'Call me by your name' o la gramática del deseo
Así comienza, con unos párrafos tan llenos de presagios, y con unas palabras que ya nos hablan del deseo, la hermosa novela de André AcimanLlámame por tu nombre. Parecía lógico que una historia de iniciación, de pasión homosexual, en la que la naturaleza humana parece ser un apéndice más de la Naturaleza que brota sudorosa en verano, fuese adaptada al cine por James Ivory.
De hecho, hay mucho en la película que nos recuerda a Una habitación con vistas - Italia como escenario capaz de remover las pieles, el baño de los hombres solos en mitad del campo - y, por supuesto, hay mucho en ella de una de las más bellas de amor entre hombres que hemos visto en el cine. Me refiero a Maurice, en la que el británico adaptó la magnífica novela de un escritor a recuperar: Edward Morgan Forster, otro de esos genios tan contemporáneos que compartió revoluciones con Virginia Woolf y el círculo de Bloomsbury. Quizás la dirección del italiano Luca Guadagnino pudiera resultar en principio poco acorde con los materiales de partida, pero, vista la película, no cabe ninguna duda de que hay una evidente conexión entre ella y las pasiones que retrató en la estupenda Cegados por el sol (2015).
La hermosura de Llámame por tu nombre, una de las películas más bellas que he visto en los últimos meses, reside en que va mucho más allá del relato de un amor de verano entre un chico de 17 años y un atractivo profesor norteamericano. Además de cómo Guadagnino y Ivory nos cuentan esa historia con una perfecta gramática de las emociones, lo más impactante de esta película es cómo nos transmite la mecánica del deseo, el despertar de los cuerpos, el insondable misterio que hace que todo nuestro ser sienta una convulsión. Una convulsión que por supuesto es emocional pero que también es puramente física, orgánica, material. Y eso es lo que sentimos cuando seguimos a Elio en su peripecia, cómo también es lo que nos llega cuando Oliver le da señales. Todo ello, además, en el marco de una Naturaleza desbordante, fotografiada con colores intensos y abrasadores, que se convierte por tanto en una parte más de los fluidos y de las conexiones. Esa Italia de calores y de estanques, de bicicletas y de mares en los que emergen restos de culturas en las que ninguno amor tuvo miedo a decir su nombre, y que tan querida ha sido siempre para Ivory, es el paisaje perfecto para que dos hombres se dejen llevar por la chispa que enciende sus cuerpos.
Llámame por tu nombre es, por supuesto, una película sobre un amor homosexual, una historia de un adolescente que anda buscándose, un retrato fugaz de unos años 80 en el que todo parecía a punto de caramelo para dar un salto hacia otro lugar, pero sobre todo es una película sobre el deseo. Un deseo que es como la fruta que brota espléndida de los árboles de la finca, que se hace líquido como el zumo de albaricoque: "... los firmes y redondeados carrillos del albaricoque con el hoyuelo en el medio me recordaron cómo su cuerpo se había estirado de una rama a otra con el culo prieto y redondeado recordando el color y la forma de la fruta. Tocar el albaricoque era como tocarlo a él."
La pasión de Elio y Oliver - que resulta tan creíble gracias además de la magnífica interpretación, y al innegable atractivo, de Armie Hammer y del joven Timothée Chalamet - es la traducción rotunda de lo que sentimos justo en esos instantes en que perdemos el miedo y nos dejamos arrastrar por lo que nos pide la piel.
Llámame por tu nombre es una película de pieles, de sudor, de líquidos, de músicas que parecen entremeterse por los pliegues, de olores en los que se mezcla el agridulce semen con el azúcar de las frutas maduras. Y es justo en ese intercambio de cuerpos donde los nombres dejan de pertenecernos, se hacen intercambiables. La fusión perfecta, el abandono, la alegría, el éxtasis.
Y quizás, como final que no es sino un principio, el inevitable reconocimiento de que todo amor, todo fuego, todo deseo, dura tanto como dura la madurez de un albaricoque. De ahí que nunca debiéramos renunciar a calmar nuestra sed con el zumo que nos acaricia desde los árboles. Pese al posible dolor que vendrá después. El dolor de vivir:
Pero también el dolor de haber vivido, y la satisfacción de haber sentido, tal y como en una de las escenas más bellas de la película le dice su padre a Elio:
El padre sabio, que un día renunció y de lo que se arrepintió, y que ahora es capaz de concluir con el mejor resumen de esta intensa y abrasadora película: "No sentir nada por miedo a sentir algo es un desperdicio"
Este artículo fue publicado originalmente en el blog del autor.