Claroscuros del 20-N
"Hay muertes que liberan, y el fallecimiento del Caudillo es la efeméride emancipadora que nos ha permitido ser auténticos, con virtudes y defectos"

El quincuagésimo aniversario de la muerte del dictador, que se conmemora este 20 de noviembre, tiene un agridulce reflejo en los medios de comunicación. El aniversario viene precedido de una riada de análisis sobre aquel óbito trascendente, sobre el proceso político que se abría con la muerte del fundador del régimen unipersonal que duró cerca de cuarenta años, sobre la vigencia y el estado de salud del régimen democrático laboriosamente construido por los españoles a partir de aquel hecho biológico, y, la verdad, el saldo global de los juicios emitidos en los periódicos es agridulce.
Por una parte, España es hoy un país brillante y en ascenso, ubicado en el grupo de cabeza de la economía y la política globales. Nos hemos sacudido la pátina agrarista, introspectiva y tercermundista que el franquismo nos imprimió y hoy se nos reconoce la modernidad, la capacidad de crear y de innovar, el protagonismo adquirido por nuestros propios méritos colectivos. Del aislamiento y la decadencia autárquicos hemos pasado a la apertura y a mostrar un protagonismo activo en el multilateralismo en boga. En este sentido, podemos alegrarnos, henchirnos de gozo por el uso que hemos hecho de nuestra capacidad de autodeterminación, ejercida sin complejos ni supervisiones.
Si somos conscientes de todo lo anterior, tendremos pocas dudas de que no hay razones para la pesadumbre a secas. Hay muertes que liberan, y el fallecimiento del Caudillo es la efeméride emancipadora que nos ha permitido ser auténticos, con virtudes y defectos. Pero como el afán de superación es propio de los regímenes de libertades, conviene lamentar que este 20-N no sea más pletórico ni esté más limpio de huellas anacrónicas.
Por una parte, en la prensa de hoy relumbra el reconocimiento de una gran falta de pedagogía después de la desaparición de dictador. Nuestros jóvenes no han estudiado en los tramos obligatorios la significación de aquella satrapía, el sentido de la democracia, el valor de la Constitución, el precio que muchos pagaron por la libertad. Nuestros egresados de los colegios saben más de los Austrias o de los neandertales que de Franco y sus adláteres que ganaron una cruenta guerra civil y mantuvieron una larga, ineficiente y dolorosa dictadura. Solo esta realidad explica el resultado de algunas encuestas. Según la del instituto 40dB publicada hoy por “El País”, casi tres cuartas partes de la población (73,7%) cree que “la democracia es preferible a cualquier otra forma de Gobierno”; un 17,4% considera que, “en determinadas circunstancias”, “un régimen autoritario puede ser preferible” y un 8,8% afirma que le es “indiferente un régimen que otro”. Entre los votantes de Vox ―tercera fuerza política en España― el porcentaje que prefiere la democracia baja al 48,9% y el que en determinadas circunstancias optaría por un régimen autoritario sube hasta el 38,3%. Por franjas de edad, casi una cuarta parte de los jóvenes ―el 23,6% en el caso de la generación Z (18-28 años) y el 22,9% en los millennials (29-44)― cree que en determinados supuestos puede ser preferible un sistema no democrático.
Por otra parte, las noticias relacionadas con el aniversario, que son muchas y tienen variados e imaginativos enfoques, coinciden inevitablemente en las portadas con sonrojantes y repulsivas informaciones relacionadas con la corrupción de los dos últimos secretarios de organización del PSOE, que montaron un repugnante negocio de tráfico de influencias y cobro de comisiones, y con el rastrero saqueo del presidente de la diputación de Almería, del Partido Popular, quien encabezaba con otros miembros de la corporación, alcaldes y prohombres de la provincia, otro indecente negocio de importación de mascarillas cuando la pandemia, a precios de oro porque la mayor parte de los recursos públicos invertidos terminaba en los bolsillos de los infames personajes.
Lo grave del caso es que los dos asuntos mencionados –las lagunas pedagógicas y la corrupción rampante no son del todo independientes uno del otro: la corrupción desincentiva la democracia, devalúa su crédito, expulsa a los ciudadanos que querrían participar en su autogobierno. Si la política fuera un espectáculo limpio, decente, bien controlado, inaccesible a los truhanes, el autoritarismo no llamaría la atención de mucha gente que comprueba que nuestra democracia no está a la altura de los requerimientos.
Alguno dirá que hoy es día de expresar el gozo por el fin de la tiranía y no de mostrar decepción por la obra de nuestro país emancipado. No comparto esta tesis: conviene que se sepa —y que se recuerde con énfasis cada 20-N que la democracia irrenunciable que construimos tras la dictadura padece alguna grave enfermedad, que, si bien no amenaza su vida, sí le impide realizar los anhelos colectivos que legítimamente mantiene la sociedad de este país.
