La hora de Europa
"Si la Unión quiere demostrar que sabe moverse, que empiece por algo tan sencillo como decir qué hora es".

Durante años hemos aceptado, sin demasiadas preguntas, que dos veces al año alguien decide si dormimos una hora más o una menos. Lo hemos hecho con la paciencia de quien sabe que el mundo está lleno de externalidades del sistema y de costumbres difíciles de explicar. Pero también hay un momento en que conviene preguntarse si tiene sentido seguir repitiendo lo que ya no responde a ninguna razón. España ha propuesto acabar con el cambio de hora, y tiene razón. No por nacionalismo horario ni por rebeldía ibérica, sino porque el asunto, simplemente, ya no tiene sentido.
La práctica nació hace un siglo, en tiempos de carbón y bombillas incandescentes. Era una buena idea entonces: aprovechar más horas de luz para gastar menos energía. Hoy seguimos haciéndolo, aunque vivamos en un mundo donde la electricidad fluye las 24 horas y los hábitos laborales poco tienen que ver con los del siglo XX. La ciencia lo ha confirmado con la frialdad de los datos: no hay ahorro. El balance energético del cambio de hora equivale, según algunos cálculos, a unos seis euros al año por persona.
A cambio, el cambio —permítase la redundancia— tiene un precio en salud y bienestar. Lo pagamos todos: sueño alterado, niños irritables, más accidentes laborales, más fatiga. Lo que empezó como una medida pragmática se ha convertido en una rutina costosa para nuestro cuerpo y nuestra vida diaria. Y no sale gratis.
España ha puesto el tema sobre la mesa europea esta semana. El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, lo ha propuesto en el Consejo de Energía y su propuesta ha tenido una buena recepción. La Comisión y el Parlamento Europeo ya se pronunciaron hace años a favor de acabar con esta práctica. Solo falta que el Consejo, siempre más prudente en sus ritmos, dé el paso. El calendario europeo de cambios horarios termina en 2026. Si hay que hacer algo, debe hacerse ahora.
La iniciativa tiene, además, un componente político que trasciende el reloj. Europa debe demostrar que conecta con la opinión generalizada de la ciudadanía y que es capaz de actuar con sentido común. En este ámbito, dos de cada tres españoles están a favor de acabar con los cambios. No hace falta una gran encuesta para confirmarlo: basta ver las caras el lunes posterior al cambio de hora. La confianza de los ciudadanos en sus instituciones europeas se construye también con gestos así: eliminar un hábito que la mayoría considera innecesario acerca Europa a su gente.
El debate, inevitablemente, derivará en cuál debe ser la hora definitiva: la de invierno o la de verano. Pero antes de eso conviene recordar de dónde venimos. El cambio horario europeo fue, en su origen, una muestra de racionalidad: coordinaba los relojes de un continente en plena integración económica. Hoy se ha convertido en lo contrario: un ejemplo de cómo Europa puede atascarse en el detalle más nimio mientras presume de grandes visiones. La Comisión hizo una consulta en 2018 y recibió 4,6 millones de respuestas, el 84 % a favor de suprimir los cambios. Seis años después seguimos igual. Si la Unión quiere demostrar que sabe moverse, que empiece por algo tan sencillo como decir qué hora es.
Europa no se hundirá por mantener los cambios de hora, pero tampoco se hará más creíble ignorando el sentido común. En política, como en la vida, hay gestos pequeños que dicen mucho. Poner fin a esta costumbre obsoleta sería uno de ellos. No hará más rica a la Unión, pero la haría un poco más coherente, un poco más humana.
Dentro de poco volveremos a mover las manecillas y fingiremos que es normal. Quizá en 2026 lo hagamos por última vez. Será un buen día para Europa: el día en que, por fin, se deje de marear el reloj.
Vicente Montávez es portavoz socialista de la Comisión Mixta de la UE y diputado por Madrid
