"Y al indiferente, la legislación vigente"

"Y al indiferente, la legislación vigente"

El buenismo es el peor remedio que se puede aplicar a lo que ya está diagnosticado como enfermedad: el triunfo del populismo, que es el envoltorio de celofán de la mentira y el cinismo. La única manera de que el pueblo inglés sea consciente de las consecuencias de la decisión que ha tomado libremente con el Brexit, y de que otros pueblos tomen debida nota, consiste en que las consecuencias sean las que estrictamente correspondan.

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Dos de los más grandes políticos que ha tenido el Reino Unido, William Gladstone y Benjamin Disraeli, de segunda mitad del siglo XIX, fueron famosos por sus continuos enfrentamientos, que hacían las delicias de los cronistas y de los comentarios de la corte. Ambos fueron primeros ministros, y ambos, líderes de la oposición, y quizás quede corta la comparación con la inquina de genes entre el perro y el gato. Los dos son un binomio de referencia en la fecunda historia del parlamentarismo británico y de la famosa flema british, que no es exactamente lo mismo que el fair play o juego limpio, del que mucho se presume pero que no siempre se tiene en la despensa.

Unas de las más demoledoras definiciones sobre un adversario la dio Disraeli sobre su tradicional oponente, respondiendo a una pregunta sobre la diferencia entre desgracia y desastre. "¿La diferencia entre una desgracia y un desastre...? Si Gladstone se cayera al río Támesis, sería una desgracia, pero si alguien lo sacara, sería un desastre". La cita ha pasado a la historia, y sirve para ilustrar muchas situaciones políticas. Llevándola al nivel de refrán, podría resumirse en que a veces el remedio es peor que la enfermedad, o que, como susurraba espasmódico el dictador Franco cuando le dieron la noticia del asesinato del presidente del Gobierno almirante Carrero Blanco, más que delfín orca del Régimen, "no hay mal que por bien no venga".

Tras el sorprendente triunfo del Brexit, aquella idea loquinaria a la que nadie le daba un duro, perdón, un penique, el Reino Unido quiso recuperar el pragmatismo sobre el que se sustentó su dominio de los mares -la piratería y el corso para robar el oro y la plata a los galeones españoles que regresaban de las Indias- y su posterior Imperio. Otro insigne estadista inglés, lord Palmerston -enterrado en Westminter, por cierto: porque a tal señor, tal honor-, dejó dicho para despejar dudas en aquellos días y en el futuro que "No tenemos (Inglaterra) aliados eternos y no tenemos enemigos perpetuos. Nuestros intereses son eternos y perpetuos y nuestra obligación es vigilarlos".

Cuando una mayoría de británicos decidió marcharse de la Unión Europea, pegando un maleducado portazo después de haber estado viviendo políticamente del cuento desde que entraron, tras la muerte del general De Gaulle -que siempre les vetó por enredadores, porque no se fiaba de su europeísmo, además de porque no quería demasiados gallos en el corral-, no lo hicieron sin saber lo que hacían, o desconociendo los datos sobre las consecuencias. Otra cosa es que no hicieran caso a los europeístas y a los pragmáticos que sí les decían cuáles podrían ser los resultados, los efectos secundarios del prospecto, en los que no se paraban. Fue una resurrección exitosa del nacionalismo populista de entreguerras en la Europa unida en el largo proceso que empezó con el Tratado de Roma. Y en el peor momento, cuando los euroescépticos del Reino Unido tenían imitadores en otros países, y no solamente por la 'crisis migratoria'.

Cada estado de la UE ha de advertir a los británicos y a los pescadores en río revuelto, de que con la cuchara que cojan, con esa comerán.

Antes de que se produjera ese fenómeno, sin duda impulsado por una nula política común europea en materia exterior y de seguridad, con dirigentes comunitarios mediocres que destrozaron el legado de Delors y Solana, entre otros, ya los nacionalismos tontorrones, simplones y ombliguistas, fabricaron la correspondiente cortina de humo: Bruselas y su centralismo chupasoberanías y la oleada inmigratoria... (en buena parte consecuencia de la estúpida, irresponsable y enorme chapuza política de la invasión de Irak: cuando cayó el castillo de naipes montado por Bush hijo y sus acólitos se agudizaron los problemas regionales y se propagó un poderoso y descontrolado incendio, por los países árabes, en Irak, en Afganistán, en Siria, en Libia... Fue el cuarteto de las Azores y su grupo de apoyo los que pulsaron el botón que opuso en marcha un éxodo masivo, que se superpuso a la inmigración económica que había adquirido tintes de problema estratégico europeo en la década de los 90).

Ahora, Jeremy Corbyn, el líder laborista del ala izquierda, reconfirmado por las bases, tan distante aparentemente de la Tercera Vía de Blair, coge el testigo y se convierte al Brexit y se suma a los que ven un peligro para Reino Unido en la libre circulación de los europeos en Europa.

En Europa, en medio del desconcierto, fueron a pesar de todos los pesares más las voces que pedían prudencia y amistad en la despedida que las que, como Merkel y Hollande, querían rapidez y aviso a navegantes, conscientes de que una salida sin consecuencias daría oxígeno a los mensajes aislacionistas, nacionalistas y, en fin, xenófobos. De una xenofobia abierta, que empezaba por los turcos, los sirios, los libios, pero que seguiría con los vecinos del pueblo d al lado.

No es ninguna frivolidad. Las cartas que el Gobierno de Theresa May está enviando a los comunitarios que viven en Reino Unido desde hace décadas, que están casados con ingleses y que incluso tienen hijos ingleses, o que trabajan completamente integrados, sea en grupos de investigación de alto nivel o como conductores de taxis o pequeños propietarios, revelan una fría determinación. Tras rellenar, como revela el The Guardian, formularios de más de 80 páginas, la respuesta más frecuente que reciben los extranjeros residentes cuando piden la nacionalidad es que "como usted no tiene alternativa para permanecer en el Reino Unido, debería hacer planes a partir de ahora para marcharse...".

El resto de la Unión Europea tiene ante sí un dilema: o reaccionar como se reacciona en situaciones de crisis, aplicando prudentemente la proporcionalidad, pero manteniendo la firmeza, o transigiendo a los constantes desafíos de los tránsfugas, lo que equivaldría a abrir la puerta a una cadena de problemas de imprevisibles consecuencias. Todo lo que puede empeorar empeorará sin remedio, dicen las leyes de Murphy. Y el buenismo es el peor remedio que se puede aplicar a lo que ya está diagnosticado como enfermedad: el triunfo del populismo, que es el envoltorio de celofán de la mentira y el cinismo. La única manera de que el pueblo inglés sea consciente de las consecuencias de la decisión que ha tomado libremente, y de que otros pueblos tomen debida nota, consiste en que las consecuencias sean las que estrictamente correspondan.

Porque, volviendo a la contestación de Disraeli sobre la diferencia entre una desgracia y un desastre, conviene no olvidar que la decisión del Reino Unido de marcharse de la Unión Europea sería el equivalente a que Gladstone cayera al Támesis: una desgracia. Pero rescatar al náufrago y seguir como si nada hubiera ocurrido, equivaldría a la segunda parte del ejemplo: sería un desastre, para el futuro inmediato de Europa en primer lugar.

Este otro político del que voy a hablar, y al que traté mucho, no tiene nada que ver ni con Palmerston, ni con Disraeli, ni con Gladstone... No era inglés sino de Valleseco (Gran Canaria) y más del campo que las manzanas, una de las fuentes de riqueza de su pueblo. Hombre de alguna frase ocurrente y sentenciosa solía repetir, sobre su concepto de la política en el franquismo, algo que no era suyo original, pero que sí tomaba como propio: "Al enemigo, por el culo, al amigo, hasta el culo, y al indiferente, la legislación vigente". Las dos primeras sentencias, por llamarlas de alguna forma, son además de anticonstitucionales y por ello ilegales, indecentes y corruptas, por lo que no son de aplicación en una democracia. Pero tal como se están poniendo las cosas post-Brexit, no cabe la menor duda: hay que aplicar con toda su rotundidad ejemplarizante la legislación vigente. A nivel colectivo, con epicentro en Bruselas, y a nivel nacional, en cada país. Cada estado de la UE ha de advertir a los británicos y a los pescadores en río revuelto, de que con la cuchara que cojan, con esa comerán.