Érase un montón de veces...

Érase un montón de veces...

Lo más nuevo del escritor Javier Quevedo Puchal, un libro de relatos inspirados en cuentos clásicos, nace viejo. A El manjar inmundo (Punto en Boca, 2014) le sucede lo mismo que a la serie del fotógrafo Pato Rivero Érase una vez (2012), donde Hansel y Gretel son maniquíes de modernidad hípster y, a la vez, esculturas arcaicas y hieráticas.

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Pato Rivero, Hansel y Gretel (de la serie Érase una vez, 2012), © cortesía del artista.

Lo más nuevo del escritor Javier Quevedo Puchal, un libro de relatos inspirados en cuentos clásicos, nace viejo. A El manjar inmundo (Punto en Boca, 2014) le sucede lo mismo que a la serie del fotógrafo Pato Rivero Érase una vez (2012), donde Hansel y Gretel son maniquíes de modernidad hípster y, a la vez, esculturas arcaicas y hieráticas. Mediante palabras o imágenes, tanto Quevedo Puchal como Rivero juegan con la sofisticación vintage, pero no es esa su clave, sino la capacidad de conservar en lo contemporáneo lo atávico, de evocar en lo nuevo algo viejo, muy viejo.

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Pato Rivero, Blancanieves (de la serie Érase una vez, 2012), © cortesía del artista.

Y es un consuelo, porque volver a los cuentos de hadas requiere viajar atrás, hasta las narraciones junto al fuego, y regresar dejando los detalles y trayendo sólo el mutismo y los respingos de sorpresa, de miedo, de fascinación. Actualizarlos no es desempolvarlos o barnizarlos -como parece que sucederá en la Cenicienta de Kenneth Branagh (2015)-, es trasplantar sus sacudidas a nuestra manera de hablar, a nuestra estética, a nuestra realidad. Es acercarlos. La poetisa Anne Sexton describe las mejillas de Blancanieves sin metáforas rebuscadas, sencillamente «frágiles como papel de fumar» (Transformations, 1971); a su vez, Rivero reinterpreta el personaje en una escena teatral y neobarroca que entronca hábilmente con la seducción de la moda y la publicidad (también en Érase una vez). Y así, en la estela de los cuentos empujados a la cotidianidad y los referentes compartidos, la Blancanieves de Quevedo Puchal en "Negra como agua estancada" es, precisamente, una fotógrafa que rememora el film ¿Qué fue de Baby Jane? (Robert Aldrich, 1962), con unas sublimes a la par que esperpénticas Bette Davis y Joan Crawford... cuyas imágenes vendrán muy a cuento, nunca mejor dicho. De hecho, El manjar inmundo entero, soñado a partir de Andersen, Basile, Perrault, Leprince de Beaumont y sobre todo los hermanos Grimm, además de un anónimo, y escrito con una prosa que fluctúa entre lo versallesco, lo técnico y lo abyecto, está lleno de guiños tan reconocibles como los cinematográficos.

Eso sí, no de cualquier cine: el gore, la serie B, el terror japonés, clásicos malditos como La parada de los monstruos (Tod Browning, 1932), las mutaciones de David Cronenberg o los infiernos de Clive Barker. Un desfile de delicias macabras y sanguinolentas, vamos. Y Quevedo Puchal, lector de Bécquer, Lovecraft o Poe, y premio Nocte de Terror por Cuerpos descosidos (2012), no está solo en el deslizamiento de los cuentos hacia el horror: autores como Tanith Lee, Angela Carter o Neil Gaiman han dejado versiones espeluznantes, directores como Michael Cohn películas truculentas como Blancanieves, la verdadera historia (1997), y hasta Wilhelm y Jacob Grimm se quejaban en el siglo XIX de que los lectores demandaban historias cada vez más suaves, pese a que los originales que ellos escuchaban y escribían helaran la sangre.

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Rodolfo Loaiza, Ready to Kiss (2014), © cortesía del artista.

El manjar inmundo, ácido y amargo, fiel a la crueldad de la tradición oral, se distancia de los cuentos icónicos por excelencia, los de la compañía Disney, edulcorados con brillantes y pegajosas capas de ñoñería -aprovechadas, por cierto, en una popular serie de retratos de Annie Leibovitz-. De paso, Quevedo Puchal se sitúa junto a la subversión que tienta a tantos artistas contemporáneos. Unos se rebelan desde la melancolía -rodeada de superhéroes, la Blancanieves anacrónica de Sacha Goldberger en Super Flemish (2014)-, otros desde la ironía postcolonial -Na Young Wu traslada los tópicos Disney al estilo coreano-, pero sobre todo desde la crítica de género: Dina Goldstein y las cotidianidades machistas de Fallen Princesses (2007-2010), KittRen y Saint Hoax convierten las princesas en sexys pin-ups o en víctimas de malos tratos, y Rodolfo Loaiza introduce a los íntegros héroes, las perversas brujas y las inocentes doncellas en un mundo de sexo, alcohol y drogas que obliga a hurgar, al fin, bajo el azúcar glass de lo políticamente correcto.

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Pato Rivero, Barbazul (de la serie Érase una vez, 2012), © cortesía del artista.

«Cuéntame un cuento y verás que contento / me voy a la cama...», cantaban los Celtas Cortos en 1991. Pues eso, a la cama con Quevedo Puchal, pero no para tener «lindos sueños», porque El manjar inmundo es un libro sensual, rico en olores acres, fuertes, y sexual, que penetra en la carnalidad rural y pagana de los cuentos. Entre sus páginas palpitan muchas referencias -el underground gótico y dark, por ejemplo, lleno de rosas, terciopelo, palacios decadentes y sangre-, pero sobre todo la estética de la Nueva Carne, exploración de los límites del cuerpo y el erotismo, adalid de la cirugía y la hibridación contemporáneas como continuación de los rituales y los sacrificios ancestrales. Cuentos y sexo, una relación tan subterránea como descarada que Quevedo Puchal airea. Otros también han estirado de la manta, desde el docto Psicoanálisis de los cuentos de hadas (1976) de Bruno Bettelheim o la morbosa Caperucita del Fetish Alphabet (Ruud van der Peijl, 2013), hasta la desfachatez del burlesque -género estudiado por Mery Cuesta con su savoir-faire habitual-, como en el musical Happy Endings (Finales felices, 2012), un título abierto a interpretaciones fotografiado por Andrew Eccles.

El manjar inmundo llega en un momento de popularidad para los cuentos. Con su magia impregnan casi cualquier tipo de producto cultural, sean temas discotequeros -Ivi Adamou y su La La Love (2012)- o musicales llevados al cine -Into the Woods (Rob Marshall, 2014)-, revisiones cinematográficas -repensando la historia como en Blancanieves (Pablo Berger, 2012) o volviendo a empezar como en Maléfica (Robert Stromberg, 2014)-, series de televisión -las americanas Érase una vez o Grimm (ambas desde 2011) o la española Cuéntame un cuento (2014)-... y hasta revistas de tendencias -el Faerie magazine, sin ir más lejos-.

Pese a todo, no es una cuestión de modas. Por supuesto, los cuentos tienen detractores, como el biólogo Richard Dawkins, que considera falsedades la religión, lo maravilloso y lo mágico. Sin embargo, posturas así, aplicadas al cuento de hadas, resultan tan reduccionistas como decir que el teatro es mentira en vez de ficción, creación y, por lo tanto, expansión de la realidad. Los cuentos nos ayudan, de pequeños de una manera y de mayores de otra, nos amparan no a través del consuelo de la mentira piadosa, sino con su poder para apelar a rincones de uno mismo que suelen resultar inaccesibles por los caminos cerrados del racionalismo recalcitrante y los autorreferenciales de la ciencia dogmática. Personas como Javier Quevedo Puchal lo saben, claro.

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Fernando Bayona, Rupertinsky (de la serie Long, long time ago..., 2010-2011), © cortesía del artista.

Un oscuro viento de recuerdos donde impera el pensamiento mágico, eso son los cuentos. Como en los cánticos antiguos, como en los versos no escritos, como en la sabiduría de los ancianos, en los cuentos la oscuridad sirve para que brille una luz. Dorada, limpia y tan grandiosa como frágil, Fernando Bayona, con su extraña habilidad para transitar entre la realidad tangible y la realidad de los sueños, la captó en su Rupertinsky de la serie Long, long time ago... (2010-2011). Una luz rara que, a falta de otra palabra mejor, llamamos esperanza.