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Esto va más allá de salvar la universidad

Esto va más allá de salvar la universidad

La comunidad universitaria se está organizando. Se han convocado concentraciones y huelgas los días 26 y 27 de noviembre, con una gran manifestación interuniversitaria en Atocha el 27 a la 18:00h en Atocha, para decir alto y claro: abajo la ley de universidades de Ayuso.

Huelga el pasado 24 de octubre en Ciudad Universitaria, Madrid.Pablo Blazquez Dominguez/Getty Images

Seguro que a día de hoy, en muchas familias madrileñas todavía se guarda como un tesoro la foto borrosa del primer graduado universitario. Un traje prestado de papá, una beca de terciopelo y unos padres que la miran sin terminar de creerse que ese título también lleva sus apellidos, nacido seguramente de muchos esfuerzos. Y es que en pleno 2025, aunque suene sorprendente, sigue pasando: seguimos teniendo primeras generaciones en la universidad. Muchos de mis amigos son la primera generación en ir a la universidad, yo mismo lo soy, y muchos de los entraron este año en primero de carrera seguramente también lo sean. Esto son historias de orgullo, pero también el reflejo de que la equidad educativa aún tiene mucho trabajo por hacer, pero, sobre todo, también es una historia frágil.

Porque mientras miles de jóvenes empujan para ser la primera persona de su familia en pisar un aula universitaria, el Partido Popular en la Comunidad de Madrid está diseñando una ley que hace exactamente lo contrario de lo que debería: recortar autonomía, consolidar la infrafinanciación y poner bajo sospecha —y bajo la amenaza cuasi dictatorial de una multa— cualquier forma de crítica y protesta organizada ante los estudiantes que miran con incertidumbre al futuro. Porque no poder imaginarnos un futuro en Madrid también es una decisión política.

Los estudiantes madrileños llevamos años sufriendo una violencia silenciosa. La infrafinanciación universitaria, este plan de años de ir ahogándonos poco a poco, como la rana que no salta de una olla que acabará hirviendo, no sale en los titulares como un escándalo de corrupción, pero es una forma muy concreta de violencia social. Son mil pequeños cortes que, sumados, han dado como resultado que las bibliotecas que no pueden renovar libros, facultades que recortan congresos, ayudas a investigadores o materiales básicos; laboratorios que trabajan con equipamiento obsoleto; grupos que no se abren porque “no hay docente”; contratos precarios que expulsan talento. Y pese a todo, el mejor talento sigue saliendo de las universidades públicas madrileñas.

El gobierno de Ayuso, ante esta realidad, ha decidido hacer todo lo contrario a lo que pide el sentido común. Consolidar por ley ese recorte histórico: solo te doy el 70% de lo necesitas, y lo que te falte buscas la vida, colega, que para eso ya están los fondos buitre. Y es que no se trata solo de que “falten recursos”, sino de que se naturalice que la universidad pública tiene que vivir permanentemente al límite, dependiendo de préstamos condicionados, recortes internos y “fondos competitivos” que premian a quien se adapta mejor a los criterios del gobierno regional de turno, que curiosamente, lleva siendo durante 30 años de manera ininterrumpida el Partido Popular.

La Universidad Complutense es un ejemplo extremo de ello, pues a día de hoy está obligada a mantener recortes del 35% en el gasto de sus facultades entre 2026 y 2028 para poder pagar un préstamo de la propia Comunidad de Madrid. Es decir, tiene que seguir recortando sus presupuestos por pedirle dinero al mismo Gobierno que se ha negado a financiar correctamente, si quiera para algo tan importante como pagar las nóminas de sus trabajadores.

Ya lo dijo el portavoz de la Comunidad de Madrid, Miguel Ángel García: “Esto es un éxito, Madrid cuida a sus universidades”. Ya, claro. Mientras tanto, el gobierno vende como “apuesta por la excelencia” lo que, en la práctica, es un abandono, golpeando más fuerte a las universidades y facultades con más alumnado de origen popular, a las carreras menos “rentables” en términos de mercado, es decir, a las áreas que sostienen la crítica, las humanidades y las ciencias sociales.

Y es que ante esto claro que tenemos todo el derecho a protestar, a alzar la voz y decir que no está bien lo que se está haciendo. Aunque como siempre, la respuesta es clara por parte de Ayuso, la represión. Un proyecto de ley que mantiene un régimen sancionador desproporcionado contra la protesta estudiantil y académica. Y aunque hayan reculado en las multas de 1.000.000 de euros, gracias a la presión social que han liderado el estudiantado de la universidad pública, la lógica de fondo se mantiene. Se contemplan multas de hasta 15.000 euros por colocar determinadas pancartas o por actos considerados “falta de decoro institucional”, y cuantías de hasta 300.000 euros por manifestaciones no autorizadas o acampadas que se interpreten como impedimento del “normal funcionamiento” de la universidad. El mensaje es claro: protestar puede salirte tan caro como arruinar tu vida entera. Si es que el hecho de no poder seguir estudiando no ha arruinado ya tu proyecto de vida.

El derecho a la protesta y a la libertad de expresión no es un adorno del campus: es parte de lo que significa la universidad como espacio de pensamiento crítico. Convertir una sentada o una acampada simbólica en una posible ruina económica no “protege la libertad”, la ahoga. Cuando el gobierno autonómico dice que quiere “garantizar la autonomía universitaria y la libertad de cátedra” mientras aprueba un código sancionador que intimida a estudiantes, profesores y personal, lo que realmente está haciendo es poner un bozal a la crítica.

Pero es que lo más desconocido, aunque también lo más importante de esta ley es el control político y empresarial sobre las decisiones de las universidades. El borrador refuerza el poder de los Consejos Sociales, órganos donde la mayoría de vocales son designados por la Asamblea de Madrid —es decir, por la mayoría política del PP— y donde se sientan representantes de grandes empresas y figuras afines al PP, como el director del Corte Inglés, Francisco Marhuenda o el diputado Pablo Posse.

A través de estos Consejos Sociales colonizados, la Comunidad quiere controlar aspectos desde la aprobación de presupuestos hasta decisiones estratégicas de cada centro. Decisión a decisión bajo el estricto control de la lupa del Partido Popular. Es decir, la universidad pública madrileña queda, de facto, bajo la tutela de un órgano donde pesan más los intereses del gobierno regional y de las grandes empresas que la comunidad universitaria.

La infrafinanciación pública, la colonización del poder de los Consejos Sociales y un régimen sancionador desproporcionado forman parte de un mismo diseño: empujar a las universidades a depender de la financiación privada, disciplinar a la comunidad universitaria y garantizar que nadie “se pase de la raya” en la crítica. Si las universidades no tienen dinero suficiente para mantener sus bibliotecas, sus laboratorios, sus plantillas o sus programas de becas, ¿qué opciones les quedan? Acudir a “fundaciones amigas”, a convenios con grandes empresas, a patrocinios que condicionan la investigación, a sociedades mixtas donde el ánimo de lucro se cuela por la puerta de atrás. Y, por supuesto, subir tasas y precios públicos siempre que se pueda.

Mientras tanto, el discurso oficial se viste de palabras bonitas: “excelencia”, “competitividad”, “internacionalización”, “neutralidad ideológica”. Y es que detrás de toda esta palabrería solo se esconde la verdadera intención del PP, que la educación sea un negocio, la universidad sea un bien de mercado, que los estudiantes sean clientes, el conocimiento sea producto y las personas que protestan sean vistas como un problema de orden público.

Tenemos una enorme herida generacional, fundamentada en que, mientras nos decían que no nos esforzábamos, desde el poder promovían un modelo donde el esfuerzo ya no era suficiente. Y eso, además de ser duro, es una tremenda mierda difícil de aceptar: si esta ley sale adelante, habrá una generación de jóvenes en Madrid sin futuro posible, porque no va importar tus notas, las horas de trabajo mientras estudias para pagar la matrícula o la segunda hipoteca que se pidan tu padres para pagarte los estudios. Todo eso no valdrá para nada, simplemente porque no naciste rico.

A día de hoy, hay miles de chavales y chavalas que estudiamos en casas pequeñas, compartimos habitación con nuestros hermanos, trabajamos los fines de semana para poder pagarnos el abono transporte o la residencia, vivimos, sobre todo, con la presión de ser “la esperanza” de su familia. Muchos somos hijos de personas que dejaron el instituto para ponerse a trabajar, hijos de migrantes que llegaron con lo puesto, jóvenes que hemos escuchado toda la vida que estudiar era la forma de tener un futuro distinto.

Para nosotros, la universidad no es un capricho ni una foto de Instagram: es una apuesta vital. Y lo doloroso es que, con leyes como esta, el mensaje cambia. Ya no es “si te esfuerzas, podrás”, sino “si tu familia tiene dinero, quizá”. Cuando la financiación pública no alcanza, las becas son insuficientes, los alquileres son imposibles y las tasas no bajan, la puerta de la universidad se va cerrando silenciosamente en la cara de quienes más la necesitan. No es que se les prohíba entrar, es que el camino hasta la puerta es una maldita prueba de obstáculos: falta de becas de comedor en etapas anteriores, trabajos mal pagados, problemas de salud mental, residencias inaccesibles, escasez de ayudas al estudio. Y a quienes logran entrar se les dice, por si acaso “Cuidado con protestar, porque una pancarta o una acampada pueden terminar en una multa que no podrás pagar ni en diez años”.

No están en juego los campus, está en juego nuestro presente. A veces se habla de la universidad como si fuera un mundo aparte, desconectado de la vida cotidiana. Lo que ocurra en los campus de Madrid en los próximos meses va a marcar el tipo de sociedad que seremos dentro de diez, veinte, treinta años. De las universidades saldrán los médicos y médicas que nos atenderán, el profesorado de la escuela pública, los ingenieros que diseñen infraestructuras, los trabajadores sociales que sostengan los servicios públicos, los juristas que interpreten las leyes, los investigadores que desarrollen vacunas, tratamientos, tecnologías y proyectos culturales. Cada recorte, cada multa, cada decisión tomada desde un Consejo Social colonizado por intereses privados tiene un eco en la calidad de la sanidad, de la educación, de la cultura, de la democracia. Una universidad asfixiada económicamente, amedrentada por sanciones y tutelada políticamente es una universidad menos capaz de innovar, de pensar, de incomodar, de servir al bien común. Es un lugar donde se aprende a no molestar, a no cuestionar, a no salirse del guion.

Y si las próximas generaciones crecerán con el mensaje de que la universidad es un lujo para quien pueda pagarlo y una jaula para quien se atreva a protestar, porque uno de los pocos ascensores sociales que quedaban se ha roto definitivamente. Pero se acabó, ya basta, no podemos permitirlo. La comunidad universitaria se está organizando. Se han convocado concentraciones y huelgas los días 26 y 27 de noviembre, con una gran manifestación interuniversitaria en Atocha el 27 a la 18:00h en Atocha, para decir alto y claro: abajo la ley de universidades de Ayuso. Hay que impedir que esta ley salga adelante. Eso significa estar en las calles, en las asambleas, en las facultades, construyendo alianzas entre quienes trabajan, estudian y sostienen la universidad pública. Significa explicar a la sociedad que esto no va de un conflicto corporativo, sino de democracia, de igualdad, de futuro. Pero si, pese a todo, el PP utiliza su mayoría absoluta para imponer esta norma, tampoco podemos permitir que caiga en el olvido. Habrá que recordar cada artículo, cada multa, cada recorte cuando llegue el momento en el que los madrileños podamos revertir todo esto. Habrá que decirlo con todas las letras: quienes hoy votan una ley que castiga la protesta, asfixia la financiación y entrega las decisiones a Consejos Sociales colonizados por intereses privados son responsables de que miles de jóvenes lo tengan más difícil mañana.

Muchos tenemos hermanos pequeños, primos, vecinas que sueñan con ir a la universidad. Algunos ya están en el instituto, otros todavía en Primaria. Cuando les miramos, sabemos que su esfuerzo no puede depender del saldo en la cuenta bancaria familiar. Sabemos que no es justo que su futuro se decida en un despacho donde se calcula cuánto beneficio puede sacar una empresa de un máster, de una cátedra patrocinada o de un laboratorio privatizado.

La universidad pública madrileña ha sido, durante décadas, un lugar donde millones de personas han cambiado su vida y la de sus familias. No podemos dejar que la conviertan en un negocio vigilado ni en una fábrica de silencios. Defender la universidad hoy es defender el derecho de esas nuevas generaciones a estudiar, a equivocarse, a protestar, a investigar, a pensar. Es defender la idea más sencilla y más radical de todas, que el conocimiento y las oportunidades no pueden ser un privilegio de quien más tiene, sino un derecho de todas y todos.

Lo que está en juego no es solo una ley, ni siquiera solo un modelo universitario. Lo que está en juego es si queremos una sociedad donde el futuro se escriba con esfuerzo y derechos, o con miedo y dinero. Y esa respuesta no puede darla solo el PP desde el Boletín Oficial, la tenemos que dar nosotros, juntos, en las aulas, en la calle y, cuando toque, también en las urnas. No vamos a dar marcha atrás.

Jorge Olivera es coportavoz de Jóvenes Más Madrid.