Lo que ese pelo en el sofá quiere decirte

Lo que ese pelo en el sofá quiere decirte

Perder un calcetín no es un incordio, es una lección de vida.

Un limón momificado en una nevera.Javier Zayas Photography via Getty Images

A veces es un calcetín. Otras veces el envoltorio de un paquete de magdalenas. O un bolígrafo. Quién no se ha encontrado en casa con un bolígrafo fuera de sitio. Ahí, sobre la encimera de la cocina. Descapuchado y extemporáneo, como depositado por un personaje de una película que no es la nuestra. También forman parte de esta categoría las puertas de los armarios medio abiertas y, por supuesto, ese limón en la nevera que se ha momificado y que descubrimos de repente. Y, por simetría, todas esas cosas que buscamos pero que no encontramos ni a la primera ni a la tercera. Encabezando la lista, claro está, las llaves de casa. Y también el cargador del móvil o una horquilla para el pelo.

La categoría es la de las cosas. En concreto, la de las cosas que tienen vida propia. Que se muestran o se ocultan con rebeldía, contradiciendo la militar y escrupulosa organización de nuestro cerebrito que, si existe para algo, es para crear orden en el caos. Por eso cuando algo o alguien se sale de lo esperado, como en el caso de esa amiga que regresa luciente de la peluquería, se sobresalta y nos sobresalta.

Cada uno mantiene su propio nivel de desorganización en cuanto a las cosas que están fuera de sitio. Hay quien convive sin problemas con una plancha en el dormitorio, que desde la funda de flores observa todos sus movimientos: los somnolientos, los legañosos, los obscenos. Y ahí está la plancha, día tras día, noche tras noche, como un soldado de guardia esperando que alguien la enchufe para entrar en acción. Con su piloto rojo apagado, deseando encenderse. Sobre todo, cada vez que presencia movimientos obscenos. Ese tipo de persona, en general, también puede convivir con una guantera del coche preñada de papeles y objetos inútiles. Y con pelusas correteando por la casa, cual bólidos ingrávidos.

Otras personas, por el contrario, no toleran las mismas pelusas y se enfurecen cuando hay un solo pelo en el sofá. Ese pelo que está en todos los sofás del mundo, incluso cuando llegan a casa nuevos, de fábrica. Esas mismas personas no aguantan que las toallas se amotinen y se arremolinen, ni los botes de gel de baño abiertos. Suelen tener criterios estrictos para ordenar su ropa, como por ejemplo por colores o tamaños, y le echarán la bronca sin dudarlo a esas medias que sobresalen, como lenguas translúcidas, del cajón de la ropa interior.

Unas y otras, las que toleran más y las que toleran menos la desobediencia de los objetos con los que viven, se ven frenadas o molestadas en sus procesos mentales cuando se los topan a contrapelo. O cuando no los encuentran. A veces es en el cuarto de baño, otras veces en medio del pasillo y algunas veces más en la cocina. O en el salón, o en la oficina. El asunto clave aquí, le pese a quien le pese, es que eso es una gran cosa.

En algún momento hay que parar. Y, como la mayoría de la gente no sabe ni cómo ni cuando, de un tiempo a esta parte los objetos se están rebelando cada vez más

Que los objetos se rebelen y estén fuera de sitio es algo grande, porque sirven de retenedores de una vida que cada vez se nos está acelerando más. Si no fuera por esos momentos nada frenaría ni el rumiar de nuestros pensamientos ni esa prisa crónica que tenemos por llegar a no se sabe dónde. No encontrar el bote de café por la mañana y entregarse de inmediato al frenesí de abrir todas las portezuelas no es una tragedia, es una llamada a lo contrario, a detenerse. De igual manera, un envase que se resiste a abrirse y un mando a distancia que juega al escondite tienen un mensaje para nosotros. Y es que la prisa no puede extenderse sin solución de continuidad a lo largo y ancho de todos los momentos y aspectos de nuestra vida. Que en algún momento hay que parar. Y, como la mayoría de la gente no sabe ni cómo ni cuando, de un tiempo a esta parte los objetos se están rebelando cada vez más. Para traernos de nuevo a la calma, al detenimiento, a la reflexión.

Por eso, perder un calcetín no es un incordio, es una lección de vida. Una inesperada manera de practicar mindfulness. Y por eso, la próxima vez que nos pase, lo mejor que podemos hacer, cuando lo encontremos, es dialogar con él. Con el calcetín. ¿De qué? Fácil: del sentido de la vida. En concreto, del poco sentido que tiene nuestra vida apresurada.

MOSTRAR BIOGRAFíA

Escritor desde que tengo memoria, directivo durante buena parte de mi vida y siempre un alma intensa. Con el tiempo he ido acumulando gran cantidad de títulos y cargos de los que intento liberarme para ser yo mismo la mayor parte del tiempo. Escribo para aclarar pensamientos o para recordar cosas que considero importantes. A veces lo hago solo porque mis ideas desbordan lo que soy y necesito colocarlas en algún sitio. Pero sobre todo trato de dar sentido a lo que nos ocurre. Por eso soy feliz si alguien encuentra luz o calor entre mis líneas aunque, por fortuna, tengo muchas otras maneras de serlo. Lo que pondría en mi tarjeta de visita, si tuviera una, sería Director Creativo.