De personales delirios: La telefonofobia o las angustias que Graham Bell nunca imaginó

De personales delirios: La telefonofobia o las angustias que Graham Bell nunca imaginó

Estas fobias interfieren marcadamente con la rutina normal de la persona, con las relaciones laborales (o académicas), familiares y sociales.

Silhouetted shot of a young businesswoman making a phone call outdoorsMarco VDM via Getty Images

Hace poco leí que la mayoría de los mal llamados millennials han desarrollado “una absurda fobia telefónica” — ese es el término exacto que utilizó el artículo que leí — debido a “causas poco claras y la mayoría de las veces ridículas”. El artículo, además, se extendía en detallar y explicar por qué la incapacidad para responder una llamada telefónica podría clasificarse como una “notoria falta de madurez” entre las generaciones educadas durante las últimas décadas del milenio y las primeras del nuevo siglo. Que, además, demostraba que los nuevos medios sólo “idiotizan a la población” y convierten sin duda a buena parte de los adultos jóvenes del mundo en “zombis tecnológicos”. Leí aquella densa parrafada con una extraña mezcla de furia, angustia y tristeza, porque durante toda mi vida me he enfrentado a lo que suelo llamar una “batalla a ciegas” contra el teléfono y la conversación telefónica. ¿El motivo? no podría señalar uno específico, pero es bastante evidente que se trata de algo más que una reacción “sin sentido” debido a la influencia de las redes sociales y el mundo virtual en mi vida. Una percepción sobre la comunicación que raya lo preocupante y se expresa como una rara forma de comprender las relaciones personales en nuestra época.

Me ocurre con frecuencia (tal vez a usted también, mi querido lector, o al menos eso espero): El teléfono suena y de pronto, sufro una especie de parálisis de puro pánico. Miro el aparato — mientras por supuesto, la campanilla sigue sonando — sin atreverme a levantar el auricular hasta que, en una especie de arrebato demencial, lo levanto. Se me seca la garganta cuando intento contestar. Escucho a mi interlocutor, que lógicamente no tiene idea de mi pequeño dilema y cuando finalmente le respondo, lo hago con una humillante vocecita temblorosa, como si contestar el teléfono fuera el gesto más aterrador del mundo. Y para mí, lo es. Tal vez parezca gracioso — realmente a mí me lo parece, una vez que cuelgo claro — pero mi fobia telefónica me ha traído más de un traspiés, momentos incómodos y, sobre todo, una serie de situaciones más o menos sin sentido que me lleva esfuerzos controlar.

No fui de esas adolescentes que se colgaban horas a conversar por teléfono. Tampoco uso el teléfono para dar noticias, ni buenas ni malas. De hecho, todos los que me conocen alguna vez han sido testigos de esta particularidad crisis de ansiedad vía cable directo. Largos silencios, respuestas incómodas y entrecortadas, risas sin sentido, respuestas cortas y espasmódicas a monosílabos sin mayor explicación. Durante años pensé que todo era medianamente normal, pero una vez que la cosa comenzó a ser realmente preocupante, me dediqué un poco de información al respecto. Y me encontré que no estaba sola. Como todo en este mundo moderno, esta especie de alergia telefónica está debidamente clasificada por la ciencia y se denomina “Telefonofobia” y se define — ¿podría ser de otra forma? — como un temor injustificado e irracional a contestar llamadas telefónicas. Investigando un poco la información al respecto — que resulta tan hilarante que me pregunto si es cierta — el origen del padecimiento es una brusca experiencia desagradable mientras se sostiene una bocina telefónica o al recibir una llamada. Como no podía ser de otra forma, en EEUU hay toda una red de ayuda para el singular trastorno y, de hecho, el padecimiento incluso se encuentra en el directorio de la mundialmente conocida red de ayuda para trastornos de ansiedad social (mira por aquí si te interesa ver la información o sientes simple curiosidad) lo cual, sin duda, le brinda alguna respetabilidad — veracidad, vamos — al tema.

En un mundo intercomunicado, resulta imprescindible esa habilidad mínima que supone conversar telefónicamente y que por alguna razón que desconozco perdí o nunca tuve.

Pero en mi caso, el pánico a responder el teléfono no tiene ningún detonante, que yo recuerde. Ni sufrí una experiencia traumática sosteniendo el teléfono o padecí algún hecho tortuoso mientras conversaba animadamente por teléfono. Lo mio se trata de una combinación de timidez, impaciencia y, cómo no, mi proverbial torpeza social. De manera que, diagnósticos aparte, lo mío parece más el fruto de esa suprema incomodidad que me produce socializar — en cualquiera de sus variantes — y que se traduce sin duda, en este estrafalario comportamiento teniendo la bocina del teléfono en la mano. Y aunque parezca algo hilarante, la mayoría de las veces resulta preocupante y en otras, francamente vergonzoso. Porque, en un mundo intercomunicado, resulta imprescindible esa habilidad mínima que supone conversar telefónicamente y que por alguna razón que desconozco perdí o nunca tuve.

Y es que la fobia telefónica, es una especie de handicap del delirio en un mundo intercomunicado. Y eso que mucho tengo que agradecer a los correos electrónicos, a los mensajes privados vía Facebook y Twitter, y a las cada vez más esporádicas — pero todavía sobrevivientes — entrevistas personales para sobrevivir en el mercado laboral y en el personal. Pero todavía estas fobias interfieren marcadamente con la rutina normal de la persona, con las relaciones laborales (o académicas), familiares o sociales. Dicho así, puede parecer extravagante y hasta exagerado, pero en mi caso, llamar por teléfono es toda una odisea que termina causando trastornos de pequeños a grandes en todo tipo de ámbitos: si veo mi teléfono celular sonando y el número me resulta desconocido, lo más probable es que no conteste y permanezca largos minutos mirándolo sonar, sin saber que decir. Siendo freelance, la costumbre tiene la inmediata consecuencia que puedo ofender a un potencial cliente o lo que es peor, perder directamente el trabajo. Pero, aun así, continúo mirando, con los ojos muy abiertos, la pantalla del celular sin atreverme a contestar. Si eso no es una fobia social paralizante, no sé cuál podría ser, suelo pensar con cierto cansancio.

Hace poco, conversaba con una amiga sobre lo extraño que resulta esta fobia mía, y ella comentaba, con muy buen tino, que no es tanto lo singular que pueda parecer, sino lo por completo inoportuna. Porque básicamente es la fobia menos conveniente para alguien que vive de llevar a cabo relaciones públicas y de largas conversaciones. Me hizo reír el pensamiento. Hace unos días, había estado leyendo algunas cosas sobre el síndrome de ansiedad telefónica y alguien ponderaba sobre la existencia o no del trastorno. Y tuve esa sensación, casi dolorosa de escucharme a mí misma pensar en términos parecidos, de preguntarme si no era exageraciones de mi mente hiperactiva o mi propia neurosis descontrolada. Claro está, todo eso lo reflexiono hasta que suena el teléfono y me congelo, con las manos apretadas casi en un nudo doloroso, escuchando el sonido del teléfono hasta que en un impulso lo respondo y todo aquel ciclo de silencio, tartamudeo y pánico comienza de nuevo. ¿Existe o no? Para mí, por supuesto, es muy real.