Necesidad de un compromiso histórico
"Es exigible a los dos grandes partidos, PP y PSOE, y a los demás que quieran adherirse, que encabecen un compromiso histórico frente al neofascismo".

La situación general de este país es endiablada ya que nos encontramos en una coyuntura sin precedentes que presagia la hecatombe. En una verdadera democracia política, la alternancia es un mecanismo saludable de renovación y progreso, según la más general lógica hegeliana: el poder y la oposición —la tesis y la antítesis— se turnan en el gobierno del Estado, con ánimo de superación y de avance —de conseguir la síntesis como base de partida de un nuevo periodo—. Pero en España, donde actualmente gobierna una coalición de izquierdas y nacionalistas, la alternativa no es una inocua coalición de derechas sino una fórmula antisistema, que no representaría al otro hemisferio constitucional sino que acometería muy peobablemente la reversión del proceso democrático.
En estos días de canícula y sedimentación, se ha invocado fugazmente en la prensa española el precedente del ‘compromiso histórico’ italiano, una propuesta de avance de los años setenta del pasado siglo formulada por el comunista Enrico Berlinguer tras el golpe de Estado militar que derrocó a Salvador Allende en Chile en 1973. La tesis del entonces secretario general del PCI, expresada en un artículo de la revista del PCI Renascita, auspiciaba un pacto reformista entre las fuerzas moderadas —es decir, entre el PCI, el PSI y la democracia cristiana— que hiciera hincapié en la preservación de las instituciones y en la marginación de los radicalismos totalitarios. La oferta de Berlinguer, sumamente atractiva por razones obvias, encontró resistencia en una parte del PSI —Bettino Craxi y Riccardo Lombardi—, en el Partido Republicano de Ugo La Malfa y en el sector más conservador de la DC, dirigido por el entonces primer ministro Andreotti, quien más tarde haría evolucionar su posición.
El 20 de junio de 1976 hubo elecciones generales en Italia, a la sombra del compromiso histórico, ganadas por la Democracia Cristiana que obtuvo 262 escaños frente a los 228 del PCI. Con aquel resultado, el escéptico Andreotti mostró poco interés en la colaboración con la izquierda y apenas suscribió un acuerdo externo que se denominó Solidaridad Nacional. En 1977, el PCI puso en marcha el eurocomunismo, abrazado también por los partidos comunistas español y francés, que en la práctica depositaba a dichas formaciones en el terreno de la socialdemocracia avanzada.
El compromiso histórico no solo fue visto con malos ojos por la extrema derecha autoritaria y por la derecha más recalcitrante sino también por la extrema izquierda extraparlamentaria y en Italia con un perturbador lastre terrorista. Y el 16 de marzo de 1978 fue secuestrado el ex primer ministro Aldo Moro por las Brigadas Rojas justo cuando se dirigía a votar una moción de confianza al gobierno de Andreotti que sería apoyada por el PCI. Los secuestradores exigían la liberación de prisioneros y el reconocimiento político a cambio de la libertad de Moro; el gobierno rechazó cualquier tipo de negociación, y Moro fue asesinado el 9 de mayo. Tras este crimen atroz, los comunistas retiraron el apoyo a la administración encabezada por los democristianos, el gobierno trató de lograr inútilmente algún tipo de acuerdo con otras fuerzas políticas y no hubo más remedio que convocar nuevas elecciones. En ellas, la sacudida terrorista benefició a los extremos reaccionarios: la DC mejoró su posición y el PCI obtuvo solo 201 escaños. En febrero de 1980, la DC celebró un Congreso en el que ganaron los anticomunistas con Flaminio Piccoli al frente como nuevo secretario general; los partidarios de mantener el compromiso histórico, incluido Andreotti, salieron derrotados. El 28 de noviembre, Berlinguer dio por liquidado aquel intento político.
Es obvio que el caso español es distinto y distante del italiano. Pero existe una similitud intelectual innegable: la necesidad de reaccionar con soluciones de consenso entre demócratas cuando planea una amenaza autoritaria sobre la democracia política. Algo parecido ya se hizo en España cuando arrancó la Restauración después de una ardua etapa revolucionaria. Aquel régimen, basado en la Constitución de 1876 y dibujado por Cánovas, el líder liberal-conservador, se fundó sobre cuatro pilares: Rey, Cortes, Constitución y «turno» (alternancia pacífica entre los «partidos dinásticos» ). El «turnismo» facilitó el bipartidismo con dos grandes partidos, el Partido Conservador de Cánovas y el Partido Liberal de Sagasta, que se fraccionaron a la muerte de sus líderes.
En nuestro país, el sistema constitucional de 1978 desembocó en un bipartidismo imperfecto que funcionó con normalidad mientras el mapa de partidos se mantuvo en el terreno inequívocamente democrático. El surgimiento de VOX, una formación en todo semejante a la AfD alemana y al RN francés, como tercera fuerza, rompe la inercia del régimen y, dada la actitud ambigua del Partido Popular, nos amenaza con una regresión inaceptable en aspectos vitales del sistema de libertades: no podríamos aceptar pacíficamente una renuncia a los códigos de derechos humanos, incluido el debido respeto a las minorías étnicas y el rechazo al pasado autoritario, o un comportamiento condescendiente con la violencia de género o contra el colectivo LGTBIQ+.
Según los sociólogos políticos, estamos en riesgo de que VOX no solo arrastre en el futuro a los ideológicamente afines sino también a los sectores de la sociedad más desfavorecidos, descontentos con las fuerzas convencionales, decididos a promover el voto antisistema (el del cuanto peor, mejor). Nunca el fuego y la rabia fueron remedios contra los desajustes sociales o las fallas políticas. Por ello, es exigible a los dos grandes partidos, PP y PSOE, y a los demás que quieran adherirse, que encabecen un compromiso histórico frente al neofascismo. La dificultad de un entendimiento de esta naturaleza entre formaciones que desconfían unas de otras es bien evidente. Pero no existe camino alternativo. Para que la democracia sea realmente fecunda, ha de recuperar la confianza recíproca entre los dos principales actores, en términos de lealtad y servicialidad al Estado. Aunque se detesten entre sí, PP y PSOE deben mantener enhiesta y bien llameante la luminaria democrática.
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