No tengo 'suerte' porque mi marido cocine y limpie

No tengo 'suerte' porque mi marido cocine y limpie

PeopleImages via Getty Images

Eran las 7 de la tarde cuando mi marido llegó a casa del trabajo tras parar en el súper para comprar unos artículos de primera necesidad: leche, huevos y compresas (de las alargadas).

Sobre una pelota suiza en mitad del salón y con una toalla caliente en mi regazo recién salida de la secadora mientras doblaba la colada, el saludo que le dediqué vino seguido de una petición: "¿Puedes hacer la cena, por favor?".

Quitándose el abrigo de lana y desabotonándose los puños de la camisa del trabajo, asintió, con las manos debajo del agua del grifo y preparándose para hacer la cena. "Ya estoy en ello".

Ya me he acostumbrado a añadir una pizca de humildad, una muestra de que me siento culpable por haber pregonado mi buena fortuna: ¡Estoy casada con un hombre que se dobla los calcetines y los de mi hija también! ¡Qué milagro!

Traducción: lo siento por ti si te pasas horas cocinando, haciendo la colada y rascando en el retrete mientras tu pareja está en el sofá viendo el fútbol o jugando a los videojuegos. No es mi intención restregarte por la cara que en mi casa nos dividimos las tareas.

La palabra que suelo escuchar cuando menciono que mi marido sabe hacer rollitos de canela o que se guarda los calcetines en el cajón es "suerte".

No es mi intención restregarte por la cara que en mi casa nos dividimos las tareas.

"¡Anda!", me dicen las mujeres, solo las mujeres. "¡Qué suerte tienes! Ojalá mi marido hiciera eso".

A la luz de un reciente estudio publicado en la revista Gender and Society, es evidente que tenemos unos valores atípicos en casa. En una revisión de encuestas realizadas por todo Estados Unidos entre los años 1976 y 2016, los investigadores de la Universidad de Chicago descubrieron que aunque cada vez hay más concienciación sobre la igualdad de género en lo referente a las labores del hogar, la mayoría de los estadounidenses siguen pensando que las mujeres cisgénero deberían realizar más tareas del hogar y cuidar de los niños. Y aunque los estudios indican que los padres de la actualidad pasan el triple de tiempo cuidando de los niños que los abuelos en 1965, ese "triple" sigue siendo, según sus propias declaraciones (lo que da pie a un gran margen de error), ocho horas a la semana.

Nuestro entendimiento no surgió de forma automática. Ha sido complicado de alcanzar. Ahora pido, pero durante muchos años tuve que exigir.

Criado por una madre que se dedicaba al cuidado del hogar y por un padre al que le gustaba que las cosas fueran así, mi marido no sabía demasiado sobre tareas domésticas cuando nos casamos y aún menos sobre cocinar. Sigo chinchándole sobre el destrozo que hizo cuando intentó preparar tallarines de sobre antes de casarnos un día que mi dama de honor y yo nos sentamos en el salón para intentar organizar la boda.

Durante gran parte de nuestros primeros años casados, yo trabajaba 60 horas semanales como periodista y también le dedicaba horas al hogar: hacer la comida, la limpieza y recoger sus calcetines sucios del suelo del salón.

Por favor, vacía el lavavajillas. Por favor, dale vueltas a la salsa de queso. Por favor, haz la salsa de queso. Por favor, no me hagas pedirlo por favor.

El nacimiento de nuestra hija fue la gota que colmó el vaso. Lloraba, hacía caca, me agarraba usando sus dedos como tenazas, pidiéndome que la cogiera en brazos en todo momento.

Cuanto más alto lloraba, más elevaba yo la voz. Por favor, vacía el lavavajillas. Por favor, dale vueltas a la salsa de queso. Por favor, haz la salsa de queso. Por favor, no me hagas pedirlo por favor.

En esos primeros días como madre, adopté una estrategia pasivo-agresiva: ignoraba las torres de platos que había en el fregadero o la montaña de ropa sucia tirada en el suelo del baño y le dedicaba más y más silencios a medida que pasaban los días y él seguía sin limpiar ninguna de las dos cosas mientras el bebé seguía creando más montañas de ambas. Mi marido me preguntaba si pasaba algo y yo le gruñía "nada" o "no me apetece hablar de ello".

Lo que de verdad quería decir era "Sí que pasa. ¿Por qué no eres capaz de ver que necesito ayuda?".

Lo que él oía eran portazos para indicarle que no quería que entrara. No podía leerme la mente. No sabía lo mucho que deseaba que pusiera una lavadora o que metiera los platos al lavavajillas.

Sus intentos de arreglar la situación eran torpes pero bienintencionados: cuando volvía de la compra me traía bolsas de mis chuches favoritas para animarme, me llamaba para preguntarme si quería que trajera pizza para cenar. Estos intentos derretían mi gélida actitud y lograban que me ocupara de los platos, de la colada y de pasar el plumero y la aspiradora. Pero la casa volvía a ponerse patas arriba de nuevo y el ciclo volvía a repetirse.

Hablábamos. Yo chillaba. Incluso fuimos a terapia de pareja.

Fue a través de una discusión como me di cuenta de que él quería que habláramos más. Discutir (no pelear) nos resultaba productivo porque nos comunicábamos, utilizábamos nuestras palabras. Cuanto mejor aprendía a expresar mis necesidades, mejor se volvía mi marido adelantándose a mis necesidades.

Tras 18 años casados, nuestro matrimonio sigue siendo imperfecto, pero seguimos queriéndonos y aprendiendo.

Soy la que más dinero aporta a la economía familiar. Mi salario ha superado al de mi marido durante todos los años que llevamos casados menos en dos (los años inmediatamente posteriores al nacimiento de nuestro bebé). Hago algunas de las tareas del hogar, pero cuando yo estoy con mi segundo o tercer trabajo, él hace incluso más que yo en casa.

No soy más afortunada que los hombres cuya esposa llega a casa tras largos días de duro trabajo remunerado solo para terminar las tareas domésticas.

Es quien hornea deliciosas hogazas de pan los fines de semana, quien cocina salsas caseras contundentes las noches entre semana, quien llega a casa después de trabajar y de pasar por el súper y va directo a la cocina para preparar comidas saludables (y a veces no tan saludables) para nuestra familia de tres miembros.

Y aun así no soy más afortunada que los cientos de miles de hombres cuyas esposas llegan a casa tras largos días de duro trabajo remunerado solo para colgar el abrigo y arremangarse para terminar las tareas domésticas, algo que en la actualidad sigue siendo lo que se espera de las personas de su sexo.

No soy afortunada. Soy igual.

Para nuestra hija, que se ha criado en un hogar en el que mamá tiene tres trabajos y papá uno, esto es lo normal. Mamá puede pasarse la tarde en la oficina editando fotos de un retrato familiar (uno de mis tres oficios es fotógrafa) mientras papá pasa la fregona por el comedor y prepara una lasaña en el horno. Mamá puede pasar la tarde del domingo en el sofá, libro en mano, exhausta después de cinco duros días de trabajo más la sesión fotográfica de una boda el sábado, mientras papá corta el césped.

Mi hija ve a unos padres que han acordado una carga de trabajo equitativa. Eso es estupendo, pero no se trata de tener suerte.

Tener suerte es encontrar un trébol de cuatro hojas. Tener suerte es que te toque el premio en un rasca y gana. Tener suerte es superar un cruce antes de que el semáforo se ponga rojo.

Decir que tengo suerte de que mi marido de cuarenta y pico años sea capaz de hacerse la cena, colgar su toalla en el toallero y llamar para preguntar si puede ir a recoger a la pequeña del entrenamiento de fútbol cuando sale pronto del trabajo hace que parezca que este adulto es la prueba de que me ha tocado el premio de la bolsa de cereales de la vida.

Pero no tiene nada que ver con la suerte abrir la caja de cereales por la mañana y que haya cereales dentro. El problema es abrir la caja y que no haya nada de nada.

Este post fue publicado en el 'HuffPost' Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.