Israel ha engañado a Occidente
"Es necesario revisar la historia y reconsiderar los jucios de valor que merecen árabes e israelíes"

La historia de Israel relata un proceso arduo de construcción nacional, que ha durado dos milenios desde la destrucción de Jerusalén por los romanos y la consiguiente Diáspora, el largo periodo de exilio del pueblo judío, siempre guiado por el afán de regresar a la tierra de origen, la tierra prometida desde aquella limpieza étnica.
Los judíos han escrito sobre sus carnes una especie de eterno retorno, ya que desde muy prematuramente ha habido regresos de exiliados, que en mejores o peores condiciones han sobrevivido en una Palestina histórica que en 1517 pasó a pertenecer al imperio otomano. Pero la primera ola de asentamientos masivos de judíos en Palestina, conocida como «aliyiá», se inició en 1881, debida al maltrato que en Occidente recibían los judíos (conviene recordar que ya en 1492, los judíos asentados en España, que formaban la minoría sefardí, fueron expulsados por los Reyes Católicos, pasando a residir casi todos ellos a orillas del Mediterráneo) y a las ideas vertidas por Moses Hess, dispuesto a redimir el territorio que sustentaba a la patria hebrea. Aquella inmigración consistió en adquirir terrenos a los palestinos para fundar explotaciones agrarias. El surgimiento del sionismo, fundado por Theodor Herzl, dio lugar a la segunda Aliyá (1904-1914), en el curso de la cual emigraron a Palestina unos 40.000 judíos. En 1909 un grupo de judíos rusos que llegaron después del fracaso de la revolución de 1905, fundaron Degania, el primer kibutz.
En 1917, el ministro de Asuntos Exteriores británico, Arthur James Balfour, emitió una declaración que promovía la idea del establecimiento de una patria en Palestina para el pueblo judío (la llamada Declaración Balfour). En 1920, Palestina fue adjudicada al Reino Unido para su administración como Mandato de la Sociedad de Naciones. Entre 1916 y 1929, se sucedieron varios ataques por parte de los árabes contra las comunidades judías y cristianas residentes y contra los peregrinos occidentales a Tierra Santa. Los más importantes fueron los de 1920 y los de 1929 en Safed y Hebrón respectivamente (la matanza de Hebrón dejó profunda huella).
Después de la Primera Guerra Mundial (1914-1918) se produjeron la tercera (1919-1923) y la cuarta ola (1924-1929) de inmigración judía (Aliyás).
El avance del nazismo en 1933 dio lugar a la Quinta Aliyá. Los judíos de Palestina, que en 1882 suponían el 8 % de la población y que ya fueron el 16,9 % en 1931, pasaron a representar el 28,1 % en 1936 y eran propietarios del 6 % del territorio del Mandato británico en 1943. El Holocausto, junto con la negativa de las potencias occidentales a abrir sus fronteras, ocasionó otra ola de inmigrantes a Palestina, con los que llegó a haber unos 600.000 habitantes judíos.
En 1947, el gobierno británico decidió retirarse de Palestina y puso en manos de la ONU la resolución del conflicto. Tras el informe de la comisión Peel, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó el 29 de noviembre de 1947 un plan que dividía a Palestina en dos Estados, dando a los árabes y a los judíos una extensión similar de terreno. Y apenas dos semanas después, en una reunión pública celebrada el 17 diciembre, la Liga Árabe aprobó otra resolución que rechazaba de forma taxativa la de la ONU y en la que advertía que, para evitar la ejecución del plan de la ONU, emplearía todos los medios a su alcance, incluyendo la guerra.
El 14 de mayo de 1948, horas antes de que expirase el Mandato británico sobre Palestina, Ben Gurion proclamó el Estado de Israel en el territorio otorgado por el plan de las Naciones Unidas. Al día siguiente de la declaración de independencia, los cinco países árabes vecinos declararon la guerra al naciente Estado de Israel y trataron de invadirlo. En la guerra intermitente que se mantuvo durante los siguientes 15 meses (con varias treguas promovidas por la ONU), Israel conquistó un 26 % de terreno adicional al del antiguo mandato, mientras que Transjordania ocupó las áreas de Judea y Samaria, actualmente conocidas como Cisjordania, y Egipto ocupó el territorio correspondiente a la actual Franja de Gaza.
Al término de la guerra árabe-israelí de 1948, una población árabe estimada por la ONU en unas 711.000 personas se vio privada de sus hogares en las zonas controladas por Israel. De ellas, un tercio eran propiamente "refugiados" según la ONU, y los restantes, que se asentaron sobre la Franja de Gaza y Cisjordania, eran "desplazados".
El resto de la historia es conocida. Desde su fundación polémica en 1848 —el proceso de reconstrucción de una comunidad étnica muchos siglos después de haber quedado destruida—, Israel ha sido hostigada insistentemente por los países árabes de alrededor. Ya en 1956 tuvo lugar la Guerra del Sinaí, en la que toda la comunidad árabe trató de arrojar al mar a los judíos. La supervivencia del nuevo país ha estado constantemente en juego, lo que puede explicar en parte la ira israelí.
Pues bien: uno de los signos de identidad de la reforma política española que culminó en la Constitución de 1978 fue la recuperación plena de las relaciones entre España e Israel, país con el que la dictadura, que alardeaba de sus fraternidad con el mundo árabe, no estableció lazos diplomáticos. La nueva situación era compleja, ya que la inestabilidad de Oriente Medio hacía muy difícil, si no imposible, mantener a la vez buenas relaciones con los israelíes y con los miembros de la nación árabe, palestinos incluidos.
Fue entonces cuando surgió, alentado por Israel, un tópico que a muchos nos alivió la desazón de tener que optar entre judíos y árabes, dos términos grabados a fuego en la identidad de varias generaciones españolas. El tópico en cuestión era el de que Israel era la única democracia parlamentaria real del Cercano Oriente, por lo que la Europa de la posguerra mundial tenía una deuda de lealtad democrática con la joven nación, cuyos ciudadanos, además, habían sido victimas del Holocausto, la horrorosa operación de limpieza étnica que había promovido Alemania y que se saldó con seis millones de judíos asesinados.
El equilibrio de los afectos, las lealtades y los deberes democráticos que ha mantenido Occidente con el Próximo Oriente ha sido muy difícil de mantener porque el conflicto, que nunca ha dado tregua, no muestra resquicio alguno por donde pueda colarse un principio de solución. Pero la reacción israelí al atentado cometido por Hamás el 7 de octubre de 2023, cuando se cumplían 50 años de la Guerra del Yom Kippur, ha levantado el velo para dejar ver el gran engaño.
No hay palabras suficientes para condenar como merece la brutalidad de Hamás aquel 7-O, que costó unas 1.400 vidas y unos 25 secuestrados, algunos todavía en poder de los secuestradores. Pero la respuesta judía al gran atentado es intolerable. El “estado democrático” de Israel ha asesinado ya indiscriminadamente a unas 60.000 personas, en su mayor parte parte civiles, y ha provocado una abyecta hambruna, que resulta sencillamente inaceptable. Netanyahu, primer ministro legítimo, ha sido acusado de grave corrupción, y se mantiene sin embargo en el cargo por el estado de guerra que él mismo patrocina.
Así las cosas, es necesario revisar la historia y reconsiderar los jucios de valor que merecen árabes e israelíes. Ambos colectivos fanatizados por parecidas pulsiones nacionalistas e integristas. Y desde luego, muy lejos, tanto árabes como israelíes, de acatar las normas básicas de la democracia política. Después del genocidio cometido por Israel, reconocido y denunciado por el Tribunal Penal Internacional, ya no es cierto que este país sea la única democracia de la región.
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