La trampa del mundo líquido: autistas sociales, previvientes y medios sin audiencias
Experimentamos una inflamación cognitiva por el superávit de datos y predicciones que calculan que lo peor de nuestras vidas está a punto de llegar a la vuelta de las vacaciones.

Hace unas pocas semanas saltaba una alarma social en EEUU que ponía de relieve que su ciudadanía ha comenzado un proceso de distanciamiento consciente de la realidad informativa. Ante el panorama que los medios de comunicación les reflejan sobre lo que va sucediendo en su país y en el mundo, la preocupación principal ya no radicaría en expresar una queja sediciosa por la falta de objetividad periodística y la pérdida de veracidad en las informaciones, sino que su respuesta, al menos en cuatro de cada diez estadounidenses, es la de practicar una deserción voluntaria hacia un estado cuasiautista, consistente en mantenerse desconectados de las noticias, en convivir con la ignorancia para sentirse menos desdichados y en la recreación de una fantasía alucinatoria en la que nada de lo que sucede a escala global va con ellos.
Estos aspectos son consentidos por el sujeto para componer un ungüento con el que aliviar el escozor de las heridas emocionales. Unas heridas para las que no hay manera de que encuentren una solución que sea satisfactoria, salvo la de caer en el narcisismo integral, es decir, en tomar la salida de rendirse al autoerotismo o, dicho con otras palabras, que el único objeto que les podría importar es aquel que coincide plenamente con ellos mismos. El enunciado que se filtra desde el inconsciente colectivo sería el de “nadie me quiere salvo yo, que sí que me quiero”. Y este otro de “todos me persiguen porque me odian, por eso yo los odio a ellos”. El cruce de ambas premisas estaría anudando, por un lado, la disolución del hambre de conocimiento y, por otro, el desvanecimiento de la responsabilidad social sobre lo que sucede en el entorno del prójimo. Por consiguiente: “No quieren saber lo que ya saben”. Este es un mecanismo de defensa para superar la angustia existencial de no poder materializar las expectativas en las que fueron educados.
En paralelo, estamos experimentado una inflamación cognitiva por el superávit de datos y predicciones que calculan que lo peor de nuestras vidas está a punto de llegar a la vuelta de las vacaciones. Todo está determinado, y no hay respuestas ni alternativas que puedan ser eficaces o curativas ante esa sombra de sufrimiento inminente. De manera que cuando alguna autoridad política pone encima de la mesa ciertas posibilidades de subsanación, estas son calcinadas inmediatamente por los adversarios y por los expertos por considerarlas inútiles en lo importante. Así que solo cabe una cosa: prepararse para el desastre.
Los avances de la ciencia nos han permitido predecir el futuro en una cierta proporción y solvencia. En la esfera del diagnóstico genético, desde hace unas décadas podemos acceder a una hoja de ruta posible de nuestra salud en base a tener o no ciertas mutaciones en nuestros genes. Poder saber si somos portadores de ciertas señales que nos hacen ser proclives a desarrollar ciertos tipos de cáncer (por ejemplo, la mutación del gen BRCA1 en mujeres equivale a tener un 80% de posibilidades de padecer cáncer de mama). El resultado que se obtiene por hacerse una prueba genética proporciona luz sobre qué puedes esperar que te suceda. Sin embargo, no aporta información sobre cuál será el nivel de gravedad de la enfermedad y ningún dato sobre cuándo surgirá.
Hacerse un test genético se convierte así en una forma racional de afrontar la mortalidad de la vida, aunque no queda exenta de una inclinación al masoquismo, ya que las personas que comulgan con su lógica a menudo caen en la ética de la “supervivencia por anticipado”, quedando virados en el arquetipo del superviviente, de forma que deciden privarse de ciertos hábitos y formas de existir en aras de prevenir el posible castigo o la anunciada desagracia (de un modo u otro, albergan la esperanza absurda de que gracias a la abstinencia lograrán librarse de la deuda aunque venga determinada biológicamente).
En el trasfondo solo hay miedo, uno bien primitivo y acuciante, motor de una forma ascética (del mismo árbol que la religiosa) para negar el exceso y demostrar que es cierto que el ser humano, en realidad, solo ha aprendido a valorar la vida en base a contrastes (de ganancia y pérdida, de placer y dolor, de vida y muerte, de gasto y ahorro, de seguridad e incertidumbre, de lo que me falta en comparación con lo que tiene el otro al que envidio). Una cascada de días tranquilos y hermosos más tarde o temprano cae en el desdén de las personas, como si en vez de ser afortunados por recibirlos se les estuviera condenando al conformismo, la repetición y el aburrimiento. La broma que se encuentra al final de este recorrido es que la predisposición genética no ofrece un resultado seguro, solo es una profecía que podría cumplirse.
Volviendo al miedo, es importante rescatar para nuestro entendimiento que la fase avanzada de la modernidad líquida diagnosticada por Zygmunt Bauman se edifica en torno al modo en que las personas viven asustadas de forma regular. En concreto, se observa una triple causación para que este estado emerja y persista: (i) estar asustado por no saber qué pasará mañana; (ii) estar asustado por sentirse impotente, ya sea para evitar que sucedan las cosas que te hacen daño, ya sea para lograr aquellas cosas que uno desea y (iii) derivado de las dos anteriores, estar asustado por sufrir de una descontrolada falta de autoestima. En suma, avergonzarse por no ser capaz de anticiparse a los fenómenos y cambiar su curso.
Es sintomático que frente a la preparación que el entorno político está distribuyendo entre la opinión pública a la hora de explicar los efectos de la cruenta crisis (una inflación que continuará estando alta pese a que los tipos de interés vayan al alza, la presumible congelación de las rentas, las subidas de impuestos y una desalentadora nueva ola de desempleo), lo que predomina en la sociedad es una denegación de la realidad, pero no como una fórmula para llegar a transformarla (buscando soluciones para evitar los golpes) sino para alcanzar un estado de insensibilidad tal que aunque nos estén pinchando unas veces con una fina aguja y otras con una gruesa y oxidada barra, el dolor pase desapercibido. Entonces, lo que podemos colegir es una dualidad entre la conciencia del previviente versus la inconsciencia voluntariamente adoptada de aquellos que extraen de una posición de ignorancia una intelección válida para soportar las vicisitudes de la vida. Efectivamente, queda implícita la clásica dualidad entre el “creyente” y el “ateo” pero con otro sentido.
En este juego de significados intercambiados, el que es creyente continúa con la tradición de ceder su libertad a cambio de orden, a cambio de poder construir una esperanza en que el mañana funcionará mejor que el ayer, y de lograr un clima de seguridad para conservar lo que cada uno tiene de bueno en el ahora, aunque este escenario solo sea la teatralización de una sensación que no existe en la naturaleza. El creyente-previviente acepta lo que le viene determinado por la cultura unidimensional del estado-de-las-cosas (un estado, el menos malo posible, en el que no está permitido un sentimiento de rechazo ni de crítica materialista). Al otro lado de la orilla quedarían los ateos-autistas sociales, esos que no creen en la mejoría del futuro y optan por focalizar sus caprichos en el presente, buscando a toda costa una forma de proteger su ego y proyectar certidumbre. El malestar está servido para ambos tipos de comensal puesto que ninguno hallará lo que busca en esta mesa.
En resumen, la nueva fase líquida del mundo actual profundiza en una siembra a gran escala de la sospecha: “Nada funciona, nada me sirve y nadie se preocupa por mí”. Utilizando para esta empresa nihilista un arsenal de prejuicios irracionales que se lanzan en todas las direcciones. Las consecuencias de la sospecha y la desconfianza, motivadas por ese miedo inoculado en el gen cultural de nuestra época, desembocan en el hecho de que la comunicación queda mutilada y desvalorizada.
Uno de los rasgos democráticos que supuestamente garantizan los medios de comunicación es el de asegurar y cultivar la diversidad y la apertura cognitiva y empática hacia los extraños y hacia los intereses de colectivos en los que uno mismo no está integrado directamente. Los medios de comunicación recibieron en los albores de la modernidad sólida la misión de pacificar las ideologías de la confrontación para establecer una coexistencia útil y solidaria entre minorías, etnias, clases y culturas. Debían procurar el robustecimiento del diálogo y de la retórica de la inteligencia científica para encumbrar estas cualidades hasta la cima del prestigio y el reconocimiento social por los propios actores de la comunicación. Sin embargo, lo que está sucediendo en el relato histórico es lo inverso: se está alentando la conformación de una sociedad de la vulnerabilidad comunicativa, es decir, una sociedad dominada por un tipo de comunicación cuyo propósito es atacar, escindir y culpabilizar al contrario, fomentando la exclusión y la degradación de ideas, valores e identidades de ciertos colectivos sociales.
La sociedad está sedienta de que los medios de comunicación occidentales (como último reducto de la marca de la Razón) puedan articular un rumbo prometedor que corrija el declive de un discurso cultural que está produciendo masivamente desertores o fundamentalistas. Un rumbo que permita vislumbrar al ciudadano una alternativa a la dualidad entre ser previvientes versus ser un autista social. Quizá una fórmula capacitada para este menester sea la de asumir como función orgánica el convertirse en “imagólogos”, tal y como Bauman y Milan Kundera los mencionaban (expertos en analizar las imágenes que nos impactan para comunicar significados compartidos que provoquen respuestas colectivas unificadas en torno a valores éticos). Esta operación aterrizada comenzaría por seleccionar en el centro informativo a las personas que pueden encarnar los arquetipos de heroicidad contemporánea. El objetivo del medio “imagólogo” sería el de enmendar la crisis de autoridad de las instituciones, los políticos y las familias, presentando un modo renovado de atraer la atención sobre referentes junto a una forma de hablar que sea naturalmente identificada como “la verdad”.
Hemos contemplado cómo la otanización de Europa, surgida durante la reciente cumbre de Madrid, resucitaba una experiencia que indudablemente te atrapa sin poder oponer asaz resistencia (incluso aunque uno sea reluctante con aquella organización militar): la experiencia de unión y el hecho de que las alianzas que te conectan con muchos son más efectivas que optar por quedarse dentro de una concha.
La iniciativa de los medios de comunicación para atajar el movimiento regresivo de los que deciden romper sus ataduras con el consumo de información (como un impulso de venganza por su propia impotencia para influir en la historia) debería circular por esa misma dirección para lograr por convencimiento el establecimiento de un afecto que sea percibido como auténtico: “Nunca más solos. Tú y yo juntos”. Este simple mantra podría ser una estrategia válida para que los medios recuperasen para sus audiencias a miles de “ateos” que despertarían de su sonambulismo social, pero también a miles de “creyentes” liberados de su tendencia al determinismo ascético. En ambos casos, preparados para reconocer lo que tienen ante sí y para experimentar en sus mentes y cuerpos el análisis de un mundo complejo e injusto. Así pues: “Sí que sabrían lo que les gustaría no saber”. Este sería el principio de la llamada a la acción.