¿Por qué los jóvenes acuden cada vez más a posiciones de extrema derecha?
Analizamos junto a Lucas Gottzé, profesor de Estudios sobre la Infancia y la Juventud en la Universidad de Estocolmo e investigador sobre extremismo, los motivos por los que cada vez más jóvenes, sobre todo hombres, ven en la extrema derecha la solución a sus problemas.

Ponte cachas, holdea, compra coches y relojes caros, presume, no te achantes, que no te quiten lo que es tuyo, pelea, hazte valer, vive con honor, recupera tu lugar en el mundo. Parece casi un añadido al famoso discurso inicial de Trainspotting, claro que ahora la heroína son los burpees y el odio a las mujeres, y el Edimburgo de nuestro Mark Renton es lo que se ha venido a definir como manosfera, una capa de internet donde la misandria es la gran amenaza y la adicción al desprecio y la rabia es cada vez mayor. Lugares donde tipos como Andrew Tate, un famoso influencer ultra investigado por trata de personas en Rumanía, se han convertido en referentes. Hay en la serie The Power, la adaptación de la novela de Naomi Alderman en la que las mujeres desarrollan un órgano que les otorga un poder sobrenatural, un influencer extremista de nombre UrbanDox que, frente a esta insólita evolución, empieza a inculcar en los hombres, sobre todo los más jóvenes, la imperiosa necesidad de defenderse. Pero de qué.
Según un trabajo del profesor de Estudios sobre la Infancia y la Juventud en la Universidad de Estocolmo Lucas Gottzén, “el neoliberalismo, la desindustrialización, la austeridad y los cambios en el mercado laboral han contribuido a la inseguridad y la precariedad laboral, mientras que las circunstancias económicas se consideran cada vez más como responsabilidad de los jóvenes individuales”. Todos estos cambios históricos, “sumados a la emancipación de las mujeres en el mercado laboral, presentan desafíos para los hombres jóvenes, ya que han erosionado el modelo del sustentador masculino, han cuestionado el privilegio cultural y social de los hombres y han hecho que los ideales tradicionales y ‘adecuados’ de masculinidad adulta sean menos alcanzables”. La propaganda extremista aprovecha esta suerte de vacío existencial para imbuir en los hombres jóvenes, sobre todo blancos — el color también es motivo de privilegio —, la idea de que alguien les ha arrebatado lo que era suyo. En este caso, en la diana sitúan a las mujeres, pero también a las políticas que han fomentado este avance igualitario.
El trabajo del profesor Gottzén demuestra que “algunos hombres jóvenes responden a esa ‘amenaza de género’ adoptando políticas masculinistas (es decir, los derechos del hombre y la supremacía masculina) y alineándose con movimientos que buscan ‘remasculinizar’ a los hombres jóvenes. [...] Por lo general, esas políticas masculinistas presentan a los hombres jóvenes como víctimas de una sociedad misándrica”. Pero no conviene olvidar, como señala Gottzén, que la ausencia de perspectivas de futuro funciona también como catalizador del odio, un ingrediente básico del viraje al extremismo. Consciente del lugar al que conduce el odio, Pepe Mujica dijo aquello de que hacía décadas que no lo cultivaba en su jardín. “Basta que un hombre odie a otro para que el odio se extienda por toda la humanidad”, escribió Jean-Paul Sartre.
En conversación con El HuffPost, Lucas Gottzén trata de explicar cómo se ha llegado hasta este punto. “Hay varios factores que contribuyen a esta tendencia — comenta a través del correo electrónico —. La extrema derecha populista y los antifeministas han tenido un éxito notable en las llamadas guerras culturales durante la última década, enmarcando sus ideologías neoconservadoras como una forma de contracultura contra los valores progresistas y liberal-democráticos, valores que han sido hegemónicos en los sectores educativos durante mucho tiempo”. En las clases, explica, “el racismo, la misoginia, la transfobia y discursos similares se han convertido en herramientas accesibles que los niños y los jóvenes usan para resistir y ‘trolear’ a los maestros que promueven valores democrático-liberales en el aula”.
Las cifras son abrumantes. Una reciente encuesta de 40dB para la Cadena SER y El País ponía números a lo que lleva tiempo gestándose en internet. Vox sería el partido más votado entre los jóvenes de entre 18 y 24 años. Un 27% se decantaría por la extrema derecha, casi un 50% si se eleva la cifra hasta los 34 años. Pero esto es solo la importación de un fenómeno global. En Alemania, el empuje de los ultraderechistas de Alternativa por Alemania (AfD) reside en la población más joven. En Turingia, antaño parte de la comunista República Democrática de Alemania, AfD ganó las elecciones del pasado septiembre gracias al apoyo de los menores de 25 años. Su líder en ese estado, Björn Höcke, es si cabe el cabecilla más extremista de AfD, y ya es difícil cuando su jefa, Alice Weidel, defiende que Adolf Hitler era un comunista. ¿Pero qué pasa también en Turingia? Además de los problemas políticos heredados desde la reunificación alemana, es una zona más empobrecida que los estados occidentales. Todo suma.
Italia, Francia, Reino Unido, Estados Unidos... La aproximación de la juventud a la extrema derecha no es un accidente, es una parte importante de la coyuntura actual. En el país de la primer ministro [sic] Giorgia Meloni, el periodista Paolo Berizzi sigue los movimientos ultraderechistas en el país y, con más ahínco, cómo y por qué buscan seducir a los más jóvenes. La juventud, explica en su libro L’educazione di un fascista, es “el terreno de conquista de las organizaciones fascistas. Son el público y el área de influencia a la que miran los líderes porque son los votos del mañana. A través del márketing de la moda, la música, los eslóganes y la política callejera, se les hace sentir como los machos alfa del nuevo extremismo de derecha. Un extremismo asimétrico, líquido, que se propaga en un canal de siglas aparentemente desconectado de la casa matriz”.
“Hoy, en Italia – prosigue Berizzi – los nuevos soldados políticos son jóvenes y muy jóvenes: de trece a veinte años. [...] En un país donde el fascismo está prohibido, nadie se avergüenza de decir ‘soy fascista’. Dicen que lo son porque ‘[el fascismo] nos hace sentir vivos en un mundo de muertos’, porque ‘mis amigos también son fascistas’, porque ‘somos italianos’, porque ‘los fascistas son los únicos que defienden a los italianos’, porque ‘mi zona está llena de negros’, porque ‘los judíos son unos gilipollas’, porque ‘el Estado apoya a los inmigrantes y no le importan los italianos’, porque ‘cada vez que veo a un gitano en el semáforo me dan ganas de pegarle una paliza’, porque ‘en mi barrio trafican con droga y son todos africanos’, porque ‘ahora ya no entendemos nada, quién es el hombre y quién es la mujer, todos son gays y además quieren adoptar a los niños’, porque ‘necesitamos orden’, porque ‘cuando las cosas no funcionan, alguien tiene que venir y arreglarlo todo’”.
Hace poco, en Australia, la catedrática de Sociología de la Newcastle University Paloma Nilan realizó un trabajo similar al de Berizzi, en su caso centrada en la sensación de pérdida de "masculinidad”. En una publicación para el centro de investigación en relaciones internacionales CIDOB, destacó dos testimonios: “Las mujeres y los hombres de izquierda están imponiendo su discurso sobre lo que debería ser hombre (hombre de 24 años, vendedor, soltero); hombres blanco perfectamente válidos están siendo reemplazados por chicos afeminados, lesbianas de pelo azul e imbéciles no binarios (hombre de 22 años, solicitante de empleo, soltero)”. Lo del “pelo azul” es un comentario habitual en el entorno de la manosfera y una expresión presente en las bocas de muchos de los streamers y youtubers más seguidos de España. Uno de ellos, por cierto, lo dice aun habiéndose teñido él mismo el pelo de dicho color. “Estas afirmaciones — detalla Nilan — reflejan la ansiedad de ver ‘desplazado’ el tipo de masculinidad tradicional en el que han sido educados y/o por el que han optado, y es un sentimiento del que luego se hacen eco las ideas de reemplazo y de pérdida que son centrales en el discurso de la extrema derecha europea; la noción de que nos encontramos en medio de un proceso deliberado de sustitución demográfica y cultural de los ‘nativos’ blancos por personas de diferentes orígenes étnicos y culturales”.
En el caso de Italia, la extrema derecha también se ha beneficiado de la precariedad. En la revista sueca Expo, especializada en extrema derecha y creada por el escritor de la saga Millennium, Stieg Larsson, publicaron un reportaje sobre este acercamiento de los jóvenes al extremismo. “En una Italia en crisis — escribían en 2020 — la situación es especialmente difícil para la generación joven. Falta de trabajo, perspectivas de futuro inciertas”. Terreno fértil. Pero ya no es solo el feminismo o la situación económica. También influye el pasado. En Expo recogían la opinión del historiador Francesco Filippi, que “en poco tiempo ha publicado dos aclamados libros en los que intenta ver qué mantiene vivo el fascismo en el país”. “Mientras que los alemanes exigían cuentas a sus perpetradores — decía Filippi — los italianos solo querían olvidar y seguir adelante”. Una situación similar a la española. Pese a todo, ahora ya ni Alemania se libra.
Entonces, feminismo o políticas progresistas en materia de género, precariedad e internet como lugar de encuentro. Pero conviene no olvidar que no son los únicos factores que explican el crecimiento de la extrema derecha y la propensión de la juventud hacia estas ideas. Los partidos políticos tradicionales, ya sean progresistas o conservadores, de izquierda o derecha, tienen su parte de responsabilidad. Como señala el politólogo neerlandés Cas Mudde, experto en movimientos de ultraderecha, “en las últimas décadas, y creo que este es uno de los problemas fundamentales, la política se ha desideologizado”. El punto inicial de esta desideologización, según Mudde, está en el momento en el que sobre todo algunos partidos de izquierda apostaron por la llamada tercera vía. Esto es, abandonar la defensa de un sistema económico alternativo, casi siempre socialista, y alegar por un sistema mixto. Desaparecieron entonces “las diferencias notables entre los partidos de izquierda y derecha, principalmente en cuestiones económicas”. Mudde defiende que esa tercera vía aplica ahora a “los temas socioculturales” como el de la inmigración. “El discurso político es cada vez más pragmático y menos ideológico. [...] La actitud es mucho más conformista, resignada, y parece afirmar que dado que el mundo es de una determinada manera y que poco podemos hacer para cambiarlo no tenemos más remedio que tomar determinadas decisiones”, dijo el politólogo en una conversación para el ya mencionado CIDOB.
Entonces, ¿qué hacer?
Esa idea del poco se puede hacer para cambiar las cosas alimenta la percepción de que “no importa lo que se vote porque, de hecho, ya está todo decidido previamente”. Y ahí entra la extrema derecha para prometer un mañana distinto. “Su mensaje — defiende Mudde — les presenta ante los votantes desencantados como una alternativa fiable y, por encima de todo, que les empodera de nuevo, con la promesa de que, con su apoyo, cambiarán las cosas”. Las personas más mayores quizás piensen menos en el futuro y puedan conjeturar que ya tienen garantizada una cotidianidad estable. Pero no pasa lo mismo con los jóvenes, para quienes el futuro es un lugar incierto, sin apenas certezas. Es más, en muchas ocasiones los partidos tradicionales de la izquierda plantean un porvenir sombrío, como ocurre con las advertencias respecto al cambio climático, un tema que, no obstante, es empíricamente preocupante. El problema radica en que, si el mensaje se reduce al todo será peor, se deja todo el espacio para quienes reclaman el regreso a un pasado que definen más honroso. A este respecto, y en una entrevista en Repoterre recogida por el medio europeo independiente VoxEurop, la periodista Naomi Klein proponía el “populismo ecológico, un ecopopulismo”. “Debemos centrarnos en políticas ecológicas que también sean de redistribución económica, que demuestren muy en concreto que no es necesario elegir entre medioambiente, familia y dinero. [...] Podemos tener políticas verdes que sean políticas que hagan la vida mucho más llevadera”, decía. Klein, pese al momento actual, se muestra esperanzada de que pueda llegar “otra ola” que confronte con el “populismo de derechas”, que ha sabido cooptar la energía rebelde frente a unas “condiciones de vida cada vez más difíciles y estresantes”.
Las respuestas de los partidos tradicionales y, sí, también del feminismo, no han logrado atraer a ninguno de estos hombres jóvenes. La política y “el activismo progresista”, señala a El HuffPost el profesor Lucas Gottzén, han fracasado. “Han sido incapaces de producir una narrativa atractiva para los hombres jóvenes, que sienten que las feministas y los liberales desestiman sus problemas y los etiquetan como hombres blancos heterosexuales privilegiados, una descripción que a menudo no reconocen en sí mismos y que no siempre es precisa, en particular para aquellos jóvenes de veinte años con empleos precarios o con dificultades para encontrar una pareja romántica. En ese contexto, los ‘manfluencers’ como Andrew Tate ofrecen respuestas simples a sus luchas y soluciones prácticas para mejorar su valor percibido en el mercado sexual y ganar dinero rápido. La extrema derecha ofrece otro conjunto de soluciones rápidas, al culpar a los inmigrantes y a las ‘élites’ políticas de todo lo que ocurre en la sociedad”.
Frente a esta realidad, Gottzén aproxima las posibles vías para evitar que los jóvenes se sientan cada vez más atraídos a posiciones extremistas. Lo que necesitamos, dice, son “políticas económicas que aborden la precariedad de los jóvenes, en particular de los hombres jóvenes”. Añade además que también debe cambiar en cierta medida el trato que se dispensa a estos hombres jóvenes. “Las feministas — dice — y otros progresistas (de hecho, todos los que se preocupan por la democracia liberal) deben dejar de ser tan carentes de sentido del humor. Sus respuestas instintivas a los ataques de extrema derecha y misóginos son exactamente lo que los trolls esperan y” solamente “alimentan la economía del odio”. En todo caso, Gotzzén insiste en la idea anterior. En lugar de “simplemente luchar una ‘guerra cultural’ e intentar cambiar actitudes antiliberales, misóginas y racistas”, “preferiría ver una nueva economía política radicalmente progresista que ayude a los jóvenes, brinde soluciones prácticas para los jóvenes, incluidos los hombres blancos jóvenes, y aborde sus vulnerabilidades y situaciones precarias, todo ello reconociendo las otras desigualdades estructurales en nuestras sociedades basadas en la clase, el género, la raza/etnia, la sexualidad y otros factores”.