridad que se ilumina cuando los seres humanos, mejor dicho, sus representantes en el Paraíso, Adán y Eva, se plantean que porqué Dios les prohíbe comer los frutos de la sabiduría. Quién y para qué los quieren necios antes que sabios. Quién los querría animales, que es lo que eran en el Paraíso, antes que humanos.

Algo que explica con una hermosa metáfora. Esa en la que unos Adán y Eva, animalizados como los simios de la icónica película de Kubrick, 2001: una odisea en el espacio, bailan Cheek to cheek. En ese cielo en el que se encuentran y del que es mejor huir, como hacen saliendo del teatro. Ya que se basa en la explotación y el sometimiento de la mitad la pareja, es decir, de la mujer.

Sí, esta obra convoca a escuchar uno de los poemas más largos y hermosos de la literatura occidental y seguramente mundial. En ese orden heteronormativo y occidental centrista que se está viendo cuestionado. Unos versos escritos en otra época, en otro contexto, pero que si son clásicos es por la capacidad que tienen de seguir contando lo que pasa y lo que nos pasa.

Y que han encontrado en Helena Tornero, la autora que ha versionado el texto, y en Andrés Lima, que lo pone escena, los mediadores necesarios para traerlos a la actualidad. Algo que hacen sin acusar, sin señalar, sin excusarse. Sino bailando pegados, cheek to cheek, junto al equipo artístico. Baile al que invitan a todo ese público que busca en el teatro algo más que divertirse o que le diviertan. Y que ese algo más les proporcione frutos del árbol de la sabiduría.