Trump se estrellará en Ucrania
Putin, inteligentemente, se ha portado hasta ahora con Trump con exquisita amabilidad, pero no es difícil de ver que la estrategia rusa ha sido de simple apaciguamiento.

La altura política e intelectual de Trump se puso de manifiesto mucho ante de su segunda victoria electoral cuando manifestó reiteradamente que, de ganar de nuevo la presidencia de los Estados Unidos, resolvería el conflicto ucraniano en veinticuatro horas. Como era previsible, en esta ocasión ha sido imposible pasar de las palabras a los hechos. No solo no se ha resuelto esta inquietante guerra en el corazón de Europa, sino que estamos a punto de llegar al fondo del cul-de-sac que contiene este episodio, urdido por el sátrapa Putin con el oscuro objetivo de seguir aparentando ser el líder de una potencia mundial. Cuando, si no fuera por disponer de un arsenal atómico heredado de la bipolaridad y por la inquietud que genera la evidencia de que Rusia no es democrática y por lo tanto resulta imprevisible, ese gigantesco país sería un pedazo descarnado e irrelevante del Tercer Mundo.
La aventura ucraniana de Putin fue, evidentemente, una bien meditada operación para consolidar la “gran Rusia” después de que la URSS saltara por los aires gracias al realismo de Gorbachov. En 2014, con Obama en la presidencia USA, el ‘brexit’ aún si concretar y una Europa saliendo de una crisis económica profunda, el líder ruso, en el poder desde 1999, lanzó a modo de avanzada la apropiación de Crimea. Como es conocido, este territorio, que formaba parte de la URSS, fue transferido a la República Socialista Soviética de Ucrania por Jruschov en 1954, por lo que la comunidad internacional convalidó tácitamente aquella apropiación.
Con aquella acción dudosa, Putin reafirmó su autoridad en su país al mismo tiempo que constataba la indiferencia occidental ante sus arbitrariedades. Y decidió seguir adelante con la táctica. El siguiente objetivo era Ucrania, un territorio que había sido conflictivo en la segunda guerra mundial —Moscú acusó a los tártaros de Crimea de haber colaborado con los nazis y los expulsó de su suelo— y cuyas provincias más orientales eran rusófonas. Si conseguía adueñarse de Ucrania, se reforzaría lógicamente su estatus autoritario.
Tal argumentación, basada en los efectos cohesionadores del nacionalismo en las dictaduras, tenía un envés evidente: de ninguna manera puede Putin admitir una derrota en toda regla en Ucrania. Si se diera este caso, sus propios ciudadanos pondrían en solfa su débil autoridad y él caería antes o después. Por lo que es de una conmovedora ingenuidad sugerir siquiera que la guerra puede terminarse mediante el simple diálogo entre las partes, con o sin mediación de terceros. Putin, que ha invertido además grandes cantidades de recursos en debilitar a Ucrania, no cejará hasta lograr una «paz honrosa», es decir, hasta arrancar una parte del territorio ucraniano y garantizar la neutralización del país, para no dar ocasión a nuevas confrontaciones.
Putin, inteligentemente, se ha portado hasta ahora con Trump con exquisita amabilidad, pero no es difícil de ver que la estrategia rusa ha sido de simple apaciguamiento.
La insistencia de Trump en el encuentro de Alaska sobre la conveniencia de que Putin celebre una reunión con Zelenski pone de manifiesto que el norteamericano no ha entendido del todo lo que está pasando. Con toda probabilidad, un cara a cara entre el agresor y el agredido terminaría en cerrada e inútil confrontación. Ni es imaginable que el líder ucraniano ceda graciosamente las provincias de Donetsk y de Lugansk a Putin, ni que Putin acepte retirarse de todos los territorios ocupados desde 2014.
Este desacuerdo tendrá además una derivada estratégica: difícilmente transigirá Putin pacíficamente con que Ucrania obtenga de la OTAN y de la UE una firme garantía de seguridad que la ponga en el futuro a salvo del aventurerismo ruso.
Se entiende perfectamente que Washington insista ante Europa en que la UE asuma sus responsabilidades en este asunto. Pero el Viejo Continente tiene intensos acuerdos en vigor con Estados Unidos que obligan a ambas partes a una mutua cooperación basada no solo en intereses sino también en ideales políticos. Los Estados Unidos no pueden legítimamente barajar la hipótesis de desinteresarse de lo que ocurra en Ucrania porque su condición de gran potencia se apoya también en la fraterna e indisoluble familiaridad entre América y Europa que se plasma en la OTAN y en una historia en común que por dos veces ha registrado grandes conflictos en los que Occidente ha salido adelante.
En definitiva, Trump solo reculará si se ve obligado a ello. Es decir, si Ucrania sigue recibiendo los flujos de armamento que le permitan mantener en jaque a las tropas rusas y si Occidente incrementa las sanciones a Moscú. Porque de nuevo hay que decir que Rusia es un país pobre, que por añadidura está siendo abandonado por sus antiguos aliados. China siente lógico embarazo ante esta guerra imperialista de Moscú que le dificulta la normalización de sus productivas relaciones con Occidente.
La otra posibilidad sería arrancar a Moscú un alto el fuego, tras el cual seguiría una larga etapa de conversaciones fallidas y de escaramuzas intermitentes. Para Putin, sería una solución provisional, pero para Crimea sería un calvario inmerecido. En cualquier caso, la UE debe persistir, como hasta ahora, en el camino atinado de abrir los ojos a Trump para que acabe interiorizando el carácter complejo de esta guerra inquietante. Y para que deje de manejar soluciones simples que son oxígeno para Putin.
