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La infiltrada

La infiltrada

Parece evidente que esta no ha sido una simple anécdota.

La productora María Luisa Gutiérrez (d) pronuncia unas palabras tras ganar el Goya a la mejor película por 'La infiltrada'.EFE / JULIO MUÑOZ

El arte, dicen, es un feudo de la libertad. Libertad de expresión, de pensamiento, de creación. Una reserva espiritual donde las ideas campan a sus anchas y los artistas, en su infinita sabiduría, deciden lo que es digno y lo que no. Sin embargo, en esta Arcadia feliz siempre ha habido quien se cuela con zapatos embarrados. No todo lo que suena a elevado es cultura, y no todo lo que se agita en su nombre es arte. Pero, claro, hay quienes han hecho de la confusión su herramienta más afilada.

Siempre hubo infiltrados, pero nunca con tanto descaro. Y lo asombroso no es que existan, sino que los artistas de verdad, los que aún recuerdan para qué sirve una cámara o una pluma, se dejen arrastrar por ellos.

El sábado pasado, en una gala diseñada para epatar, lo de menos fue el cine. Se reivindicó lo predecible: vivienda, inmigración, paz, democracia. Lo de siempre, con la impostura de quien cree descubrir la pólvora en cada frase. Pero el golpe maestro llegó con un premio ex aequo que le puso la guinda al pastel. Y entonces, zasca: los Patriots hicieron su entrada triunfal.

Los productores de cierto film, de cuyo nombre no tuve más remedio que acordarme, aprovecharon el atril para soltar su arenga. Con el gesto grave de quien está impartiendo dogma, propusieron enterrar la memoria histórica, elevar a los cuerpos de seguridad del Estado a la categoría de superhéroes, únicos responsables de acabar con ETA y, ya de paso, lanzar un guiño al agro patrio. El discurso de clausura de la cumbre de los amigos de Abascal no tuvo lugar en Madrid, fue en Granada, en el prime time de la tele pública. ¿El colofón? Proponer a Torrente como presidente de la Academia de Cine. Brillante. El surrealismo alcanzó tales cotas que incluso Isabel Díaz Ayuso y Cayetana Álvarez de Toledo se pusieron de acuerdo en algo por primera vez.

Nunca se vio a los jefazos de las teles privadas aplaudir con tanto entusiasmo a un productor independiente. Se defendió el feminismo, claro, pero en su versión «como Dios manda». Se apeló a la libertad de expresión, por supuesto, como si en otro clima político alguien hubiera podido soltar semejantes bravatas sin consecuencias.

Quizá esto no sea una infiltración. Quizá sea el signo de los tiempos. Quizá el cine ha dejado de ser un arte para convertirse en un negocio que exige menos talento y más habilidad para moverse en la jungla de los intereses mediáticos. Pero en un país donde hacer cine es una odisea, donde los mismos que reniegan de los fondos públicos se lucran con ellos, donde el relato se modela a gusto del consumidor, parece evidente que esta no ha sido una simple anécdota. Ha sido, en toda regla, una infiltración con denominación de origen, patriótica.